jueves, 28 de noviembre de 2013

Montañas





Le debo a mi compinche  Juan Carlos Pérez la feliz  coincidencia   sobre mi mesa de noche de dos novelas colosales en extensión y profundidad: Los demonios, del austriaco Heimito von Doderer y El arco iris de gravedad, del estadounidense Thomas Pynchon.  A la primera lectura no pueden ser más disímiles. Mientras  von Doderer nos invita a emprender el ascenso a una suerte de montaña sagrada cuya cima nos depara la introspección y el conocimiento de nosotros mismos, Pynchon nos empuja por el desfiladero de una montaña rusa en cuyas simas anida esa forma extrema de  la demencia que, por otros caminos, también conduce a la lucidez.
Pero basta con releerlos para descubrir las semejanzas de sus búsquedas. En las dos obras  probamos la amarga nuez oculta en  el fondo de la desesperación humana, es decir, aquello que  conocemos como nuestros demonios interiores. En  los personajes del austriaco la espera es tensa,  cadenciosa como los bailes en los que  intentan olvidar que  son sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial mientras sienten sonar más allá de los jardines de sus palacetes los anuncios de la segunda. Son más de cien historias entrelazadas por esas formas del azar que algunos prefieren llamar destino. Con paciencia de orfebre el narrador nos deja ver el trasfondo social y político  en que se mueven los protagonistas, al tiempo que ahonda en su carácter, en la suma de miedos y ambiciones que definen su condición. “Quando una ymagen te gana y te haze presso, te despoja del resto de las cosas del mundo y quedas desamparado”  escribe Ruodlip von der Vlantsch, autor de un curioso manuscrito que, en cierta medida  explica el titulo de la novela.


Por su lado, en  El arco iris  de gravedad  todo es ruido y furor. Sus personajes no buscan la redención personal en  la sabiduría, o  al menos en el conocimiento, sino  en el vértigo. Sus desventuras transcurren entre  la devastación de la Segunda Guerra Mundial y el anhelo de una tregua que, en todo caso, ya no es de este mundo. Sus demonios vienen del horror tecnológico. No por casualidad todo gira  en torno a la búsqueda de un cohete. En  esa medida,  los nazis y los aliados de Estados Unidos son la misma cosa. Entre líneas se nos recuerda que en las guerras la política es apenas el pretexto: en el fondo subyace una conspiración entre la tecnología y los seres humanos para satisfacer esa forma suprema de locura que es la ambición de estos últimos.
En los hombres y mujeres  de von Doderer todavía alienta algo parecido  a una ilusión metafísica que  por momentos toma  prestado el traje de la tradición: solo una vuelta a las raíces podría salvarlos de la disolución. “Si  uno separa  al campesino de su tierra, sus humores se vuelven agrios. De aquí puede surgir cualquier patología, desde la  tuberculosis hasta la poesía regionalista”, dice el narrador con una dosis  de humor negro que  envuelve como una niebla las más de 1.600 páginas de la novela.
Entretanto, los paranoicos habitantes de  El arco iris de gravedad depositan sus esperanzas en una divinidad inyectable porque, como declara uno de ellos: “No hay ateos entre los hombres que esperan  la muerte apiñados en una trinchera”. No por nada son fugitivos de una Ciudad  Dactilar del futuro en la que se conoce a todas y cada una de sus almas y donde es imposible esconderse. La suya es una fuga en la que, después de dar vueltas en redondo, se encontrarán de frente con la bestia  que los persigue.
Para curarse el desasosiego, los personajes de Los demonios hurgan en los rescoldos de esa  idea del amor heredada de viejos mitos anclados en la creencia  en la comunión de las almas. Más viscerales, las criaturas de  Pynchon se lanzan con los ojos cerrados a una promiscuidad que solo consigue ahondar el vacío. Al final todos descubrirán, tatuadas en la propia piel, las palabras de una sentencia tan antigua como la especie humana: no hay salida del laberinto, porque nosotros mismos somos el laberinto.
Como siempre, la última salida es el lenguaje y su capacidad para reinventar el mundo. De allí que el narrador de Los demonios nos lo recuerde: “La pérdida de una metáfora es una pérdida  para la libertad humana, que se apoya en el hecho de que las ficciones y las metáforas son más fuertes que la cruda desnudez del mundo y, de esta manera, cubren nuestras heridas”.

PDT : les comparto enlaces a dos posibles bandas sonoras de las novelas. El primero para Los demonios y el segundo para El arco iris de gravedad.
http://www.youtube.com/watch?v=n-qMtWVf0NA
http://www.youtube.com/watch?v=GpUsULr_uLw

jueves, 21 de noviembre de 2013

Cría fama



                                                     Obra de  Francisco Amat

Hace  medio siglo, el pintor norteamericano Andy Warhol- él mismo una celebridad mediática-  condensó en una frase la  clave que resumía las precarias posibilidades de redención para los habitantes de las sociedades masificadas. “A partir de ahora, todo el mundo tendrá derecho a sus  quince minutos de fama”, sentenció, más  en serio que en broma, el autor de la célebre  reproducción seriada de la lata de sopa Campbell´s.
Lo que talvez Warhol no sospechaba era  que su  tan citada frase representaba un sutil pero definitivo cambio en el sentido del “ser o no ser”  del príncipe Hamlet de  Dinamarca y una  todavía más radical transformación de aquel  “consérvate bueno” consignada en las recomendaciones del filósofo Séneca a su corresponsal en  las cartas  morales a Lucilio. Como ya no se trata de ser  y mucho menos de conservarse bueno, todo está permitido en la lucha por alcanzar  la fantasmagoría que habita en la sima más honda  donde  alientan las obsesiones humanas: desde hacer el ridículo frente a las cámaras de televisión hasta convertirse en un asesino serial. Poco  importan los métodos si la recompensa es la frágil ración de  eternidad resumida  en una foto en la portada de una revista o la presencia  en uno de esos realities  donde las miserias  humanas se convierten en espectáculos patrocinados  por aerolíneas  o por marcas de desodorantes. Hasta ahí las cosas funcionan más o menos a tono con lo que los expertos llaman las dinámicas del mercado:  si hay  quien paga por decir idioteces o por exhibir las taras frente a una cámara o un micrófono, pues habrá quien lo haga. Pero cuando el asunto invade los terrenos de la creación artística o de la producción intelectual las cosas adquieren un tinte peligroso, pues ya no es  la obra   si no el autor lo que cobra  importancia ante los consumidores, y es entonces cuando el pintor, el escritor o el pensador  se asumen como parte del espectáculo, sin que  importe mucho la suerte que pueda correr la propuesta estética; algo lamentable  cuando uno piensa que durante siglos el  propósito de los creadores era producir una obra perdurable. Si después de eso llegaban la  celebridad, el dinero  o  la gloria, bienvenidos eran pero lo importante eran la novela, el cuadro  o la partitura a la que habían consagrado su destino.
Conscientes del cambio de rumbo, los dueños de los mercados se han dedicado en los últimos años a  diseñar  toda  clase de escenarios donde, al modo  de las estrellas de la farándula, los  artistas se dedican durante una semana entera  a confrontar sus egos, sin que al final  sobre mucho espacio  para el conocimiento de las obras.  Festivales de música, cine o literatura, participan de la misma condición, como si de un momento a otro los autores hubiesen adquirido  conciencia de  que hasta la misma eternidad es demasiado poca para tanta  gente, y a la hora de la repartición alguien se pudiera quedar sin los anhelados quince minutos prometidos. Debe ser por eso que las musas fueron reemplazadas  por  un ejército de relacionistas  públicos y los  desprestigiados  “Demonios  interiores” pasaron  a uso de buen retiro, para ser sustituidos  por agencias de publicidad cuya única consigna es el viejo “ cría fama” , aunque sin garantizar que haya tiempo para echarse a dormir.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Espejos y laberintos





 Todos conocen las anécdotas. En la historia de Lewis  Carroll Alicia encuentra al otro  lado del espejo su propio mundo vuelto de revés.  En ese universo,  el rey Carmesí y el Sombrerero Loco son trasuntos de nosotros mismos, solo  que caminando cabeza abajo, como creían en la antigüedad que andaban los habitantes de las antípodas. Por su lado, en la mitología  griega la reina Pasifae se apasiona por un toro y acaba engendrando al Minotauro, una criatura  mitad hombre y mitad bestia  confinada en el laberinto de Creta. A ese lugar llega Teseo, liberado finalmente con la ayuda del Hilo  de Ariadna.
No sé si esa era la intención. Probablemente no. Pero  las dos imágenes resumen  con precisión el sentido último de la literatura y la filosofía, esos territorios contiguos que, como los grandes amores, se atraen y repelen de acuerdo a las urgencias del momento. De allí en adelante, las figuras del laberinto y el espejo regresan  cuando los humanos necesitamos saber  acerca de nosotros mismos algo más de lo insinuado en nuestras precarias biografías. Para  las grandes escuelas filosóficas,  la tarea suprema de la existencia  es el conocimiento de uno mismo. Solo de esa manera es posible  eludir la alienación  y encontrar el lugar  de cada quien en el mundo. “Hallar  en sí mismo al poeta, y de ese modo llegarser quien realmente se es”, era el consejo de Píndaro. Para  ver el propio rostro se precisa, cómo no, de un espejo. Pero pocos quieren verlo: por eso, en el cuento infantil, cuando  la madrastra de Blancanieves le pregunta al espejo quién es la más bonita se enfurece al no obtener la respuesta esperada. Siempre resultará doloroso enfrentar nuestras verdades últimas.
La literatura es entonces  la hondura donde podemos mirarnos. “Un poema es un juego con espejos que se  desplazan”, traduce bellamente Jorge Luis Borges  los versos de William Butler  Yeats. Solo el relato   de nuestra historia individual o colectiva nos da una pista del pasado, del presente y de lo que podemos o anhelamos llegar a ser. Siguiendo esa bifurcación, la metáfora de Hamlet, calavera en mano, remite  ineludiblemente a los versos de  don Antonio Machado cuando evoca la imagen de un  hombre consagrado a contemplar “El vacío del mundo en la oquedad de su cabeza”.
Mientras la literatura es espejo de azogue, de agua o de palabras, la filosofía opta por la  figura del laberinto. Aquí la vida no  solo es relato: es ante todo un viaje iniciático desde el oscuro corazón del individuo hacia las incertidumbres del afuera. Ese es el sentido último de la metáfora de la  caverna de Platón. Para conocer el mundo tal como es debemos abandonar la comodidad de la cavernaSi  ustedes se fijan con atención, ese viaje siempre debe hacerse  en soledad, con todos los riesgos implícitos en una aventura de esa índole. No hay guía ni gurú. Por eso  resulta  tan sugestiva la idea de la secta, el partido o la congregación: nos exime del riesgo de la búsqueda personal a través del laberinto. El precio, desde luego, es la renuncia a la libertad. Allí reside, entre otras cosas, la clave del éxito de  los caudillos y los mesías: la masa enajena su autodeterminación a cambio de la garantía de seguridad. Hasta hace unas décadas  ese ejercicio de alienación de la voluntad se hacía en la plaza pública. Hoy ni siquiera se necesita: para eso existen la publicidad y los medios de comunicación.
A la figura del espejo y el laberinto, el poeta William Blake añadió otra no menos inquietante: la puerta. En ella  se conjugan los dos primeros. Nos permite asomarnos a lo otro, pero conlleva también el riesgo de perderse una vez franqueada. No  especulaba  el músico Jim Morrison cuando eligió ese nombre para su banda: The  Doors. Al fin y al cabo la obra completa de Blake, como la de todo gran artista, es una invitación constante a adentrarnos en  ese juego perpetuo de espejos y laberintos que es toda vida digna de ese nombre. La  recompensa será ese conocimiento de   sí y del mundo que empujó a  Odiseo y a tantos otros a abandonar   Ítaca  para descubrir al final que su  aventura era en realidad una historia urdida por   Penélope para tratar de entender el  sentido de su propia espera.




jueves, 7 de noviembre de 2013

Mestizos




 Durante décadas nos vendieron la idea de Pereira  en  particular y del eje cafetero en general como una región de gusto musical unidimensional: según esa mirada, el único género capaz de decir algo acerca de nuestra condición de inmigrantes desarraigados era el despecho, ese cancionero consagrado  a recrear las historias de trenes a punto de partir, recolectores de café soñando con muñecas de tapa de revista,  parejas dedicadas a intercambiar dosis iguales de odio y amor, hijos incapaces de asimilar la pérdida de la madre o machos cornudos suplicando   una migaja de piedad. En otras palabras, nuestra cosmovisión fue amasada con la más pura materia del melodrama.
Para fortuna de todos, la vida acaba por desbordar esquemas y moldes, revelando de paso su inabarcable y a veces perturbadora diversidad. Dentro de sus manifestaciones la música ocupa un lugar central. No por casualidad, el periodista, escritor y hombre de radio Edison Marulanda bautizó a su programa de canciones, entrevistas y perfiles con el nombre de Cantando Historias: cada canción habla tanto del pasado personal como de los anhelos y temores de  un grupo social.
De  contar y cantar historias se  han encargado en los últimos años varios eventos  musicales que, sin proponérselo, dan cuenta de lo más valioso de nuestro patrimonio cultural: el mestizaje. Se trata del Festival  Sinfónico, el encuentro Convivencia Rock, el Concurso Nacional del Bambuco y la Fiesta de la Música. Si uno  se despoja de prejuicios puede sumergirse a fondo  en la amalgama de ritmos y relatos surgidos de un  encuentro entre culturas fértil y doloroso, como todos los encuentros entre seres vivos. De  los acordes de Mozart y Brahms a los   tambores del Chocó profundo, pasando por los aires melancólicos de la región Andina o las gaitas festivas y relatos  orales del litoral caribe hasta llegar a nuestra manera de interpretar el rock y el jazz, los cuatro eventos operan a modo de espejos enfrentados capaces de revelarnos nuestras múltiples identidades.
Porque las músicas, como todas las expresiones estéticas y culturales nos sirven ante todo para  reconocernos como partícipes de una aventura común. Cuando uno escucha al maestro Antonio Arnedo recrear la alegre melancolía de una canción  como Mi Buenaventura, del  viejo Petronio  Álvarez, entiende por  fin el tamaño de los lazos que lo hermanan con los cantos religiosos interpretados por los negros del sur de Estados Unidos, las cadencias  marineras del son cubano, el galope erótico y libertario del Candombe, la  añoranza  sin remedio de los latinos en Nueva York o Europa contada a través de la  Salsa   y la invitación abierta a hacer suya la memoria colectiva expresada en los  versos de los juglares vallenatos.
Descubrir  que no somos  unidimensionales no es poca cosa en un mundo donde la demagogia de los nacionalismos y los regionalismos pretende imponer la idea   de la  identidad como algo inmóvil, fosilizado en el tiempo y el espacio. La  verdad es otra: como los individuos, las sociedades  se transmutan. No por casualidad la  gastronomía  y la música son  metáforas recurrentes para expresar ese estado de cosas ¿Qué es, por ejemplo, el ajiaco, ese plato del altiplano cundiboyacense sino el producto del feliz encuentro entre distintas maneras de cultivar la tierra  y de gozar sus frutos? Con el paso del tiempo, en  esa receta coinciden ingredientes tomados de la tradición indígena, española y anglosajona. Prueben y verán. Igual  cosa  sucede con nuestra forma  de  hacer rock: gaitas, tiples, guitarras eléctricas, tambores, flautas de millo y charangos conviven en público concubinato como una manera de reconocernos hijos de la diversidad, es decir, resultado del cruce de muchas sangres y múltiples maneras de ver el mundo.
Así las cosas, el despecho no  constituye   la única  vía para expresar  una antología de dichas   y olvidos. Como tampoco lo es el bambuco o algún otro género en particular. Eso lo sabe muy  bien  quien haya disfrutado a fondo los eventos mencionados al comienzo. No somos el resultado del designio de algún poder político, económico o cultural.  Todo lo contrario: la aventura vital dadora de encuentros y desencuentros es la única responsable de esa particular manera de afirmarnos a través de los ritmos y letras, olores y sabores, memoria y creencias implícitos en el mestizaje

PDT : Les comparto enlace a la canción de Antonio Arnedo