jueves, 26 de noviembre de 2015

Callejón sin salida




¿Es posible conocer la realidad? ¿Existe una  conexión entre el lenguaje y las cosas? ¿El lenguaje define sus propios límites? ¿Es el  Yo una ficción sin asidero en la realidad? Dada la  condición de su objeto de estudio: “El mundo”, la lista de preguntas que se formula la filosofía puede hacerse infinita, puesto que todo interrogante digno de ese nombre solo puede conducir a otra pregunta. Es decir,  a una aporía: un callejón sin salida.
En la obra Seduciendo al seductor, Filosofía y sujeto,  de Diego Fernando Jaramillo, las aporías son seis y corresponden a igual número de pensadores: Descartes, Locke, Kant, Hegel, Husserl y Wittgenstein, es decir, cuatro siglos de pensamiento formando un arco que cubre el desarrollo de La ilustración hasta las últimas revoluciones tecnológicas.


Uno  de los problemas de los manuales de filosofía reside en su empeño en reducir a una frase sacada de contexto todo un sistema de pensamiento, es decir, una herramienta para tratar de comprender el mundo en un recorrido que va de la cosa al fenómeno y del yo al devenir.
Buen maestro como es, Jaramillo emprende el camino inverso. Quiere ir a la raíz, y por eso parte de Descartes y su conocida premisa “Pienso, luego existo”. Surge entonces la primera cuestión:¿ Constituye en sí mismo el pensamiento una prueba de existencia? A todas luces, no: para ello se hace necesaria una conciencia que se piense a sí misma. Suspendidos sobre el vacío, debemos entonces recurrir tanto a Husserl y su idea de una conciencia vuelta sobre sí misma accediendo así al sentido, como a Jhon  Locke y su intuición del Yo como una necesidad del pensamiento, que requiere algo en lo  que sostener las cualidades y los accidentes.


El  autor de  Seduciendo al seductor sabe  que poco o nada nuevo se puede añadir al legado de  los autores abordados. Dueño de esa certeza, asume entonces  una tarea propedéutica: ayudarnos a  identificar las claves  y códigos que  soportan la estructura postulada por esos filósofos.
De ahí que una relectura de la  Crítica de la razón pura  suponga otro camino para interpretar  a Descartes.  Si no podemos  conocer las cosas en sí, debemos atender a sus manifestaciones, es decir, a los fenómenos. De la observación de las relaciones entre estos surge el entendimiento. Algo parecido acontece con la noción del ser.  No podemos conocernos a nosotros mismos, solo  a nuestra representación. Dicho de otra forma: la manera como aparecemos ante nosotros mismos.
Por momentos, cruzamos los terrenos de la sicología: el Yo, el ancla que en teoría nos fija en el mundo, en  el reino de los fenómenos, sería apenas nuestro propio relato: un juego de espejos, o mejor, una secuencia parecida a las fugas musicales, que solo pueden avanzar volviendo todo el tiempo sobre sí mismas.


Y entonces arribamos a las preguntas sobre el lenguaje, causa y fin de las reflexiones de Ludwig  Wittgenstein. En su acepción corriente, las palabras serían marcas impresas sobre las cosas, pero no expresan, no dicen las cosas. “Entre el pensamiento y el mundo existe una conexión lógica y el conocimiento de esa conexión lógica solamente se determina a través de la expresión del pensamiento, que es el lenguaje”, nos dice Jaramillo, repensando a su vez a Wittgenstein, lo que supone un gran salto desde el Pienso, luego existo inicial.
Traducidas a números, son doscientas tres páginas las utilizadas por el autor para ese tránsito, desafío que en el mundo de las ideas no es, desde luego, cuantificable. Por eso, las aprovecha muy bien para invitarnos a emprender un camino que al final nos ofrecerá como recompensa un  aparente callejón sin salida, es decir, la esencia misma de todo proyecto filosófico.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Magister dixit




 Creía  que  la expresión se había perdido en los bosques de niebla de la Edad Media, hasta que me la volví a encontrar en uno de esos canales de televisión por cable enfocados a la divulgación  científica y académica. Acorralado  por un agudo entrevistador que le exigía argumentos para soportar su singular teoría sobre  el supuesto origen  visigodo de una corriente de la arquitectura española, el entrevistado alzó una ceja, movió las comisuras de los labios en un tic nervioso, apuntó con el dedo índice a la cámara y  pronunció la conocida respuesta : “ Así lo dicen los maestros”.
Magister dixit,  era la vieja  sentencia que anunciaba el advenimiento de lo inapelable. Más  allá de ese umbral se accedía al reino sin dudas de las verdades absolutas, un concepto nacido en las entrañas mismas del dogma religioso.
Lo que el maestro decía era la verdad. No una verdad: La verdad. Y  a nadie se le ocurría pensar que el maestro pudiera  estar equivocado. Mucho menos que estuviera obrando de mala  fe. Cuando el dueño de la tribuna  afirmaba que  la tierra era el centro del universo, se daba por sentado. A no ser que tuviera una temprana vocación de hereje, ningún interlocutor se atrevía  a sugerir que la  verdad  pudiera  no serlo tanto, por más  que ciertas  auscultaciones del firmamento- sobre todo en la alta noche- le llenaran la cabeza de dudas y sospechas.


 Así que,  para  pesar del pensamiento libre, la idea de marras sigue más vigente que nunca. La profusión  de fundamentalismos que nos rodean da prueba de  ello. Y no me refiero solo a los de origen religioso. Cuando se dan  en el espacio académico suelen ser el doble de letales. El dueño de la verdad siempre apelará al prestigio de  algún iluminado para reforzar sus premisas.
Leo en una revista académica un texto  presentado bajo la etiqueta de ensayo. Como ustedes saben, este género  es, en esencia, una aventura del pensamiento en la que confluyen  por partes iguales la filosofía, la literatura y la ciencia  para proponernos un conjunto de preguntas dirigidas a explorar una determinada faceta del universo. Si al final del camino tenemos algo parecido a una respuesta podremos hablar de un buen balance. Pero casi siempre seremos recompensados por una nueva pregunta capaz de estimular  la búsqueda que es,  a fin de cuentas, la razón de ser de todo ensayo.
 La materia del texto, titulado “Las raíces de la guerra en Colombia”, apela a un viejo tópico: el “natural” talante violento de los colombianos, que explicaría sin más nuestra conocida saga de infortunios históricos.


Adentrado en la lectura el autor, que  firmaba el texto con el nombre  de Adel  Yara, no aportó a lo largo de diez páginas una sola  idea personal que sirviera de argumento a su afirmación. Lo suyo, como sucede  con la mayor parte de los artículos publicados en esas revistas bajo  la denominación de ensayos, estaba tejido en realidad con una sucesión de citas, interrumpidas apenas por breves comentarios. Antropólogos, sociólogos, historiadores, periodistas, novelistas y hasta una especie  originaria de Colombia bautizada como violentólogo eran invocados   a modo de amparo, en un intento por eludir  la compleja urdimbre de factores que, en pleno siglo XXI, nos tienen padeciendo dramas propios del XIX. Ni  las luchas por la tierra, ni  la mecánica electoral fomentada por el bipartidismo, ni los lastres  heredados de la época colonial aparecían  por parte alguna.
Las consecuencias son nefastas: cuando uno se refugia en una pretendida  autoridad, renuncia de entrada a emprender un recorrido en el que las propias ideas  deben ser constante objeto de revisión. Es como si uno se metiera en una cueva y bloqueara la  entrada con una enorme piedra en la que puede leerse, a modo de declaración de principios, la siguiente inscripción: “Magister dixit”.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Entre una luna y la siguiente




Vamos por nuestro cuerpo como quien conduce una nave  al garete en un laberinto que somos  nosotros mismos. Afuera palpita el mundo, sordo y mudo hasta que una palabra, un signo, le da cuenta de quienes lo habitan: hombres, piedras, bestias.
En las grandes tradiciones, el poeta es el encargado de  decir la primera palabra, de lanzar la  señal para iniciar- reiniciar- el diálogo perdido entre el mundo y sus criaturas. Esa es su tarea desde el comienzo de los tiempos. Pero con bastante frecuencia, el encargado de mantener vivo ese fuego olvida que la poesía es un medio, no un fin, y se pierde en  la contemplación de sus propias destrezas: Narciso  asediado por los resplandores de su  belleza. La poesía deviene así artificio de joyero.
Justo en ese momento el poeta sabe que es hora de lanzarse a las calles, para recuperar entre el vocinglerío  la exacta dosis de silencio que le da sentido al poema. Buen cronista como es, Gustavo Acosta tiene oído de músico callejero y emprende la tarea como mandan los cánones: sin prisa pero sin pausa.

                                                                Vasos silbantes

El resultado es  un breve poemario de setenta y cuatro páginas, titulado  Los vasos silbantes, en el que, entre otras cosas, se ocupa de tres asuntos: lo frágil, lo blando y la extrañeza. Somos pájaros de cristal que aletean entre las rocas de un acantilado. De esa experiencia  surge la  noción de extrañeza: podemos desintegrarnos al menor descuido.  Esa  misma condición  nos hace osados: si de todas maneras hemos de hacernos añicos, bien vale la pena emprender el vuelo. Por eso mismo: “Los huesos de un solitario deberían/ser enterrados en el sitio de sus angustias. /A qué agravar la maldición trasladándolo”, se lee en uno de los versos. Si asumió su condición de expatriado, es decir, de algo frágil, blando y extraño, un hombre deberá aceptar su destino hasta el final.
Esa misma condición de blandura, fragilidad y extrañeza nos hace fuertes: no queda otra salida  si decidimos hacernos al camino. Un camino que es más acertijo que promesa: “Nos cuidaban pájaros desconocidos/ y a la vez millardos de ojos salvajes nos escrutaron/, nos olían desde lejos  las bestias hambrientas, nunca vuelta atrás/ queriendo persistir en el ser circular/ en un regreso disfrazado de circunvalación”.
Vamos dando vueltas mientras creemos avanzar. No hay conjuro posible frente a la incesante repetición… salvo la plegaria o el poema. De espaldas a los dioses, el autor de Los vasos silbantes solo puede apelar al conjuro, acaso inútil: “La magia rompe el muro/entre lo que no es y lo que  parece”, recita en un poema  titulado Cero, como  si intuyera que después de  la magia está la nada.
Y esta última precede y sucede al devenir: la suma de peripecias instalada entre el nacimiento y la muerte. Entre una luna y la siguiente: en ese intervalo se vive  y escribe  la historia de toda criatura y de toda aventura   bajo el sol.

                                                           Gustavo Acosta

“Almas despiertas que duermen/con la ventana abierta/ almas insomnes que caminan/por los bordes de las mañanas ocres/ almas sobrias almas ebrias”,  nos dice un poema que lleva el título de 5:50 a.m, hora fronteriza,  cuando todavía  no sabemos  si estamos dormidos  o despiertos. Si la temprana lucidez proviene de la sobriedad  o la ebriedad.  Nadie podría afirmarlo con certeza: después de todo, ningún hombre en sus cabales sabe sí está vivo  o muerto.  Así de inmensa es su fragilidad, su blandura, su extrañeza.
Si  Italo Calvino intuyó que dos de los sinos de estos  tiempos serían la brevedad y la levedad, podemos afirmar que a través de este libro de poemas Gustavo Acosta se  hace uno con el espíritu de la época. Intensos y breves, sus versos nos conectan con la enorme soledad de nuestros días,  y por eso mismo con la promesa de comunión que de allí se deriva.