jueves, 27 de noviembre de 2014

La soledad del atleta



                                                     Fotografía : El Tiempo

 Cuando  escuché la noticia no lo podía creer: el 19 de  noviembre  de 2014 se realizaría una subasta de arte con el fin de recaudar fondos para la tenista  Catalina Castaño,  quien afronta un doloroso  y costoso tratamiento contra  el cáncer de seno.
¿Cómo? ¿Ni siquiera los deportistas de ese nivel cuentan con una seguridad social y una pensión que les permita  acceder a un retiro digno? “Pues no”, me respondió el periodista Andrés Botero después de asistir a la rueda de prensa  donde se dieron a conocer detalles del drama de la deportista. A pesar de  haber representado a Colombia en decenas de torneos, su caso  solo mereció el “apoyo moral” de Coldeportes, el ente oficial encargado de planear, organizar y ejecutar el  derrotero de las distintas disciplinas practicadas en el país a través de las respectivas ligas.
Alguien podrá decir que los deportistas de  ese tipo ganan mucho dinero, incluso en Colombia, donde el tenis  todavía  no es un deporte de  aceptación masiva. Cierto, pero lo mismo puede decirse de los congresistas y es bien sabido que estos reciben un tratamiento  distinto.  Por supuesto, está el hecho de que estos últimos diseñan las leyes que habrán de  beneficiarlos, pero eso ya es otro cuento.
Lo que nadie conoce  es que en el caso del tenis los deportistas deben restar de los honorarios recibidos  altas sumas destinadas al pago de hoteles, transportes y otros gastos  propios de su actividad. Pero además deben cumplir, como todo ciudadano digno de ese nombre, con el pago oportuno de los impuestos en Colombia y en los lugares donde  recibieron sus honorarios y premios.
De modo que cuando se desencadena una situación como la de Catalina Castaño cualquier presupuesto resulta  escaso para atender un tratamiento largo y de alto costo.


Es aquí donde surge una pregunta :  si eso pasa con  una  deportista reconocida, cuyos  logros han sido aprovechados para promocionar la imagen del  Estado y de empresas como Colsánitas ¿ qué puede esperarse en deportes como el boxeo o el levantamiento de pesas , practicados casi siempre por personas pertenecientes  a  sectores  marginados  de la sociedad, que precisamente por eso  ven allí una posibilidad de redención  personal y familiar? Cuando le consulté a un funcionario del sector, que me pidió no revelar su nombre, la respuesta no pudo ser  más desalentadora: “Muchas veces los deportistas no solo viajan a los  torneos con recursos gestionados por sus propias familias, sino que lo hacen en el más completo desamparo: ni un seguro de transporte ante la eventualidad de un accidente  y menos una póliza  que cubra  los riesgos de una lesión  durante las competencias. Y eso sucede tanto  en el ámbito local como en el regional o incluso internacional, aunque mucha gente no lo crea”.
Inútil sería preguntar aquí por el papel de las ligas, cooptadas todas por  la burocracia y la politiquería. Mucho menos por la aplicación de las leyes, de por sí abundantes en este país de timadores y leguleyos. Pero eso sí: cuando uno de esos muchachos conquista una medalla de cualquier cosa o corona un premio de montaña, la histeria se desata desde los medios de comunicación para encenderse después entre las multitudes que  corean el nombre del ganador de turno, mientras los lagartos se pelean a codazo limpio un lugar  en la foto. Como es de rigor en estos casos, al día siguiente se habrán olvidado de ellos.


¿Por dónde empezar entonces a resolver el problema? Creo   que un buen comienzo sería depurar  esas ligas en las que vegetan y envejecen personajillos  enquistados sin un horizonte  distinto al de sus ambiciones de poder  y las de las camarillas que representan.  El paso siguiente implicaría la revisión de la idoneidad de quienes llegan a esos  cargos y  para eso se necesita de una veeduría integrada por representantes de los mismos deportistas.  En un país huérfano de ciudadanía eso sería  además un buen ejemplo para otros sectores de la sociedad. Nada se pierde con intentarlo. De paso  contribuiríamos a mitigar un poco la  hasta hoy inapelable soledad de nuestros atletas.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Tiempo de rock


                                                                      
                                                                  Para Gustavo Orozco  Restrepo
                               
“Ray Lomas era el último de los  viejos roqueros”, escribió hace casi medio siglo Ian Anderson, el líder de la banda de rock sinfónico inglesa Jethro Tull.  A  juzgar por el ritual que he visto repetirse  en las sucesivas ediciones de Convivencia Rock, el  festival que convoca cada  año desde Pereira a los amantes del género, el último de los viejos roqueros  renace  siempre con la obstinación del Ave  Fénix.
El poeta Joan Manuel Serrat declaró  hace mucho tiempo que llevar a sus  hijos al circo era en realidad un pretexto  para llevarse a  sí mismo a ese rincón perdido de su infancia encantada. Algo parecido me sucede cada vez que acompaño  a mi hija adolescente a  ese ritual en el que durante tres días  varias generaciones se sumergen en una especie de mar de lava, para salir de allí más livianas y despojadas de  la capa  de mugre que dejan en el alma y la piel las experiencias cotidianas.
El sábado 15 de noviembre recién caía la noche cuando la banda pereirana Mephisto saltó al escenario del parque Olaya Herrera. Le dedicaron su intervención al poeta Héctor Escobar Gutiérrez, fallecido unas semanas atrás. Cuando reprodujeron la grabación en que el escritor lee sus propios versos reafirmé mi convicción de que, a su manera, el buen rock es también un género literario. De allí en adelante se sucedieron agrupaciones  exponentes de las distintas  corrientes de  una música que  no para de reinventarse, como una forma de responder a quienes llevan varias décadas anunciando  su muerte. Desde el metal más extremo  hasta el blues de  Carlos Elliot Jr, todas las corrientes encontraron  un público entusiasta y respetuoso: si a alguien no le gustaba la banda o el tipo de música, se limitaba a esperar  la siguiente.


Hace un año, cuando después del festival 2013 escribí una breve  crónica del evento titulada Es solo rock and roll, durante  un mes  seguido recibí a través del correo electrónico notas admonitorias de  varias personas que  parecían en realidad una sola, a juzgar  por el tono y el estilo de sus textos. Tras una breve introducción  adjuntaban archivos con artículos de varios “expertos” en los que se mostraban los supuestos argumentos para probar que detrás  de las distintas manifestaciones del rock se esconde en realidad una conspiración luciferina.  Nunca deja de sorprenderme la solemnidad   y falta de sentido del humor de esas personas incapaces de  leer  y asumir  las expresiones artísticas en su contexto simbólico.  En  realidad  lo que me parece diabólico es la  facilidad  con que muchos adultos son capaces de llegar a su casa a destruir los discos de sus  hijos y arrancar de las paredes de sus cuartos los carteles con la imagen de sus grupos favoritos. Como no quiero redundar sobre el asunto, reproduzco aquí  la conversación  escuchada  a la entrada del parque Olaya Herrera entre una joven madre y su hijo de unos  cinco años que pasaban por  el sector:
- Quedémonos , mamá. Quiero escuchar la música.
- ¡No, no y  no! Esa es la música del Diablo.
- Por eso mamá: ¡ a mi me gusta la música del Diablo!


 Anécdotas aparte, si algo ha  conseguido este festival en muy poco tiempo es recuperar el respeto por los gustos  y el sentir de los otros en una sociedad  proclive a la descalificación, cuando no  a la agresión  física ante las inclinaciones ajenas. Eso para no hablar de la calidad de unas agrupaciones integradas  en muchos casos por músicos mayores de cincuenta años que llevan más de  una treintena  dedicados a la creación y a la actuación, lo que los ha llevado a un perfeccionamiento de su arte  digno de admiración. Debe ser por eso que cada año  peregrinos de  distintas  regiones de Colombia desempolvan sus morrales y se hacen al camino cuando a través de las redes sociales alguien les anuncia que en Pereira es tiempo de rock.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=H8uUh1xsL14

jueves, 13 de noviembre de 2014

El lujo de pensar




 Cuando  me invitaron a orientar una charla sobre el libre pensamiento me asaltó una inquietud: ¿no es eso redundante? Por definición, el pensamiento es libre o no  es nada.  Al fin y al cabo, el pensador es alguien que se lanza a la aventura de hacer su propio camino, como bien lo expresara don Antonio Machado en sus celebrados versos.
Existen, sin embargo, redundancias necesarias. Sobre todo en estos tiempos, cuando Twitter en particular,  y las redes sociales en general, le han devuelto al concepto  de seguidor su antigua connotación apostólica. Tanto, que para  muchos cibernautas  la  noción del propio ser depende del número de seguidores o del prestigio y el peso social de aquellos a quienes siguen. Adolfo Rojas, un experto en psicología social, me explica que son cada vez  más numerosos los casos de  personas que se deprimen porque el número de sus seguidores no aumenta o, peor aún, disminuye en caída libre.
En contravía de esa tendencia- otro concepto caro al lenguaje digital-  pienso que un librepensador es alguien que  se  resiste a tener seguidores y, por eso mismo, se niega seguir a alguien. Prefiere a cambio, adentrarse en las aguas  inciertas de la vida para tratar de encontrarse a sí mismo. Si acierta, podrá bajar tranquilo al sepulcro. Si se equivoca, es asunto suyo. En eso consiste el desafío.  Siempre forjará su propia ruta de viaje desde el mundo y sus contradicciones. No desde doctrinas o verdades reveladas.


Porque lo más opuesto  al librepensador es el militante.  De cualquier cosa: una iglesia, una secta, un partido, una cofradía o un club. Resulta más cómodo encomendarse  a un caudillo, un gurú o un profeta.  Serán otros los que nos entreguen las respuestas. Eso nos exonera del esfuerzo de salir a buscarlas. Pero el precio será devastador: la alienación del propio ser. Es decir, la renuncia al lujo impagable de pensar.
Desde luego, no me refiero a esa noción idealizada de la libertad, aprendida en los manuales anarquistas, más próximos  a las visiones místicas que al uso de  criterios sólidos  para interrogar el universo y actuar en él.  Pienso más bien en  el combate contra toda actitud vicaria o epigonal que  nos convierta en replicantes de algún tipo de poder, tanto más nocivo cuanto más seductor. Y eso sí es cuestión de vida o muerte. Si renunciamos a la autonomía para obtener tranquilidad o disminución del radio de incertidumbre enajenamos  la posibilidad de inventar  una existencia a nuestra propia medida.  Dejaremos de ser pastores de las propias ideas para convertirnos en rebaño de las ajenas.


 Y no se trata de que el librepensador  se empecine en ser original, como sugieren algunos contradictores. Ser hereje no es un propósito: es el resultado  ineludible de sus búsquedas.  Apartado de la masa, un día se descubre solo en el bosque y sabe que ya no hay marcha atrás.  De allí en adelante le  queda el camino a modo de compañía En ese momento se vuelve peligroso. Otros sabrán que sí es posible y lo intentarán a su manera. No siguiendo el camino del librepensador, sino  inventando el propio. Eso es  lo que, en últimas, lo vuelve peligroso y lo diferencia del caudillo o el gurú: para regresar a estos al redil basta un buen soborno o un sitial en el  palco de los elegidos. Nada más fácil. En cambio, quien se busca solo puede marchar  hacia adelante. Si mira atrás puede sucederle lo que a la mujer de Lot, porque como lo dijera el personaje de Los demonios, la colosal novela de Heimito Von Doderer: “ Cuando una imagen te gana y te hace preso, te despoja del resto de las cosas del mundo y quedas desamparado”.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Sonata de otoño




 Como las reales, las ciudades inventadas tienen su propio peso específico. El de Chernopol está determinado por la suerte de risa eterna que les sirve a sus habitantes para eludir la certeza de su propia disolución, que es la misma del Imperio austrohúngaro. El señor Tarangolian, prefecto de la ciudad, sabe que los disparos de Gabrilo  Princip, que acabaron con la  vida del heredero al trono , Francisco Fernando, fueron apenas  la última  vibración de una onda expansiva empujada por lo que se ha dado en denominar  “ Las fuerzas de la Historia”.
Esa  onda  echa por tierra el destino  de hombres como el mayor Tildy, uno  de esos  guerreros   capaces de dar la vida por nociones como el honor, el valor y la dignidad es decir, los mismos que el capitalismo triunfante se dispone a  extirpar. Desterrado fuera del tiempo y el espacio, el soldado muere arrollado por un tren, justo cuando cree haber encontrado la redención en los brazos de una joven prostituta. “Así  vamos todos por el mundo, ignorantes de que, en últimas, vivir   no es otra cosa que  caminar al encuentro de la propia muerte”, nos dice el narrador, una especie de voz en sordina que intenta recuperar los recuerdos de la infancia como una manera de exorcizar los demonios  que conducen su propio mundo hacia el olvido.


Ese tono de  melancolía crepuscular  cruza las páginas de Un armiño en Chernopol, la novela del escritor austríaco  Gregor von Rezzori. Emparentado  en espíritu con escritores de la estirpe  de Tomas Mann, Robert Musil, Joseph  Roth y  Heimito von Doderer, el autor convoca los poderes de la memoria  y la poesía para ayudarse-   y ayudarnos – a soportar lo que  experimentan un hombre y una comunidad cuando las cosas que le daban sentido a la vida se van a pique.
Algunos de los protagonistas acuden al viejo recurso del amor  en el sentido absoluto que le daban los románticos, para descubrir muy pronto  que “ Nuestros deseos se apagan. Pero el que conserva más allá de la infancia esa angustiosa necesidad de ternura, será uno de los desdichados escogidos que están y estarán siempre enamorados”. Uno de ellos  es el mayor Tildy, siempre dispuesto a batirse en duelo por unos principios que son el hazmereír de sus colegas, entregados de lleno al cinismo.
Quines viven en Chernopol se saben habitantes de una ciudad de ilusión. Así lo  intuye  Madame Artonóvich, profesora de danza clásica de la hermana del narrador, cuando expresa que “ Un día, los viejos campos de pastoreo amanecen sin hierba y tenemos que buscarnos otros, como eternos nómadas que somos, incapaces de cultivar  nuestra parcela”.
Como todos los mortales, para curarse la  desazón algunos apelan al sexo en su más pura crudeza, para descubrirse más solos que nunca  después de cada cópula.  Por su lado, el viejo Pashkano, una especie de  espíritu primitivo se aferra a su ambición   materializada en un diamante al que le ha puesto un nombre premonitorio: “Corazón  de hielo”. A su vez, ignorantes de su condición de instrumentos , las hordas de jóvenes  pintan cruces gamadas en los muros, como irresponsables  heraldos del infierno que se avecina.


Mientras  eso sucede, el narrador intenta excavar  en los recuerdos de infancia como expresión del paraíso perdido de la comunidad.  Al igual que todos los nostálgicos, acaba por descubrir que su reino de ensueño nunca existió, y lo expresa en  una sentencia lapidaria: “Al abandonar la infancia siente lo mismo que cuando descubrió que las rosas de la imagen de la virgen en la iglesia del Corazón de Jesús estaban hechas de papel crepé  polvoriento  y descolorido.”
El armiño, para algunos símbolo de pureza y refinamiento, deviene entonces símbolo de la destrucción. Así se lo dice su borracho cuñado al mayor  Tildy, en uno de los momentos demoledores de la novela : “ El mundo, señor, es  oscuro y húmedo como el culo de un viejo pedorro”. Solo entonces, el soldado aprende que  la vida entera es una broma . Incluso un esqueleto es una broma: la broma macabra de un hombre. Por eso ríen sin remedio los habitantes de Chernopol.

PDT :  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada