¿Es posible conocer la realidad?
¿Existe una conexión entre el lenguaje y
las cosas? ¿El lenguaje define sus propios límites? ¿Es el Yo una ficción sin asidero en la realidad?
Dada la condición de su objeto de
estudio: “El mundo”, la lista de preguntas que se formula la filosofía puede
hacerse infinita, puesto que todo interrogante digno de ese nombre solo puede
conducir a otra pregunta. Es decir, a
una aporía: un callejón sin salida.
En la obra Seduciendo al seductor, Filosofía y sujeto, de Diego Fernando Jaramillo, las aporías son
seis y corresponden a igual número de pensadores: Descartes, Locke, Kant,
Hegel, Husserl y Wittgenstein, es decir, cuatro siglos de pensamiento formando
un arco que cubre el desarrollo de La ilustración hasta las últimas
revoluciones tecnológicas.
Uno de los problemas de los manuales de filosofía
reside en su empeño en reducir a una frase sacada de contexto todo un sistema
de pensamiento, es decir, una herramienta para tratar de comprender el mundo en
un recorrido que va de la cosa al fenómeno y del yo al devenir.
Buen maestro como es, Jaramillo
emprende el camino inverso. Quiere ir a la raíz, y por eso parte de Descartes y
su conocida premisa “Pienso, luego existo”. Surge entonces la primera cuestión:¿
Constituye en sí mismo el pensamiento una prueba de existencia? A todas luces,
no: para ello se hace necesaria una conciencia que se piense a sí misma.
Suspendidos sobre el vacío, debemos entonces recurrir tanto a Husserl y su idea
de una conciencia vuelta sobre sí misma accediendo así al sentido, como a
Jhon Locke y su intuición del Yo como
una necesidad del pensamiento, que requiere algo en lo que sostener las cualidades y los accidentes.
El autor de
Seduciendo al seductor
sabe que poco o nada nuevo se puede
añadir al legado de los autores
abordados. Dueño de esa certeza, asume entonces
una tarea propedéutica: ayudarnos a
identificar las claves y códigos
que soportan la estructura postulada por
esos filósofos.
De ahí que una relectura de
la Crítica
de la razón pura suponga otro camino
para interpretar a Descartes. Si no podemos
conocer las cosas en sí, debemos atender a sus manifestaciones, es
decir, a los fenómenos. De la observación de las relaciones entre estos surge
el entendimiento. Algo parecido acontece con la noción del ser. No podemos conocernos a nosotros mismos,
solo a nuestra representación. Dicho de
otra forma: la manera como aparecemos ante nosotros mismos.
Por momentos, cruzamos los
terrenos de la sicología: el Yo, el ancla que en teoría nos fija en el mundo,
en el reino de los fenómenos, sería
apenas nuestro propio relato: un juego de espejos, o mejor, una secuencia
parecida a las fugas musicales, que solo pueden avanzar volviendo todo el
tiempo sobre sí mismas.
Y entonces arribamos a las
preguntas sobre el lenguaje, causa y fin de las reflexiones de Ludwig Wittgenstein. En su acepción corriente, las
palabras serían marcas impresas sobre las cosas, pero no expresan, no dicen las
cosas. “Entre el pensamiento y el mundo existe una conexión lógica y el
conocimiento de esa conexión lógica solamente se determina a través de la
expresión del pensamiento, que es el lenguaje”, nos dice Jaramillo, repensando
a su vez a Wittgenstein, lo que supone un gran salto desde el Pienso, luego
existo inicial.
Traducidas a números, son
doscientas tres páginas las utilizadas por el autor para ese tránsito, desafío
que en el mundo de las ideas no es, desde luego, cuantificable. Por eso, las
aprovecha muy bien para invitarnos a emprender un camino que al final nos
ofrecerá como recompensa un aparente
callejón sin salida, es decir, la esencia misma de todo proyecto filosófico.