martes, 30 de agosto de 2016

Las heridas de la lengua





                                                              Pero también aquella estirpe
                                                              Fue desdeñosa de los dioses
                                                              Y cruel y  hambrienta de masacres
                                                              Y violenta: conocerás que habían
                                                              Nacido de la sangre.
                                                                  (Ovidio. Metamorfosis, I.160-2)

Sucedió a  las tres de la madrugada  del domingo 28 de  agosto en una taberna de mi vecindario. Como bien sabemos,  a esa hora todos los borrachos del mundo se vuelven cantantes. Y como, desde luego, no saben cantar, se  desgañitan en coro tratando de compensar  a gritos  sus carencias.
Pues  bien, el día   mencionado no cantaban: discutían  sobre el plebiscito   en el que el 2 de octubre los colombianos deberemos   resolver el  rumbo de uno de  nuestros muchos  conflictos armados: el del  Estado, una parte de la sociedad y la guerrilla de las Farc.
Empiezo por corregirme: los borrachos no discutían: se insultaban y se trataban de arrodillados o de  bandidos, dependiendo del bando escogido para terciar  en la controversia. En medio de la contienda se escuchó un estropicio de vidrios rotos que, por fortuna, no tuvo mayores consecuencias.


Antes de levantarme, pensé que así hemos vivido los colombianos el tránsito hacia esta oportunidad que nos brinda la historia: confundidos, exaltados y más prestos a  insultar  al contradictor que  a escuchar sus razones.  Faltos de lucidez y pobres en argumentos, apelamos al escarnio como instrumento para silenciar    a los otros.
Por mi parte, votaré por el sí  a la paz el domingo 2 de octubre. Mis razones son simples: he visto correr demasiada sangre por ríos, calles y caminos. He oído  demasiado llanto de huérfanos y viudas. Por eso, como en la canción del viejo y querido John Lennon: “Todo lo que pedimos es  que  le den una  oportunidad a la paz”.
Pero mucho me temo que antes de  silenciar los fusiles, debemos desmontar el  arsenal oculto en el lenguaje. Ustedes y yo guardamos  bajo la lengua toda una batería de   palabras y  frases dirigidas a  descalificar las razones del otro, cuando  no a destruirlo.
Veamos unas cuantas:
Todos los políticos son ladrones”, afirmamos, cuando bastaría con examinar la gestión pública de hombres como Antanas  Mockus  o Antonio  Navarro Wolff   para desmentir el aserto.
“Prefiero un hijo ladrón  o asesino a un hijo marica”, proclaman todavía  cientos de padres, ignorantes de la dimensión del despropósito que equipara las inclinaciones sexuales a un crimen.
“¡Vieja bruta! ¡Mujer tenía que ser!” gritan automovilistas y peatones ante la menor infracción  de tránsito protagonizada por una dama al volante.
“¡Este si es mucho indio!” decimos ante  la muestra  de torpeza de quien camina a nuestro lado.
“Esa es  una zorra" sentencian cientos de mujeres- y hombres también-  cuando sus congéneres asumen el libre disfrute de su cuerpo y su sexualidad.
“Ese tipo es un lambón”,  se dice de quienes en el barrio o en el trabajo muestran  espíritu  cooperativo.
Podríamos seguir enumerando y no acabaríamos.  Vivimos levantados en armas. La palabra, cuya   función  primordial es comunicar,  devino entre nosotros  material explosivo.
Sabemos desde siempre que las palabras sanan o hieren. Sin embargo,  a menudo obramos como si lo ignoráramos.


De modo que el 2 de octubre comienza la tarea más difícil: cumplir los pactos y reinventar el lenguaje. Por ahora  tenemos un mes para empezar a  recomponer el camino.  Llenarnos de argumentos en favor del sí,  respetando a quienes opten por el no. Hasta ahora hemos permitido que la búsqueda de la paz  se convierta en una rebatiña de dos políticos y sus seguidores sacándose los ojos en los medios de comunicación, en las plazas , en las redes sociales y, como los borrachos de esta historia, en las esquinas y tabernas.


En 1641,  en un bello y breve libro titulado  Meditaciones metafísicas, el pensador René Descartes nos  enseñó un principio fundamental: “Los actos de la voluntad deben estar precedidos de los actos del entendimiento”, escribió el francés. Dicho  de otra manera: debemos pensar antes de obrar.
Esas palabras deberían servirnos  de punto de  partida   para emprender la reflexión, el análisis y la búsqueda de argumentos que nos lleven a tomar la más lúcida de las decisiones, ahora que  la vida y los avatares de la política  nos otorgan esta oportunidad.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=tlKX-m17C7U

jueves, 25 de agosto de 2016

Escrito en los parques





En cierta medida, los parques son la escritura de las ciudades. En ellos, habitantes y visitantes leen o intentan leer los relatos dejados en  prados, árboles y bancas por quienes los frecuentan.
Por eso mismo, el parque es el lugar donde la ciudad se concede  una tregua en su batalla cotidiana contra el vértigo y la desazón.
Bien vale la pena entonces volver a ellos. Al carácter obvio o impredecible de sus nombres, casi siempre dedicados a próceres que nunca lo fueron. A su aleteo de pájaros exiliados. A su antología de imágenes irrecuperables. A sus pequeños ritos.
En el parque  Rafael  Uribe Uribe, el mirón que soy se detiene ante una pareja de adolescentes que se tocan con la voracidad de quien duda de su propia existencia y cree recuperarla en  la piel trémula del otro.
En el Olaya  Herrera, envuelto en una nube de marihuana cultivada en la sierra, un chico de veinte años ensaya , como lo hicieran sus iguales veinte, treinta, cuarenta años atrás, la tonada de Stairway  to Heaven, esa cuerda que Led  Zeppelin nos tendió para  alcanzar lo más abismal de nosotros mismos.


En el parque de La Libertad, entre el mural de Lucy Tejada y una estación de policía, “La puta  más vieja del mundo”, como la bautizara el escritor Alberto Verón en una crónica de  dos décadas atrás, pasea su escualidez en abierto desafío a los poderes del tiempo y la muerte.
Unos pasos más allá, un anciano de sombrero y  líchigo  intenta lo imposible: que algún transeúnte se interese por el lorito de la buena suerte, en unos tiempos en que el destino  revela sus designios a través de Instagram.


Cruzo el viaducto, camino unas treinta cuadras, y en el lago de La pradera el último descendiente de los viejos gitanos le pica pasto a un  caballo que, a juzgar por el costillar, supo de tiempos mejores.
Estoy en Dosquebradas, una localidad sin plazas, es decir, desplazada: sus primeros habitantes fueron desarraigados que llegaron empujados por las violencias y por la promesa de empleo de las primeras fábricas  extranjeras que se instalaron aquí cuando el lenguaje de la corrección política no había inventado la palabra globalización.


Sigo mi ruta y en el parque Guadalupe  Zapata, en la ciudadela Cuba, me detengo ante un grupo de  desempleados  que ensayan  números de circo como alternativa para llevar  el pan a casa. Después de todo la vida entera es un caminar sobre la  cuerda floja.
De vuelta al centro recupero a Bolívar en cueros bajo un sol despiadado. En su vecindario varios hombres  juegan  ajedrez con el aire adusto de viejos campeones soviéticos. A su manera, son sobrevivientes de su propia Guerra  Fría.


Tenemos parques para todas las edades y gustos. Los más viejos prefieren  el centro  de siempre, allí donde es más probable encontrar un contertulio para compartir un café o jugar una mano de cartas sentado en las bancas cagadas  por las palomas. Los muchachos optan por parques recién construidos y adaptados para el patinaje o para la práctica de alguna danza urbana. Las putas de tacón en la pared se inclinan  por   los parques con claroscuros: cuantas más bombillas fundidas, mejor.
El parque es a la vez jeroglífico y palimpsesto. Orinal público o sucedáneo del correo electrónico: “Odiosa (¡Oh diosa!): no cumples ni años”, leo en un muro junto al monumento dedicado al mexicano Benito Juárez. Si señores: de esas tierras no solo llegaron las películas de Cantinflas y las canciones del gran José Alfredo Jiménez.
Regreso al parque  del lago Uribe Uribe. La pareja de adolescentes abandona su precario escondite con un envidiable aire de  satisfacción en la mirada. Por lo visto, alcanzaron la recompensa del sosiego. El sosiego que el ciudadano  apurado se niega una y otra vez por desidia, por miedo o porque hace tiempo perdió la costumbre de estar vivo.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 18 de agosto de 2016

Ricos y pobres




“Es mejor ser rico que  pobre”, sentenció una vez Kid Pambelé, el boxeador palenquero  que se lió a puñetazos con la vida y acabó- como todos-   fulminado por nocaut.
La frase, lapidaria en su obviedad, es hoy más recordada  y citada que sus  épicas victorias en Panamá, Buenos Aires, Cartagena o  Filipinas.
Suerte similar corrió  la declaración  aquella del ciclista  Martín Emilio “Cochise” Rodriguez, el  primer colombiano en  competir por un equipo europeo.
“En Colombia la gente no se muere de cáncer, ni de infarto, sino de envidia”, habría  dicho ese hombre de piernas irrompibles, que  nunca se cansó de ganar sucesivas ediciones de la Vuelta a Colombia, cuando  las  carreteras eran poco menos que caminos de herradura.


Nunca como hoy, cuando las olimpíadas de Río llegan a su final, cobran tanta vigencia esas frases lúcidas y certeras. Como sucede siempre,  a pesar de que la atención de medios y aficionados se enfoca en el fútbol, son las disciplinas individuales las que  aportan las medallas. Mientras la selección  masculina de fútbol tuvo un lánguido y displicente  desempeño de principio a fin, fueron los levantadores de pesas, los yudocas y los boxeadores  quienes aportaron los mayores logros. Por lo visto, los futbolistas estuvieron más pendientes de los empresarios que planeaban sobre los estadios en busca de  nuevas y jóvenes presas que de vencer a los rivales.
Ese estado de cosas no es una casualidad. Al tiempo que  los jugadores de  fútbol tienen como única motivación ingresar al club de nuevos ricos inflado por los programas de farándula,  a boxeadores y  pesistas los enciende  una ilusión: escapar  de la miseria. No anhelan ser ricos: solo esperan salir de pobres. Es decir, tener una casa para la familia y tal vez unos ingresos fijos que  garanticen  una vida en los límites de la dignidad. Recordando a “El Cordobés”, el mítico torero de los años sesenta, podemos repetir  que lo único capaz de  llevar a un hombre a  arriesgarse a una lesión de por vida es el hambre. El caso del pesista  Óscar Figueroa es ilustrativo: tres cirugías en la columna vertebral dan cuenta de  más de dos décadas de fatiga para alcanzar la incierta cumbre de la gloria olímpica.


Desde luego, quienes agitan banderas, corean himnos  y se arriman a  la foto ganadora poco se interesan en esos asuntos. Al fin y al cabo, suelen ser refractarios a la sangre y el dolor.
No deja de resultar perturbador el hecho de que una persona intente redimirse levantando pesos enormes, inhumanos casi. De ese tamaño son sus carencias. Mientras  los demenciales ingresos de algunos futbolistas consiguieron que  los estratos medios y altos vieran  con ojos codiciosos las inclinaciones de sus hijos por esa disciplina, ninguno de ellos  celebraría  la elección de la halterofilia... a no ser que uno de esos caprichos del  mercadeo y la publicidad la convierta en una práctica bien recibida en la bolsa de valores. Por obra y gracia de un  milagro, los levantadores de pesas se volverían glamorosos y no tardarían en ser asediados por modelos y contratados para promocionar perfumes, autos y relojes.


Independiente de si son malayos, chinos, mexicanos o colombianos, estos deportistas lucen en la frente la marca de la marginación. Una mezcla de rabia  y euforia impregna  sus gestos y sus declaraciones en la victoria  y en la derrota. Se indignan lo suyo cuando los  gobernantes intentan apropiarse de  sus preseas. Y, por supuesto, están  llenos de  razones. Han chapoteado lo bastante en el  fango. Como Pambelé en los callejones de San Basilio de Palenque. Como “ Cochise” en  las carreteras destapadas de Antioquia. O como este Óscar Figueroa acosado por la violencia  y la pobreza,  que hizo de las pesas su forma personal de redención. Todos, a fin de cuentas, mordieron el polvo y comprendieron lo esencial: es mejor ser rico que pobre.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada