Como dijo una vez don Perogrullo, empecemos por el principio. El hombre no asesinó a nadie, no perpetró ninguna masacre, no dinamitó oleoductos, no se robó una porción del patrimonio público, ni, que sepamos, violó a un menor de edad. Sin embargo, todos a una, empezando por algunos voceros de esa entidad gaseosa denominada “opinión pública”, le cayeron con el látigo sin darle tiempo a la legítima defensa, suponiendo que haya cometido algún delito.
¿El crimen? Pues fumarse un bareto, en un país donde el negocio de las drogas ha enriquecido a más de uno de los que fungen como prohombres y ciudadanos beneméritos en las páginas sociales de periódicos y revistas. Me refiero, claro, al futbolista Wilder Medina, un muchacho surgido en las barriadas de Medellín, que se abrió paso por la vida a gambeta limpia hasta que una sociedad carcomida en las entrañas por el virus de la doble moral decidió cobrarle una pena máxima. Las razones, según el lenguaje sensiblero de una sicóloga que dio declaraciones ante las cámaras, obedecen a que el goleador del Deportes Tolima “tiene un problemita”.
En este punto tenemos que empezar a andar despacio, porque a todas luces los portadores del problema son quienes lo juzgan: hasta ahora el futbolista se ha limitado a fumarse un porro, a divertirse y cumplir con su deber que es, suponemos, jugar bien y hacer goles. Además para eso le pagan.
Lo deprimente de todo este espectáculo es que casi nadie se ocupó del único detalle importante: el Tetrahidrocanabinol- el agente químicamente activo de la marihuana- está incluido en la lista de sustancias prohibidas por los tribunales médicos del deporte. Allí debería terminar la discusión y con ella las sanciones a que el caso dé lugar. Pero no sucedió así, porque no se podía desaprovechar la ocasión para sacar a relucir la al parecer inagotable dosis de hipocresía que nos hace tan, pero tan encantadores. Existen antecedentes de eso. Si ejercitamos un poco la memoria, encontraremos que al amado y odiado Diego Maradona lo expulsaron del mundial de fútbol de Estados Unidos en 1994, no por consumir cocaína, pues eso ya lo sabía todo el mundo, empezando por sus entrenadores, sino por denunciar las prácticas mafiosas de la Fifa, que obligaba a los futbolistas a jugar al mediodía en el mes de julio para no perder el negocio de la televisión. Y eso en estados como Texas y California, que hierven en medio del verano gringo. ¿Rigor disciplinario? Nada de eso. Pura y rampante hipocresía.
De modo que es tiempo de formular preguntas incómodas: ¿Cuántos de los inquisidores no se meten una raya de cocaína antes de ingresar a la reunión de junta directiva de su empresa? ¿Cuántos no sobrefacturan las cuentas de los contratos y organizan licitaciones amañadas? ¿Cuántos de ellos no acosan a la secretaria cada vez que decide subirle un par de centímetros a la minifalda? Porque en últimas la esencia del asunto reside allí: señalar el rabo de paja del prójimo para que nadie se fije en el tamaño del nuestro. De otra manera no tiene sentido alguno que nos salgan con el cuento ese de que “un deportista debe dar ejemplo” ¿ Alguien le consultó a Wilder Medina antes de asignarle esa tarea ? Además ejemplo de qué se pregunta uno, si hasta ahora no se ha demostrado que el jugador le haya hecho mal a nadie bajo los efectos de la marihuana o lo que utilice en sus ratos libres. Si no me equivoco, es allí adonde apunta la constitución política cuando consagra el derecho al libre desarrollo de la personalidad: a la posibilidad de formar individuos autónomos, con la potestad de hacer con su vida lo que les plazca y por eso mismo responsables de sus actos.
Así que haríamos muy bien en no sacar las cosas del contexto : el jugador transgredió una norma acatada- aunque violada una y mil veces- en el mundo del deporte. Suponemos que él es el primer interesado en asumir la responsabilidad y en tomar las decisiones que le correspondan. Lo demás es puro aprovechamiento de una situación privada para sacar a pasear nuestra colección de máscaras de buenos muchachos. Hipócritas que somos.