miércoles, 30 de diciembre de 2015

El poder cambia de manos




 “Por todas partes se oye repetir  sin cesar que la situación ha llegado a un punto límite, que las cosas se han hecho ya intolerables y que se necesita un cambio. Pero los que lo repiten son sobre todo los políticos y los periódicos  que quieren orientar el cambio de manera que nada, en definitiva, se altere”.
 La anterior reflexión del pensador italiano Giorgio Agamben, resume a la perfección lo experimentado en la escena política  local y regional durante los últimos años.
Este fin de semana se posesionan, muy tiesos y muy majos, el gobernador de Risaralda y los alcaldes de los catorce municipios del departamento, elegidos  el  veinticinco de octubre  de 2015,  después de una campaña en la que las palabras  cambio, transformación y transparencia fueron usadas de una manera tan repetida que obligaron a  más de uno a pensar en el sentido de aquél proverbio oriental:  Dime de qué presumes y te diré que te  hace falta”.
En particular, el  nuevo alcalde de Pereira  llega al cargo luego de que una hábil campaña de publicidad y mercadeo político consiguiera que los electores asociaran su rostro joven con la noción de cambio, esa palabra  casi mágica que subyace en todos los aspectos de la vida: la economía, la moda, la sexualidad y, por supuesto, la política. Los ciudadanos  esperan, pues, que ese cambio empiece a hacerse realidad a partir del 1 de enero del  año que apenas despunta. Al fin y al cabo, un porcentaje alto de sufragios- el llamado voto de opinión-  hizo  evidente el malestar  de los electores ante el control casi absoluto que el senador Carlos Enrique Soto y sus protegidos han ejercido en la ciudad   durante los últimos tres lustros. Ese dominio se expresó en el monopolio de la contratación pública, así como de los cargos más apetecidos.


Pero…¿habrá realmente transformaciones de fondo? A juzgar  por quienes respaldaron al hoy  alcalde durante  su campaña, tengo razones para albergar serias dudas. Me pregunto cómo se las arreglará  el mandatario para responder a los intereses de la casa Gaviria, el clan Merheg, Diego Patiño, Octavio Carmona, Luis Enrique Arango y María Irma Noreña, para mencionar solo  a los más visibles. En teoría se produjo un cambio, pero en la práctica tendremos que resistir los embates, no de un cacique, sino de media docena.
Ustedes dirán que debemos darle tiempo, pero la evidencia de que la política hace mucho  dejó de ser un proyecto de sociedad para convertirse en una bolsa donde los privados invierten  su dinero y esperan, por lo tanto, ganancias me conduce al escepticismo. Ojalá  quienes acaban de tomar el mando lo refuten con sus actos. Son muchas las deudas pendientes. En educación, por ejemplo, se han alcanzado las metas de cobertura, pero son grandes los vacíos en calidad. La noción de convivencia  ciudadana   demanda un trabajo de fondo dirigido  a que la responsabilidad y el respeto sean de veras agentes de transformación en nuestra manera de vernos frente a los otros. La gestión y los usos del territorio siguen siendo más un asunto de los apetitos privados  que de las acciones del Estado en sus instancias local y regional. La cultura, que tuvo innegable  mejoría durante la última administración, corre el riesgo de  volver a los tiempos de la politiquería y el clientelismo.


Por  fortuna, hoy existen más herramientas de control. Veedurías ciudadanas, organizaciones  comunitarias y líderes públicos cumplen un rol vital en aras de sanear las costumbres. Además, durante la campaña se firmaron distintos pactos de cuyo cumplimiento los gobernantes deberán dar cuenta. Ojalá sea así. De lo contario, estaremos reeditando la idea de aquél inolvidable  personaje de la  novela  El Gatopardo, de  Giuseppe Tomasi di Lampedusa : cambiar todo para que todo siga igual.

miércoles, 23 de diciembre de 2015

Derechos sin deberes



                                                           Bertrand Russell

 Acaso sin conocer el célebre texto de Bertrand Russell, la  chica de veinte años intentaba consolar a su  amiga  con una frase  prefabricada: “Nada ni nadie tiene derecho a arrebatarte  tu felicidad”, le decía a través de Twitter, que es donde se dirimen ahora esos asuntos  que ayer se nos antojaban tan íntimos.
 Me parece demasiado espinoso definir  la felicidad, en caso de que exista tal cosa o algo parecido en este universo nuestro de olvidos y desencuentros, como para extraviarme  además  en la pregunta por el derecho a   conquistarla. Hasta ahora  he visto en los otros y comprobado  en el propio  pellejo que los mortales nos juntamos y nos desencontramos en  una lucha sin cuartel  por  algo de plenitud a través del otro, para descubrirnos al final con las manos vacías  y la mirada un tanto más opaca que la tarde anterior.   De ese combate todos salimos malheridos, algunos incluso muertos, pero nunca se me había ocurrido pensar que  las muchachas que alguna vez me hicieron añicos  alma, corazón  y vida  buscaban arrebatarme algún derecho: simplemente andaban tras lo suyo.
Egocéntricos  como somos, incluso antes de que la sicología inventara el yo, obramos como si la vida nos debiera algo tan intangible como mensurable: por eso reclamamos siempre algún derecho que gravita entre lo material y lo simbólico, verbigracia el techo o la libertad, sin  detenernos a pensar en lo inapelable: que  un azar nos puso en el mundo y lo demás es especulación.


Eso en lo relacionado con la contingente y tortuosa vida individual, porque la sociedad es otra cosa. En 1651 el filósofo inglés Thomas Hobbes publicó su Leviatán, una obra tan citada y malinterpretada como El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, el otro libro de referencia obligada para  corrientes políticas muchas veces antagónicas. La premisa de Hobbes es bien conocida: en esencia, los humanos somos seres ególatras y codiciosos, dispuestos a destrozarnos  en  aras de alcanzar los objetivos y defender los intereses privados. Una especie así no tiene  posibilidades de sobrevivir, sino aparece una bestia más fuerte, capaz de imponer acuerdos y hacerlos respetar. Dicho de otro modo: de  definir un conjunto de  normas  capaces de  garantizar  unos mínimos de  convivencia entre el grupo.  Para el pensador ese monstruo necesario es el Estado.  Recurriendo a una figura cara a la mitología y a  la imaginación popular lo asocia con el  Leviatán, el monstruo marino que aterrorizaba las noches de  marinos y aventureros.


Por eso en la mente del ciudadano el Estado siempre generó sentimientos contradictorios: es la figura poderosa que garantiza   los derechos y a la vez  la criatura terrible que obliga a cumplir los deberes y por eso amenaza su felicidad, es decir, los intereses individuales. Atrapados en esa encrucijada, reclamamos cada vez  más derechos, al tiempo que hacemos lo imposible  para soslayar los deberes. Nada como el campo de los impuestos para ilustrar las cosas. Todo el tiempo pedimos buenas vías,  mejores establecimientos educativos, excelentes servicios de salud, campos deportivos para todos. Damos por sentada la existencia de una cornucopia dadora de bienes.  Pero cuando Leviatán  nos reclama un razonable pago  de tributos para cofinanciar  esas  obras montamos en cólera. “¡Ladrones, bandidos, abusivos!” le escuché  gritar  a un ciudadano durante una jornada de asesorías para el pago de los impuestos por valorización. La destinataria de  sus reclamos era una serena funcionaria de hacienda  que  para el energúmeno representaba en ese instante  la materialización del Estado.


Como la muchacha del comienzo,  el señor en cuestión parecía pensar, no que debía cumplir un deber, es decir, dar algo a cambio de un bien, sino que alguien perverso intentaba arrebatarle su felicidad.
Durante los últimos  dos siglos, los seres humanos hemos conquistado más derechos que los  habitantes de la tierra en todas  las épocas anteriores.  Pero sería saludable que, por primera vez en mucho tiempo, volviéramos a pensar en los deberes. Cuestión de  equilibrio, nada más.

jueves, 17 de diciembre de 2015

Estamos en contacto




 La historia me la contó Alonso Marulanda, actor y director de teatro reconocido en la escena local desde hace más de treinta años.  Resumida, dice  más o menos así:
 Doña Libia  anda por los sesenta años. Don Josías, su marido, ronda los sesenta y cinco. Los dos habitan una pequeña finca ubicada a  una hora del casco urbano del municipio de Villa María, en el Departamento de Caldas. Vendiendo huevos,  leche y quesos lograron darle estudios universitarios a sus cuatro hijos: dos  mujeres y dos hombres  que se llaman Ángela, Cristina, Álvaro y Manuel.
Durante años  los hijos los visitaron  mínimo  una vez a la semana. Luego se sumaron  nueras y yernos. Más tarde  aparecieron  los nietos.
Sentados en bancas de  guadua protegidas por una caseta de madera con techo de paja compartían las pequeñas y decisivas noticias de la vida: el trabajo, los estudios, los anhelos, los temores. En fin, las dichas y desventuras comunes a todos los mortales, pero que se vuelven únicas en cada experiencia personal.
Un día,  hace cosa de diez años,  la tribu entera apareció con un regalo para los viejos: habían hecho causa común y les compraron un par de teléfonos celulares de última generación.  “Para que estemos en contacto” dijeron en coro los integrantes del  clan.


En efecto, se mantuvieron en contacto: llamaban varias veces  al día y se enteraban de todos los detalles: la presión arterial de doña Libia, los partos de las vacas, el aguacero del martes, las bravatas de don Josías, los chismes del vecindario.
Pero un día, los viejos sintieron al mismo tiempo la señal de alarma: a medida que se incrementaban las llamadas escaseaban las visitas.  Las excusas  aumentaban al ritmo de las ausencias. Ya se sabe: exceso de trabajo, reuniones con colegas, indisposiciones, viajes reales o inventados, daba igual porque el vacío se había instalado justo en medio de la mesa de los dueños de casa. Ya no tenían  necesitad de  utilizar  las ollas enormes y pródigas para satisfacer el apetito y los caprichos de su descendencia.  Para  los dos bastaba con preparar unos platos escuálidos, cada vez más parecidos a la comida chatarra que venden en la calle para llenar  la panza de los que van por el mundo con el aire presuroso y angustiado que acaba por igualar a perseguidos y perseguidores.


Curtidos en la lucha con las incertidumbres y asperezas del campo, la víspera de una navidad decidieron dar la última batalla. Con el señuelo del inicio de la novena de aguinaldos, desempolvaron las recetas de  las antiguas golosinas y  utilizaron los teléfonos celulares para extender la invitación: “ Los esperamos el dieciséis  para empezar las novenas. No olviden traer los cascabeles para acompañar las canciones y los dulces para los niños invitados. Ah: les tenemos a todos un regalo de sorpresa. No falten”.
A las  seis  de la tarde de ese  sábado de diciembre empezó  la novena de aguinaldos. Rezaron las  oraciones, entonaron los villancicos, compartieron los dulces. Llegó la hora del regalo sorpresa: cuidadosamente envueltos  en papel impreso con motivos navideños le devolvieron a la familia en pleno los dos  teléfonos celulares. “Queremos verlos, abrazarlos, tocarlos, mirarlos a la cara, no que nos llamen cincuenta veces al día. Ustedes deciden”,  casi le gritó doña Libia a la pandilla estupefacta. Alonso Marulanda interrumpió allí su relato. Pero sospecho  que a esta hora  Ángela, Cristina, Álvaro, Manuel y toda su descendencia todavía deben estar preguntándose en qué momento perdieron el contacto que habían creído ganar.