Como buenos
hijos de un país de gramáticos, al final rectificaron: “quisimos decir otra
cosa, el propósito del proyecto no es ese, el texto resultó mal redactado”. En
resumen, el ponente de la iniciativa
liderada por los congresistas
Juan Manuel Campo Eljach, Diego Alberto Naranjo Escobar y Augusto Posada
negó que la idea contemplada en el proyecto de ley 001 de 2012 tuviera entre
sus objetivos imponer alguna forma de censura o prohibición al ejercicio de la
parodia o imitación de personajes públicos como forma de expresión política y
artística.
Pero los temores
quedaron en el aire. Después de todo habitamos un país donde cada cierto tiempo
algún vocero de la caverna más oscura
sugiere la posibilidad de revivir el delito de opinión como mecanismo de
control de las conciencias críticas y con él las distintas expresiones de ese
liberador ejercicio de salud mental y social que es el humor,desde las
caricaturas hasta los más lúcidos aforismos.
Ustedes conocen
la escena. “¿Acaso no sabe quién soy yo?” le grita el político, el empresario,
la actriz, el músico o el deportista célebre al representante de la autoridad
cuando lo sorprende en alguna
irregularidad o a sus colaboradores
cuando no lo atienden con la reverencia que cree merecer. Todos ellos padecen
de un mal peligroso: carecen del sentido del humor y la ironía. Por eso se toman demasiado en serio a si
mismos. En otras palabras, olvidan su frágil condición mortal, su carácter de
briznas susceptibles de ser borradas por el más leve temblor del aire.
Cuando esa
condición es puesta a prueba por la sátira, la parodia, el sarcasmo, la ironía
o alguna otra forma de humor algunos poderosos montan en cólera,
ordenan una leva... o radican un proyecto de ley para prohibirlas. Poseídos por esos raptos
olvidan algo muy sencillo: si tuvieran la lucidez y la capacidad para burlarse
de sí mismos no se verían involucrados
en situaciones tan patéticas y no
tendrían que salir a rectificar cuando les llueven los cuestionamientos. Al fin
y al cabo, el buen humor, el fino humor es hijo inevitable de la inteligencia.
Proscribir la
risa siempre ha sido una tentación para los regímenes totalitarios. Si a algo
le teme el poder absoluto en este mundo es a la
capacidad de la irreverencia para corroer sus pedestales, para poner en
duda la misma lógica de sus designios. Alguien empecinado en mostrar nuestras
debilidades y contradicciones resulta siempre
peligroso. Por eso individuos como Mao, Stalin, Hitler o Franco, que
reemplazaron la risa clara por una
sonrisa velada diseñada en los talleres del infierno persiguieron con especial
saña a los humoristas, a esos tipos
capaces de desbaratar toda pompa y solemnidad con el más leve guiño,
recordándole de paso a la grey que el
emperador está desnudo.
Hace más de una
década, el entonces presidente Andrés
Pastrana sufría una pataleta cada vez
que los humoristas del programa radial
La Luciérnaga la tomaban con sus yerros. Fue tanta la presión ejercida, que en un acto de
servilismo- de pragmatismo empresarial, dijeron algunos- la cadena radial
Caracol acabó plegándose a los deseos
del mandatario. El hecho le costó el
cargo al periodista Edgar
Artunduaga, encargado de disparar los
más agudos dardos. Pero el tiempo acabó
dándoles la razón a los libretistas: la política contemporánea tiene muchas cosas en común con el circo como para que alguien en su sano juicio
se la tome en serio . “Si no fueran tan temibles nos darían risa/ si no fueran tan
dañinos nos darían lástima” canta el poeta catalán Joan Manuel Serrat en
uno esos versos suyos sembrados de ironía. Esa ironía
imprescindible para sobrevivir en medio del cinismo y la
desfachatez que rondan hoy el ejercicio de lo público en todas partes.
Allá por el año
423 antes de Cristo, el comediógrafo
Aristófanes se vio envuelto en
líos con los emisarios del poder. Consideraban riesgosa esa socarrona mirada
suya sobre los asuntos revestidos de
solemnidad, empezando por los razonamientos de Sócrates. Siglos después
le sucedería a escritores del talante
de Jonathan Swifft o Ambroce Bierce. En esa
feria de las vanidades llamada Hollywood
Groucho Marx padeció lo suyo por su negativa a tomarse en serio a los
integrantes del Panteón. De modo que nada tiene de original la iniciativa de los legisladores colombianos, aunque hayan podido rectificar a tiempo, alertados tal vez por la oleada de risas que se les echó encima.