jueves, 30 de junio de 2016

Adiós a la calle






Lo hemos repetido tantas veces que se volvió un tópico : somos sociedades al garete, carentes de  un mínimo proyecto colectivo  distinto al gestado por la manipulación de los caudillos, la publicidad y los medios de comunicación. Lo único que parece  hacernos  sentir parte de un destino común son las victorias de la selección de fútbol: personas que  ni siquiera gustan de ese deporte se ponen la camiseta, y se lanzan vociferantes a calles y plazas   ante  el mínimo triunfo. Pero se trata solo de reacciones emocionales y, por lo tanto, efímeras.
Las  razones para ese estado de cosas son múltiples : desde la alienación propiciada por  el mercado hasta el ejercicio de la política  concebida como un negocio  particular, sin vinculación alguna con un objetivo común. Por eso mismo no existen  políticas de Estado sino actos de gobierno o, peor aún, intereses de gobernantes y grupos de poder.


Al no existir  mirada de conjunto y a largo plazo, las administraciones se diluyen y despilfarran recursos en el más puro activismo. Una alcaldía pone en marcha una serie de acciones en las que se invierten recursos públicos  y esfuerzos humanos muy importantes. Independiente de si los resultados fueron buenos, malos o regulares,   una vez concluido el periodo de gobierno llegan otros grupos con sus propios intereses y desmontan lo  ya consolidado. Vivimos así en una constante  improvisación que solo puede conducir al desperdicio y el retroceso.
Sucedió  con la Calle de  la Fundación. Motivados por la celebración de los ciento cincuenta años de Pereira, varios colectivos de  ciudadanos consiguieron  que la administración de Enrique  Vásquez respaldara la realización de actividades culturales y artísticas el  último viernes de cada  mes, como una forma de apropiación de lo público desde la creatividad y la lúdica.  Eso implicaba  la habilitación de  las calles para artistas y peatones, lo que  supuso de entrada la oposición de comerciantes y conductores. Los primeros argumentaban perjuicios para sus ventas, mientras los segundos  hablaron del impacto  negativo en la movilidad.


Ahí empiezan las  dificultades : somos incapaces de priorizar, aunque sea durante una jornada, los intereses públicos sobre los particulares.  A eso le sumamos nuestro pobre concepto de movilidad : pensamos que las políticas  en ese frente se reducen a  vehículos y conductores. Obviamos así lo más importante : que la movilidad   demanda la  participación propositiva de todas las personas que habitan o visitan una ciudad.
Desconociendo lo alcanzado, y argumentando factures normativos y operativos, la alcaldía de Juan Pablo Gallo decidió que no habrá más tomas culturales de la Calle de la Fundación. Eso, a pesar de los  significativos avances  registrados durante la experiencia. El simple hecho de disminuir los niveles de ruido, congestión y consiguiente agresividad representaba ya una  ganancia.  De modo que habrá que reiniciar  de cero o levantar carpa en otro lado.


Lo más delicado es que eso sucede en una ciudad que ha despilfarrado durante décadas la oportunidad de vigorizar sus parques como punto de encuentro entre quienes la habitan. Solo la iniciativa de algunas instituciones culturales y unos  cuantos artistas ha conseguido recuperar espacios  tan valiosos como los  parques Olaya Herrera o Rafael Uribe Uribe.
Como  no se trata aquí de atizar una confrontación, extendemos la invitación a la  alcaldía de Pereira, sobre todo a los responsables de aspectos tan vitales como  el tránsito,  la cultura , el comercio, la convivencia y la gestión del espacio público. De igual manera se hace necesario que los gremios vean la  ciudad más allá del impacto en sus cajas registradoras. Los artistas y gestores culturales deberán estar atentos a la conciliación sin retrocesos y los medios de comunicación tendrán que   enjuiciar menos y reflexionar más. Por esa ruta podremos  alcanzar un punto de encuentro, una coincidencia de intereses que, al menos en  cuanto a la concepción y uso de lo público, haga de la nuestra una ciudad un poco más amable.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 23 de junio de 2016

Metáforas de paz



Lamento no coincidir con don Héctor Lavoe  y su célebre canción. “¿Y para qué leer un periódico de ayer?” recita con su particular cadencia esa leyenda del cancionero hispanoamericano. Todo lo contrario: pienso que la lectura del  periódico de ayer o de  hace  veinte años es más importante que la del de hoy: nos ayuda a mirar las  cosas en perspectiva.  El talante instantáneo del suceso le abre paso a la complejidad de los acontecimientos y sus protagonistas. Las causas y motivaciones ocultas, así como las consecuencias entonces incomprensibles  se hacen  así visibles.
Convencido de eso, despliego sobre la mesa ejemplares atrasados de los periódicos nacionales El Tiempo, El Espectador, La Tarde y El Colombiano.


Encuentro  que aquí muy cerca, en mi vecindario, un hombre joven asesinó a su mujer, la desmembró y sepultó sus restos en un terreno de su finca. Avanzo un poco más y descubro que uno de los fulanos Nule, condenado por haber robado miles de millones de dineros públicos, recibió el beneficio de casa por cárcel por encontrarse deprimido, según  argumento de su defensa, amparada en un sospechoso  dictamen  médico . Unas cuantas páginas más allá  me informan que  barras de hinchas pereiranos del  Real Madrid y el Barcelona – si señores, del  Real Madrid y el Barcelona, ni siquiera del Deportivo Pereira o el  Deportes Quindío- se enfrascaron en una disputa al interior de un bar, de la que resultaron varios heridos. Para completar el cuadro,   leo que el ex presidente Álvaro Úribe y sus miles de fieles devotos- ya que no simpatizantes – siguen empeñados  en sabotear a cualquier precio un proceso de paz   de por sí bastante cojo. La página judicial me cuenta que un estudiante adolescente se  quejó ante su madre de haber  recibido  agravios de un compañero de curso. En lugar  de ofrecerle una solución pacífica o de remitirse a las autoridades del  colegio, la señora lo armó de un cuchillo de cocina  y lo animó a cobrar justicia por su propia mano. Y el muchacho lo hizo.


Es apenas una pequeña muestra, pero suficiente para comprobar que, en contravía de lo sugerido por quienes trabajan en la solución de conflictos, los colombianos seguimos empecinados en producir metáforas de guerra, de confrontación.
Por esa razón, expertos como el antropólogo  Emilio Garzón, que ha trabajado en países y regiones desangrados durante años, entre ellos El Salvador de las guerras civiles,  insisten en que debemos elaborar metáforas de paz. Visiones  del mundo emprendidas desde el lenguaje y los actos cotidianos que nos ayuden a abordar la realidad de otra manera: no por casualidad en los grandes mitos es la palabra la que  funda el universo. La  que nos da elementos para comunicarnos   y comprender así la propia circunstancia  y la de los otros.  Hasta ahora en Colombia no hemos hecho el intento.


Me pregunto entonces qué empezaría a suceder si sacáramos los diálogos de paz- convertidos casi en una  entelequia por los medios de comunicación  y por los políticos  que los  reducen a simple instrumento al servicio de sus intereses- de  los recintos cerrados y los trasladáramos al terreno de la vida cotidiana. Si ese hombre  o esa mujer  que ya no soportan a su pareja por razones acaso justificables, en lugar de golpearla, mutilarla o asesinarla, optaran   por hacer lo  más fácil y sensato : divorciarse.  Si en lugar de admirar  y justificar al delincuente  asumiéramos que quien se roba los recursos públicos- los de la salud, la educación, la infancia- comete un crimen de lesa humanidad porque priva a otros de sus derechos y oportunidades. Si   esos activistas políticos animados por el  odio y la ambición  fueran capaces de ver su oficio  como una manera de gestionar lo público, lo común. Si el padre de familia entendiera por fin que   la más efectiva y antigua herramienta de educación es el ejemplo.  O si esas hordas  de nuevos  salvajes globalizados  recordaran que el fútbol es un juego y por lo tanto un medio de goce  y de  entendimiento entre los humanos.
En fin, creo que hemos acuñado a lo largo de los siglos demasiadas metáforas de guerra y de muerte. Nada perdemos y mucho  ganaríamos si  comenzamos a hurgar en la memoria  personal y colectiva en busca de las viejas y olvidadas metáforas de paz.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 16 de junio de 2016

La bendición del olvido




 Esto de escribir y publicar reseñas tiene sus claroscuros. A veces- algunas veces- se topa  uno con el resplandor de una joya recién publicada o sepultada en los anaqueles de una librería de viejo.  Corre entonces, jubiloso, a  hilvanar unos cuantos párrafos con la gratitud que solo conocen quienes hicieron de los libros- escritos o leídos-  la  mejor manera de estar vivos. Ese es mi caso. Solo escribo  acerca de las obras que me gustan  o que me conmueven. Las que nada me dicen las dejo por ahí  a la espera de que algún día obtengan la bendición del olvido. Me parece falto de misericordia emprenderlas contra un texto  y sobre todo contra un autor que, presumo,  le encontró sentido a la existencia  a través de la palabra escrita.


Pero hay ocasiones en las que el autor de reseñas debe transitar territorios de pesadilla. Hace unos tres meses un señor de apellido Mendieta dejó en mi oficina un paquete de libros de su autoría- para ser precisos, una tetralogía que va del Antiguo Testamento a  una improbable sociedad del año 2130 en la que  el homo sapiens ha involucionado hasta el nivel de los gusanos-. El problema reside en que los ejemplares  venían  acompañados  de una tarjeta en la que el desconocido me daba una orden perentoria: “Para que los lea y escriba algo sobre ellos”, decía el mensaje escrito con cuidadosa caligrafía. Desde  ese día el señor me acecha  a la salida del trabajo y me lanza miradas  que, en sus destellos oblicuos, apuntan a hacerme sentir culpable.  Una semana atrás estuve a punto de presentarle disculpas, pero  al final desistí, ante la imposibilidad de averiguar de qué.


Ustedes ya habrán adivinado  que no he podido leer ni el primero. Les juro que lo intenté de buena  fe, pero no pude pasar de la página  tres, donde el profeta  Elías  es  secuestrado por  los tripulantes de una nave proveniente   de un oscuro planeta llamado Trillion. Abomino de los extraterrestres, no tanto porque tenga alguna prueba de su inexistencia, sino porque  con el destino  delirante de los terrícolas me sobra y basta. Así que acometí la  lectura del segundo y escapé por un pelo antes de que una legión de muertos vivientes anclados en el medioevo diera con mis huesos en una de sus  cuevas nauseabundas.
Pasé rápido al  tercer tomo. En ciento ochenta páginas, un adolescente escapado de la película Volver al futuro III  intenta, sin éxito, detener  la Primera Guerra Mundial. En lugar de viajar a Sarajevo el pobre tipo toma el tren equivocado y desembarca en un prostíbulo milanés copiado de una  película de Fellini. A esta altura  debo reconocer  que nuestro autor tiene buen tino para  evocar imágenes  cinematográficas.


El fin de semana pasado el señor Mendieta  me siguió, unos cuantos pasos atrás, hasta la parada del autobús. Caía  una lluvia menuda, digna de una de esas películas inglesas de terror de los años cincuenta- ya ven que también tengo  buena memoria  para el cine- y el hombre  agitaba en el aire un paquete voluminoso envuelto en papel celofán negro. No sé ustedes, pero intuyo  que se trata de una nueva    tetralogía, que tiene como punto de partida los gusanos del 2130.
Insisto en que no  me asiste derecho alguno a emprenderla contra los libros  ajenos. Pero sospecho que, por alguna razón insondable, el señor Mendieta me ha escogido como su único lector y eso ya sugiere un castigo, un designio del cielo: una divinidad rencorosa  pretende cobrar  en mi pellejo la indolencia de los humanos, su falta absoluta de respeto ante miles de buenos libros no leídos.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=hkXHsK4AQPs