jueves, 26 de junio de 2014

Bueno es culantro...




 “Bueno es culantro...pero no tanto”, dicen en algunas regiones colombianas para referirse a una situación que  en principio les resultó novedosa y atractiva, pero muy pronto se tornó pesada hasta la náusea.
Eso es lo que ha empezado a sentir un creciente sector de la sociedad frente a las andanadas y vituperios del expresidente Álvaro Uribe cada vez que algo no le gusta o no corresponde a la  medida de sus intereses. Incluso muchos de quienes  en principio respaldaron a rajatabla sus prejuicios convertidos en doctrina política rondan ahora los límites del hastío.
Bien sabemos que la obsesión del poder constituye una de las formas extremas de locura. Tanto, que quienes la padecen se pasan la tercera parte de la vida tratando de alcanzarlo. Una vez obtenido dedican otro tanto a conservarlo. Y cuando lo pierden consagran lo que les resta de aliento a recuperarlo a cualquier  precio. Abran  un libro de Historia y encontrarán miles de pruebas.
Pero lo de este hombre ha superado todos los límites. Buen comunicador y encantador de multitudes, como corresponde a la tradición culebrera paisa, ha sabido aprovechar como nadie el poder multiplicador de las redes sociales para mantenerse en boca de la gente, y sobre todo en los primeros planos de los medios de comunicación. 


Como estos últimos viven en esencia del escándalo, todo lo que el hoy senador publica en Twitter es  replicado y acentuado hasta la exasperación. Los 140 caracteres parecen un formato hecho a la medida de su  megalomanía: no hay que pensar mucho y, en su defecto, las  emociones atávicas se  encienden con facilidad,  desatando una reacción en cadena imposible de controlar. Palabras como patria, bandidos y traidores tienen la capacidad  casi mágica de despertar lo más primario del ser nacional.
El 15 de junio, día de la segunda vuelta electoral en Colombia, fui testigo de un hecho singular.  Eran las seis de la tarde. Para un reportero de televisión la noticia a esa hora  no era el triunfo del presidente Santos y el consiguiente respaldo a sus propuestas de paz sino el silencio de  Uribe. El hombre examinaba la pantalla de su teléfono digital y miraba a su alrededor con el aire ansioso y desamparado de un adicto acosado por el síndrome de abstinencia. Incapaz de controlar su incertidumbre, se preguntaba  a qué horas se pronunciaría el artífice electoral del partido Centro Democrático. El asunto resultaba claro: por alguna razón, el periodista necesitaba y esperaba el trino del expresidente.


Por esos motivos, como  me cuento entre  quienes piensan desde hace muchos años que   la veneración  despertada por  Uribe en  un sector de la sociedad obedece a su capacidad para    encarnar las facetas más irreflexivas del ser nacional, me atrevo a formular  una propuesta, que empezaré a poner en práctica en mi blog: que los medios, los caricaturistas y los ciudadanos  dejen de hacer las veces de caja de resonancia de sus declaraciones, insultos y amenazas. Tal vez así consigamos que algún día, abrumado por tan ensordecedor silencio, decida  retirarse a apacentar vacas en su hacienda El Ubérrimo y podamos  iniciar un nuevo capítulo de la vida  nacional, esta vez sin su sombra.

jueves, 19 de junio de 2014

Piadosos




 “Ante le ausencia de Falcao García tenemos  toda la fe puesta en la capacidad goleadora de Teo”, le escuché decir a un comentarista deportivo, excitado por la llegada de la hora cero en el mundial de fútbol.
Al paso, recordé que Teo quiere decir Dios y de inmediato pensé en las fatigas que deberá pasar la ignota divinidad, sometida a iguales peticiones por parte de periodistas y fanáticos de los  treinta y dos países participantes.
“No seas menso”, me  reprendió mi hija adolescente, enfundada en una camiseta amarilla con el nueve  a  la espalda, “el señor habla de Teófilo Gutierrez, el goleador”.
Ah, bueno, me dije. Al menos Jehová, Alá, Yaveh o Changó no tendrán que ocuparse del caso colombiano: bastante tienen con observar impávidos cómo dos facciones del infierno se disputan el poder político en esta República tropical con ínfulas primermundistas.
Siempre  me ha fascinado lo mucho que de plegaria tienen las palabras y las frases pronunciadas entre signos de exclamación: son algo así como la petición urgente de un bote  salvavidas en medio de un océano embravecido. Por eso, hice un recuento de las imágenes multiplicadas por los medios desde ese Jueves Santo 17  de abril en que el autor de El otoño del patriarca decidió despedirse de este mundo en olor de santidad. ¡Gabo! ¡Gabo! gritaban los niños en las escuelas, aunque ni siquiera sus profesores hubieran leído una sola línea de su obra.
¡Nairo! ¡Nairo! Repetían unas cuantas semanas después miles de ciudadanos  apiñados frente a las  pantallas de los televisores, mientras un  super héroe boyacense ascendía en cuerpo y alma a los cielos a punta de pedal.


Ahora solo falta una horda desatada gritando ¡Teo!¡Teo! y tendremos el cuadro completo: la expresión  piadosa y profana de la desesperación colectiva traducida en ídolos que suben  a los altares para ser derrocados una semana después.
Ustedes me dirán que así ha sido siempre  en todo tiempo y lugar.  Les  concedo  toda la razón, pero en la Colombia reciente esas formas  de histeria  desmedida son también el síntoma de un profundo sentimiento de orfandad. “Todos buscamos el madero de la talla exacta de nuestro naufragio” sentenció el poeta. Descuadernados y a la deriva los habitantes de este rincón de la tierra nos arrojamos  en brazos de todo lo que  nos parezca un  asidero. No por casualidad, medio país sigue gravitando al ritmo de las bravuconadas y consignas de un caudillo con sombrero. “¡Uribe! ¡Uribe” repetían en coro  el domingo 15 de junio varios vecinos de mi vereda, con el fervor de quien recita un mantra religioso. Y el fulano en cuestión ni siquiera era candidato a cargo alguno.


Como a muchos de ustedes, a mi también me apasiona el fútbol. Admiro  el coraje  de esos ciclistas  que desafían  las leyes de la física a bordo de su vehículo juguete.  Leo  a García Márquez desde que un inolvidable profesor de literatura llamado Alfonso Mahamud me reveló  sus prodigios. Pero se me ocurre que las últimas expresiones de  fervor  nacional tienen algo de  angustiado. Cómo si hubiésemos perdido la brújula y quisiéramos encontrarla entre el revoloteo de una miríada de mariposas amarillas de papel, en la camiseta rosa de un campeón, en las frases huecas de un demagogo o en  el incierto botín de un goleador. Mientras tanto, afuera sigue la vida y exige de nosotros esfuerzos de inventiva, solidaridad y coraje que van mucho más allá de espontáneas y patéticas formas de piedad.

jueves, 12 de junio de 2014

Desinflados






Al principio creí que se trataba  de una conversación entre tratantes de ganado, pero no: eran dos padres de familia hablando del futuro de sus pequeños hijos matriculados en una escuela de fútbol. El asunto era así:
- Ese muchachito mío es todo un crack. Un par de años más y se lo vendemos, como mínimo, a  River Plate de Argentina. Después ya  será pan comido  llegar a Europa.
- El mío ya lo tenemos hablado con un empresario para llevarlo al Brasil. Luego dará el gran salto a las grandes ligas.
Ah, carajo. Esto debe ser lo que llaman amor  paternal, pensé, mientras los progenitores se alejaban enfrascados en una discusión acerca de  cuál de los vástagos  alcanzaría más temprano la gloria.
 En eso se convirtió el  deporte que una vez los brasileños bautizaron como O jogo bonito: en un negocio de compraventa  controlado por mafias internacionales que rondan  todo el tiempo el delito de  trata de personas. Tanto, que  existen en  Europa organizaciones sociales dedicadas a rescatar de las calles a miles de  niños y jóvenes abandonados  por los empresarios cuando fracasan  en su intento de ingresarlos  a un equipo de ese continente.

Hipnotizados por el resplandor de eventos como la Liga de Campeones o el Mundial de fútbol, donde la  publicidad, el mercadeo, la especulación y la farándula acaban por opacar la belleza del juego,  ni aficionados ni   familias se detienen un solo segundo a plantearse la posibilidad del fracaso: gravitando entre el deporte y el modelaje, los  futbolistas  aparecen rodeados de un aura que impide pensar en los tortuosos   caminos transitados por esos hombres  antes de alcanzar el  pedestal que hoy ocupan en la imaginería  planetaria.  Pero la vida tiene su propia manera de dar lecciones.


Hasta el último minuto, los aficionados colombianos esperaron la noticia  sobre la participación de Radamel Falcao García en el Mundial de Brasil. Lo hacían por puro fervor, a pesar de conocer desde un comienzo los detalles sobre la gravedad de la lesión sufrida por el delantero a comienzos de año. Lo que no pudieron  o no  quisieron imaginar fue el ambicioso entramado de poderes que pretendían, contra todo diagnóstico clínico,  forzar la presencia del jugador en el evento para  salvar millonarios contratos de publicidad pactados, entre otras, con empresas  fabricantes de maquinillas de afeitar o proveedoras de televisión por cable. Poco importaba si se ponía en  riesgo el futuro deportivo del  futbolista,  sujeto todo el tiempo al riesgo de una recaída en su lesión ,  por falta de una recuperación adecuada. En un caso inusual, el jugador optó por la sensatez y podrá así continuar con  su   tratamiento de rehabilitación.
Como el suyo, son decenas los casos. Obligados a  participar en toda suerte de torneos organizados por el  omnipresente cartel de la Fifa para multiplicar  sus ingresos por publicidad y derechos de televisión, los  jugadores  se ven sometidos a un desgaste que acaba por pasarle cuentas al cuerpo.  Hasta ese atleta completo que es Cristiano Ronaldo  lucía  cansado y poco deseoso de  arriesgar las piernas en los juegos finales del torneo español  y en la etapa decisiva de la Liga de Campeones. Fatiga de los materiales llaman a eso en el lenguaje de la mecánica.


Ese es  el lado oscuro  tras las candilejas. A esa faceta del  negocio de fútbol deberían  echarle un vistazo quienes esperan encontrar en las canchas  una forma de redención social y económica. A lo mejor de allí puedan derivar  alguna suerte de lucidez. O al menos  la suficiente para no acabar  a la mitad del camino desinflados y desechados como un balón que ya no responde a las expectativas de la estrella o el magnate de turno.

PDT : a propósito de jogo bonito, les comparto enlace a esta hermosura.
 https://www.youtube.com/watch?v=B48AruPfEtA

jueves, 5 de junio de 2014

Arte numérico





¿Alguna  vez les ha  pasado que la lectura de un libro no los deja dormir?  Sucede que por estos días despierto a medianoche y me dirijo como un sonámbulo a la biblioteca, con el propósito de consultar asuntos tan dispares como:
Los números primos
Los números transfinitos
La decantación de los minerales
Los viajes en globo aerostático
La Revolución mexicana
La disolución del imperio austrohúngaro
La sodomía como forma de la experiencia mística
La revolución rusa de 1905
El  mundo  paralelo donde habitan los muertos
El universo  de cuatro dimensiones
La faceta mortífera de la luz
La cábala
La capacidad de estar en dos sitios al mismo tiempo, conocida como bilocación
Los arcanos mayores del Tarot
El tráfico de armas
Los años que precedieron a la primera Guerra mundial
La explotación minera en las fronteras de Estados Unidos y México
La composición química y física del espato de Islandia

Como supongo que su paciencia  tiene un límite suspendo aquí la relación de ingredientes- son muchos más- con los que  se cuece la novela Contraluz ( Against  the day), de Thomas Pynchon,  esa especie de hombre invisible de las letras que una vez enviara a un cómico a  reclamar  un premio literario que le había sido otorgado.
El relato empieza con una descripción de Los Chicos del Azar, una cofradía de jóvenes despreocupados y expertos en meterse en líos, planeando sobre el escenario donde se desarrolla la Exposición Mundial de Chicago, un evento  considerado por muchos como el gran hito de la revolución industrial. Viajan a bordo de un dirigible bautizado con el elocuente nombre de Inconvenience, donde los acompaña un perro agudo y mordaz llamado Pugnax. Tras abandonar  Chicago visitan el Londres  del final de la era victoriana, los Balcanes donde se desatará la carnicería de la primera  Guerra  mundial, la gélida Islandia cuna de extrañas leyendas, la estepa rusa donde al parecer acaba de caer un meteorito y las ruinas de una extraña ciudad  subterránea  ubicada en el Asia Central.
Para los místicos pitagóricos no existe diferencia alguna entre los números y  la experiencia religiosa: las dos son formas de acercarse al misterio, es decir, al abismo. A  la frecuentación de esos  abismos  dedican la vida los erráticos y algunas veces lúcidos personajes de esta novela.  De hecho, algunos de ellos piensan que  existe algo así como un lenguaje críptico, un código de la redención. Así como los cabalistas creen que el nombre secreto de Dios yace oculto en cuatro letras conocidas con el nombre de Tetragrammaton, Yashmeen, la más misteriosa de las mujeres que habitan la obra, está convencida de que no hay diferencia alguna entre el orgasmo y las visiones prodigadas por las intuiciones matemáticas. Por eso el propio cuerpo y el de los otros  es apenas   un instrumento para acercarse al rostro velado de su divinidad.


Los críticos de la Ilustración lo advirtieron  en su momento: la racionalidad absoluta es también una forma de locura. Y  algunos personajes de  Contraluz lo sospechan todo el tiempo. Ya se trate de los hermanos Traverse, algo así como una familia de pistoleros sabios, o de los anarquistas que pretenden  borrar del mapa a los poderosos del planeta, en todos ellos  alienta la idea de que tras el capitalismo y la técnica,  las mayores expresiones de la racionalidad moderna, subyace el propósito de suprimir lo humano. De hecho, en las lógicas de esos dos  mundos las personas son meros instrumentos, como lo recita todo el tiempo Vibe Scardale, algo así como la personificación del capital. No por nada es el resumen de lo que los  Traverse y otros utopistas quisieran erradicar de la faz de  la tierra. Todos ellos parecen hacer suya la consigna del troyano Eneas en La Eneida de Virgilio: “Solo hay una salvación para los vencidos: no esperar salvación alguna”.
Pero no solo  Los Chicos del Azar ostentan la condición del Judío errante. De hecho todos los personajes de la novela están signados por el desarraigo.  Desde los magnates para los que la única patria es el dinero, hasta esa legión de espías, científicos, buscadores de oro, magos, traficantes y toda suerte de aventureros que conforman el coro de esta perturbadora saga. Todos, sin excepción, huyen o van en busca de algo. Es decir, como todos los seres humanos. Solo que para  los protagonistas de esta historia, que es en realidad el cruce de muchos relatos,  los goces escasos y los sufrimientos sin límites siempre vienen por duplicado.


Y aquí entra en juego el espato de Islandia. Se trata de una calcita transparente romboédrica  cuya particularidad  óptica consiste en la doble refracción: produce imágenes duplicadas de los objetos. El curioso mineral deviene entonces metáfora del destino. Siempre existe la sospecha de una puerta  hacia una realidad  paralela en la que las cosas fueron, son o pueden ser de otra manera. La clave está en la luz, o en el tiempo, que es uno de sus avatares y por eso, a su modo, todos buscan  el método para arrebatarle sus secretos. Para ello eligen muchos caminos: el dolor, la poesía, los números, el sexo,  la utopía, la, magia, el poder, el crimen, el dinero, la intriga… o la muerte que puede significar  no el  final sino el principio de todo.
Las 1320 páginas de Contraluz suponen un viaje al extremo de las obsesiones de Pynchon: la mente como un territorio  lleno de iluminaciones  y por lo tanto de peligros. Las múltiples formas  de poder como expresión suprema del mal. Los Estados Unidos como habitáculo de la locura. El sexo como una frágil  y al final inútil vía de redención. El capitalismo en tanto instrumento de alienación. La estupidez sin remedio de la masa. El  sinsentido de la Historia. Los precarios consuelos del amor. En fin,  que nada humano es ajeno a la ácida y delirante  pluma de este autor que, entre otras cosas, se formó como ingeniero y por lo tanto sabe que, en  muchos sentidos, la gran literatura es también un arte numérico.