No es lo que ustedes se imaginan. Hoy no hablaré del ciudadano atribulado por el sistema de salud, concebido para hacer del dolor y la fragilidad de los humanos un colosal negocio. Se trata, si se quiere, de un asunto no por doméstico menos importante: El enfermo sitiado por su numerosa- y ruidosa- parentela.
En buena hora, algunas clínicas del país lideran una campaña educativa para tratar de reducir al mínimo- a sus justas proporciones, diría un difunto ex presidente- la exasperante costumbre nacional de desplazarse en gavilla, familia política incluida, hasta las habitaciones de los hospitales, como si en lugar de un sitio donde un inerme mortal se debate con su deleznable condición física, se tratara de un veraneadero al que se trasladan con su fardo de chismes e impertinencias. Créanme: A algunos solo les resta llevar linterna y sombrero de explorador, porque viandas no les faltan. Hay que verlos consumiendo comida chatarra al pie de la cama del enfermo para entender la completa dimensión del despropósito.
“Es un mal latinoamericano. Como usted bien sabe, somos un pueblo bastante proclive a disimular la falta de sentimientos con la exhibición histriónica de los mismos”, me dijo un adusto profesor mexicano al que le compartí mis inquietudes. Latinoamericano, colombiano o universal, el cuento es que los achaques pasajeros o letales de un simple conocido parecen desatar en muchas personas una verborrea hasta entonces contenida, que las convierte en un abrir y cerrar de ojos en especialistas en enfermedades catastróficas, consejeras espirituales y mensajeras de ocasión que llegan con las tribulaciones del mundo justo cuando alguien quiere aprovechar la oportunidad para desconectarse de él ¿ No enseñan los sabios antiguos que la enfermedad es, en últimas , una suerte de metáfora a través de la cual un individuo que ha permanecido volcado hacia el mundo pretende regresar a lo más secreto y esencial de sí mismo? De allí se desprende que las necesidades de un enfermo están más cerca de la intimidad y del silencio que de la efervescencia de una caterva parlanchina capaz de impertinencias como la siguiente : “ ¡ Dios , Santo! ¡Cómo está usted de flaco y amarillo, don Edison! ¡ Así se puso un primo mío dos días antes de morir!”
Un amigo sacerdote- que también los tengo, no crean- me recordó que visitar a los enfermos es una de las obras de caridad que más réditos dan a la hora de los trámites para entrar al cielo. A partir de ese día me convencí de que algo anda muy mal en la justicia celestial que, por lo visto, precisa con urgencia de una actualización. La verdad, me parece una arbitrariedad que alguien gane indulgencias importunando a un prójimo que ya tiene suficiente con las jeringas, el olor a desinfectante, los antibióticos y los alimentos despersonalizados que sirven en esos lugares, como para que, además, tenga que soportar el inoportuno desfile de ese curioso cruce de turista, chismoso y buen samaritano que a falta de una mejor manera de pasar el tiempo se consagra a humillar con su buena salud y su aspecto rozagante a los que yacen en lo que las novelas románticas llamaban “ El lecho de enfermo”.
Una de las letras más patéticas del cancionero popular latinoamericano ostenta el elocuente título de "La cama vacía". En ella, la conciencia culpable del narrador revive a través de una carta los últimos instantes de un amigo recién muerto, amargado por el abandono de los que un día fueron sus camaradas. Cada vez que la escucho me entra la sospecha de que el pobre difunto nunca tuvo que padecer esa versión prosaica de las invasiones bárbaras que son las visitas de parientes y amigos en los hospitales. Con seguridad, no tuvo que vérselas con la calculada expresión de lástima y preocupación que algunos llevan puesta cuando se deciden a cumplir con esa obligación. No lo supo, porque en ese caso su carta de despedida hubiese contenido una buena dosis de gratitud. La gratitud de quien sabe que uno solo debería visitar a los enfermos cuando puede hacer algo útil por ellos, como donar un órgano o pagar la cuenta, por ejemplo. En caso contrario, lo mejor es regalarlos con una buena dosis de ese silencio distante y cálido que, bien lo sabemos, es la forma suprema de la complicidad.