jueves, 26 de abril de 2012

Postales I




                                                                                     Para alias Matador
Hace años
        No sé cuantos
A la sombra de  un árbol de guayabas
Lo comprendí:
Para ser dichoso en este mundo
Me bastan tres cosas :
Un camino
Una gorra
Un  palito para apoyar mis huesos
Y de paso ahuyentar a los perros energúmenos.

Lo demás son máscaras para sobrevivir en la jungla.

Pero aclaro:
No me  interesa vender la idea:
Los caminos podrían  llenarse de gente ruidosa
Y proclive a sembrarlos de basuras.

Además
La oferta y la demanda
Encarecerían los precios de gorras y  palitos.

Eso sí:
A quienes en busca de su dicha
Cruzan fronteras
Y viajan a remotos confines de la tierra
Les agradecería  me enviaran a vuelta de correo
O a su regreso a casa  trajeran:

Mate de la Argentina
Ron de las Antillas
Rock de Londres y Nueva York
Cuartetos de Mozart desde Viena
Mulatas de Brasil
Jamón  serrano de España
Libros de todas partes
Amaneceres del Titicaca
Mezcal de México
Vino tinto de Chile o  Francia
Bailarinas de papel de China
Y camisas floridas de Nigeria.

A mi pequeño camino,
Gracias por los cantos rodados.
A los viajeros, buen viento y buena mar
Aunque al final se olviden de mí  y no me envíen nada
Amén.

jueves, 19 de abril de 2012

La era del hielo


En  la historia reciente de Colombia, Carlos  Lleras  Restrepo fue un político  conservador que se las arregló   para fungir como liberal, mientras  ajustaba las tuercas  del Frente  Nacional, una componenda armada entre los dirigentes de los dos partidos que dominaron  al país   durante la mayor  parte del siglo XIX , la totalidad del XX y lo que va corrido del XXI, aunque lo hagan disfrazados  bajo otras banderas.
Casi cincuenta años después uno de sus descendientes, amparado  en su condición de ministro   estrella del gobierno Santos, se encargó de poner   en marcha un engendro que, en el colmo del servilismo, medios de comunicación y periodistas se encargaron de promocionar como  Ley Lleras 2.0 que después mutó a  Ley TLC. Se trata de un instrumento legal que, de golpe, puede devolvernos a la época que precedió a la masificación de Internet  como herramienta de democratización del conocimiento, o incluso mucho más atrás.  El pretexto, como siempre, está  rodeado de un aura noble: Defender  la  propiedad  intelectual  y con ella  el derecho de los creadores a beneficiarse de los réditos de sus obras.
El primer problema reside en que no nos están diciendo toda la verdad.  Para empezar, y siguiendo la vieja constante del imperialismo económico y cultural,  de lo que se trata en realidad es de cuidar los intereses de las corporaciones dueñas del mundo, que desde un comienzo vieron en Internet la tierra abonada para plantar un negocio de dimensiones nunca vistas. En un  planeta donde la educación se consolida cada vez más como la única herramienta decente de promoción social para un sector mayoritario de la población, limitar el   uso de la red representa de hecho un cierre de puertas  para quienes vieron allí la oportunidad para acceder al conocimiento en libertad. Al menos eso fue lo que nos dijeron los profetas de la aldea global: Que Internet aboliría por fin las  fronteras, dando  paso a un territorio en el que los ciudadanos podrían materializar  el  sueño de la democracia, es decir, igualdad de oportunidades de acceso al   bienestar  amasado por el conjunto de la sociedad. Pinocho no lo hubiese hecho mejor.
Uno no sabe  si la confusión del texto de la ley es deliberada para despistar al ciudadano  o si obedece a una suerte de torpeza  congénita. Lo  único claro es que  la letra se corresponde en cada uno de sus puntos con las imposiciones del  Tratado de Libre Comercio suscrito con el gobierno de los  Estados  Unidos después de una década de mendigarlo en los escenarios más insospechados.  A  esta hora, no sé  por ejemplo si remitirlos a ustedes a un enlace que nos ayude  a ampliar el contexto de la reflexión puede convertirme  en un delincuente tan peligroso como los que en las películas de James Bond ponían en riesgo la seguridad nacional de los Estados Unidos y sus satélites durante los años de la Guerra Fría. Y estamos hablando de los mismos países que han saqueado al planeta durante décadas sin que nadie se atreviera a decir esta boca es mía.
En la Edad Media europea  los monasterios operaron como auténticos centros de poder cuyos dueños se arrogaban el derecho a decidir qué información podía circular y qué parte de ella representaba un peligro para los soberanos  del cielo y de la tierra. Por lo visto, en Colombia estamos en trance de retornar a esos días.  Hoy por ejemplo soy un devoto seguidor de la revista digital El Puerco Espín, cuyos textos  insolentes y contestatarios comparto con algunas personas cercanas. La verdad,  sospecho que a la vuelta de unos meses no podré volver a hacerlo sin perjuicio y todos nos privaremos de esa ventana  por la que aprendimos a ver el mundo de otra manera.¿Las razones?  Supongo que las tendrán bien ocultas los artífices de esta aberración rebautizada como Ley TLC que, duchos como son en doblar la cerviz y menear la cola, no se detuvieron a pensar en sus implicaciones. Una de ellas puede ser que en menos de lo que canta un gallo usted y yo, más otros cuarenta millones, nos descubramos  navegando en contravía de las corrientes  que surcan el planeta y de paso remitidos  sin fórmula de juicio a la mismísima era del hielo por obra y gracia de  unos legisladores diestros en transitar los terrenos del absurdo.

jueves, 12 de abril de 2012

Joderás a los enfermos


No es lo que ustedes se imaginan. Hoy no hablaré del ciudadano atribulado por el sistema de salud, concebido  para hacer del dolor y la fragilidad  de los humanos un colosal negocio. Se trata, si se quiere, de un asunto no por doméstico menos importante: El enfermo sitiado por su numerosa-  y ruidosa- parentela.
En  buena hora, algunas clínicas del país lideran una campaña  educativa para tratar de reducir al mínimo-  a sus justas proporciones, diría un  difunto ex presidente- la exasperante costumbre nacional de desplazarse en gavilla, familia política incluida,  hasta las habitaciones de los hospitales, como si en lugar de un sitio donde un inerme mortal se debate con su deleznable condición física, se tratara de un veraneadero al que se trasladan con su fardo de chismes e impertinencias. Créanme:  A algunos solo les resta  llevar linterna y sombrero de explorador, porque viandas no les faltan. Hay que verlos  consumiendo comida chatarra  al pie de la cama del enfermo para entender la completa dimensión del despropósito.
“Es un mal latinoamericano. Como  usted bien sabe, somos un pueblo  bastante proclive a disimular la falta de  sentimientos con  la exhibición histriónica de los mismos”, me dijo un adusto profesor  mexicano al que le compartí mis inquietudes. Latinoamericano, colombiano o universal, el cuento es que los achaques pasajeros o letales de un simple conocido parecen desatar en muchas  personas una verborrea  hasta entonces contenida, que las convierte en un abrir y cerrar de ojos en especialistas  en enfermedades   catastróficas, consejeras  espirituales y mensajeras de ocasión que llegan con las tribulaciones del  mundo justo  cuando alguien quiere aprovechar la oportunidad  para  desconectarse de él  ¿ No enseñan los sabios antiguos que la enfermedad es, en últimas , una suerte de metáfora a través de la cual  un individuo que ha permanecido  volcado  hacia el mundo pretende regresar a lo más secreto y esencial de sí mismo? De allí se desprende que  las necesidades de un enfermo están más cerca de la intimidad y  del silencio que de  la  efervescencia  de una caterva  parlanchina capaz de impertinencias como la siguiente : “ ¡ Dios , Santo! ¡Cómo está usted de flaco y amarillo, don Edison! ¡ Así se puso un primo mío  dos días antes de morir!”
Un amigo sacerdote- que también los tengo, no crean- me recordó que  visitar  a los  enfermos es una de las obras de caridad que más réditos  dan a la hora de los trámites para entrar  al cielo. A  partir  de ese día me convencí de que algo  anda muy mal en la justicia celestial que, por lo visto, precisa con urgencia de una actualización. La verdad,  me parece  una arbitrariedad que alguien gane indulgencias importunando  a un prójimo que ya tiene suficiente con las jeringas, el olor a desinfectante, los antibióticos y los alimentos despersonalizados que sirven  en esos lugares, como   para que, además, tenga que soportar  el inoportuno desfile de ese curioso cruce de turista, chismoso y buen samaritano que a falta de una  mejor manera de pasar el tiempo se consagra a humillar con su buena salud y su aspecto rozagante a los que  yacen en lo que las novelas románticas llamaban “ El  lecho de enfermo”.
Una de las letras más patéticas del cancionero popular  latinoamericano ostenta el elocuente título  de "La cama vacía". En ella, la conciencia  culpable del narrador revive a través de una carta los últimos instantes de un amigo recién muerto, amargado por el abandono de los que un día fueron sus camaradas. Cada vez que la escucho me entra la  sospecha de  que el pobre difunto nunca tuvo que padecer  esa versión prosaica de las invasiones  bárbaras que son las visitas de parientes y  amigos en los hospitales. Con seguridad, no tuvo que vérselas con la calculada  expresión de lástima   y preocupación que algunos llevan puesta cuando se deciden a cumplir con esa obligación. No lo supo, porque en ese caso su carta de despedida hubiese contenido una  buena dosis de gratitud. La gratitud de quien sabe que uno solo debería  visitar a los enfermos cuando puede hacer algo útil por ellos, como donar un órgano o pagar la cuenta, por ejemplo. En caso contrario, lo mejor es regalarlos  con una buena dosis de ese silencio distante y  cálido que, bien lo sabemos, es la forma suprema de la complicidad.

miércoles, 4 de abril de 2012

La ley del silencio


Lo he mencionado  en artículos anteriores: Un periodista no es   un promotor turístico  ni un amanuense del poder. O  al menos no debería serlo. Su único partido- si es imprescindible tomar alguno- debería ser el de la vida, con su impredecible carga de dichas y horrores. Al fin y al cabo, la esencia de su oficio consiste en contar historias, buenas historias. Y cuando se trata de contar, las cosas no siempre resultan ser amables, dada la condición general de la existencia. Pero eso ya es otra cosa. No es asunto del periodista si al correr las persianas del cuarto donde duerme el soberano se levanta un olor a podrido.
El domingo 5 de febrero, durante  una jornada del fútbol profesional colombiano en su versión  2012  sucedieron en dos estadios del país algunas cosas  que pusieron a prueba esa condición. En la ciudad de  Ibagué  las barras bravas   de los equipos en contienda se enfrascaron en una batalla por el robo de la  insignia  de una  de ellas,  que para los fanáticos  equivale al santo sudario de los católicos. A su vez en Pereira un grupo de aficionados invadió   el  campo de juego al parecer  como respuesta a la provocación de algunos policías que, según algunos testigos, habrían golpeado  al primer hincha que saltó a la cancha. Hasta allí no hay nada nuevo en realidad. Las trifulcas entre las barras de fútbol han pasado a formar parte del paisaje urbano en las tardes de domingo de muchos países, incluido Colombia.
Ese mismo domingo, los noticieros de televisión registraron en detalle  lo acontecido en las dos ciudades. No dejaron de lado  las  expresiones retóricas de los funcionarios que anunciaron investigaciones exhaustivas y castigos ejemplares. En medio del  escándalo  empezaron a circular amenazas anónimas contra los periodistas del Canal 81  de  Telmex, que registraron lo sucedido y lo compartieron con algunos colegas. Aunque suene absurdo, eso tampoco  es novedad: las amenazas a los periodistas son moneda  corriente  en los países del  tercer mundo, o  en vías de desarrollo, como prefieren llamarlos las  modas al uso.
Tan preocupante como lo anterior, resultó la reacción de un sector de la dirigencia deportiva, de algunos voceros del gobierno local y, peor todavía, de unos cuantos  periodistas  que se dedicaron a  cuestionarle a   unos profesionales y al medio  para el que trabajan el simple hecho de cumplir con su deber : informar sobre los hechos.  “La ropa  sucia se lava en casa”  sentenció un dirigente, apelando a la simplicidad bobalicona de los refranes para dejar en el aire la idea de que el problema no es la violencia en los estadios si  no las personas que informan sobre ella y sus protagonistas.  “ No  podemos hacerle ese daño a la ciudad saliendo a  contarle lo que pasó a todo el país”, dijo otro más allá, preocupado porque lo invertido  en vender el cuento de que somos algo así como la sucursal del paraíso terrenal podía venirse abajo con la controversia desatada. “Tenemos que solidarizarnos con el equipo”, clamó  un comentarista radial, incurriendo de paso      en una grave confusión ética: solidaridad no es sinónimo  de complicidad.Eso para no hablar de lo que significa  esa visión de las cosas en términos prácticos: no es  eludiendo la naturaleza de los problemas como se  empieza a resolverlos. Todo lo contrario, el punto de partida para superar una dificultad reside en el reconocimiento de su existencia.
Existen  varias explicaciones para esa actitud. La  primera de ellas, que el poder en sus distintas manifestaciones se acostumbró  a ver en  los medios  y en los periodistas meros apéndices de sus oficinas de  comunicaciones, dedicados a magnificar sus logros y a minimizar sus yerros. En la contraparte, los primeros  optaron por el fácil  y muchas veces lucrativo recurso de aplaudir, menear la cola y apelar a la ley del silencio como una fórmula fácil para  no meterse en problemas. Justo en la mitad quedan las  audiencias  consumidoras de información, confiadas en lo que los medios les dicen para tratar de formarse algún criterio sobre lo que pasa en el mundo. El gran problema empieza cuando constatamos que todos  a una: empresas informativas, periodistas y dirigencia nos acostumbramos a vivir, como en el comercial de marras, en el lugar equivocado