jueves, 26 de octubre de 2017

Senderos muy torcidos





Existe una célebre anécdota sobre George Washington repetida hasta la saciedad en las cartillas escolares. Cuentan sus biógrafos que en su infancia George cortó un árbol de cerezos del huerto familiar. Al ser increpado por su padre  el pequeño respondió: “Yo lo corté, padre. No podría mentirte”.

Apócrifa o no, la historia ha sido utilizada para promocionar la idea de un hombre dotado desde niño de unos principios éticos a rajatabla.

Sin embargo, nada nos  dicen de su condición de  propietario  de esclavos y de un episodio todavía más inquietante: en alguna ocasión habría canjeado a uno de sus esclavos por un barril de melaza.

Cuando un personaje histórico trasciende a la condición de mito colectivo es despojado   de parte de su andadura humana para ajustarlo a las necesidades del momento, que es tanto como decir a los anhelos de sus seguidores y a los temores de sus enemigos.

El resultado es una suerte de escultura sin mácula, capaz de resistir a los embates de los apóstatas.

O de los opositores, si los trasladamos al terreno de la política.

Porque cuando se transita a ras de tierra los senderos de los héroes suelen ser algo torcidos.

No pocos historiadores son proclives a limpiar la vida de  sus objetos de estudio, dependiendo del grado de sus  fobias o simpatías.

Al final todos nos vemos a gatas para saber si  la  grandeza de los próceres fue real o si fue pasada por  la lente de aumento del investigador.

Lo mismo, pero en sentido contrario, puede afirmarse de los villanos. ¿En realidad eran tan mezquinos o  la historia precisaba presentarlos así para resaltar las bondades del héroe?



Releyendo el libro Los tres Luises del Caribe, del escritor Jaime Duarte French, tropecé con esta perla: “ En el decreto  de 22 de diciembre  de 1827, expedido bajo las firmas de Simón Bolívar y del inamovible secretario de Estado del despacho del interior, José Manuel Restrepo, se establece en el artículo 22 : “Los jefes de policía tendrán la mayor vigilancia, según se ha encargado por ley a los jefes políticos, para que no se corrompan las buenas costumbres ni se ofenda la decencia pública con canciones obscenas, estampas y cualquiera otra cosa que pervierta la moral y destruya la sana y religiosa educación que debe promoverse entre los colombianos. Recogerán, pues, y  harán quemar  o destruir  las mencionadas estampas u objetos lúbricos, aun cuando aquellas  estén  unidas a libros”.

A estas alturas ustedes se harán la misma pregunta que yo: ¿Simón Bolívar autorizando la quema de libros? ¿No era él mismo un hijo de la Ilustración, con todo y su respeto por las libertades individuales?

Pues sí. Señoras y señores, bienvenidos al mundo de la política real.



Convicciones personales aparte, Bolívar  tenía muy claro el papel de la Iglesia Católica en la sociedad que  empezaba a configurarse. De hecho, eran los clérigos quienes  decidían cómo debía  comportarse la gente en sus asuntos públicos y privados. Es decir, en los campos  de la política y la moral.

El concepto de catecismo era una suerte de piedra angular.

De  modo que no era cosa de ponerse a pelear con los curas. Suficiente con los  estragos heredados de los días aciagos de la patria boba.

Si congraciarse con la iglesia implicaba mandar unos cuantos libros heréticos a la hoguera, pues ni más faltaba.



Uno de los libros que corrieron esa suerte fue una obra titulada Aventuras del Barón de Faublas cuyo autor es  el joven Juan Bautista Louvet de Couvray, residenciado en París. En Los tres Luises del Caribe   Jaime Duarte French nos dice que: “ Se da cuenta de haberse quemado en esa plaza la obra que expresa, y se consulta si esto se debe  continuar, pidiendo la orden suprema sobre el particular, y sobre lo dispuesto por el ilustrísimo señor arzobispo acerca de los libros cuya lista impresa se acompaña”.



Es fácil suponer que Bolívar obtuvo la venia del arzobispo y que, al menos en esa parte, consiguió bajar tranquilo al sepulcro, según el deseo expresado en su célebre proclama.

Nada sabemos de la suerte corrida por los autores de canciones obscenas y estampas impúdicas.

jueves, 19 de octubre de 2017

Entre lágrimas y risas





Si usted  dice Arlés Herrera puede ser el nombre de su vecino o de un completo desconocido.

Pero si nombra a Calarcá,  tanto sus simpatizantes como sus detractores lo reconocerán  como uno de las caricaturistas más influyentes de Colombia en el último medio siglo.

Ha sido, como quien dice, el garabateador  oficial del semanario Voz, órgano del Partido Comunista de Colombia. En tiempos más ortodoxos, o mejor dicho, en los días de la guerra fría se llamó Voz  Proletaria.

Calarcá arribó a Pereira como uno de los invitados centrales en la edición número diecisiete de Cómic sin fronteras, un evento que se ha consolidado como uno de los más importantes del país en su género.

A su llegada a Bogotá, a mediados del siglo XX, se radicó en el barrio Las Cruces, un hervidero de inconformidad y malestar social que se encargó de darle sus primeras lecciones políticas.

Eran los días en que Jorge Eliecer Gaitán  agitaba con su palabra   a las masas que habían llegado a la capital en oleadas provenientes de todos los rincones del país.



“Mi familia estaba formada por personas militantes de esa vertiente del liberalismo, influenciada por las corrientes socialistas que echaban raíces en el pensamiento de Uribe Uribe. En la capital, y en especial en el barrio Las cruces, me puse en contacto con ese proletariado formado por obreros de fábricas, trabajadores de la construcción y rebuscadores de pura cepa que se ganaban la vida vendiendo en las calles cuanto producto se encontraban en el camino.

Ese fue mi primer contacto con la  Colombia real y esa experiencia me marcó para el resto de mis días”.

El pelo blanco y frondoso contrasta con el moreno intenso de su piel. Cuando habla recorre el rostro del interlocutor, imaginando con seguridad los primeros trazos  para una  caricatura.

Cuenta ochenta y cuatro años de edad pero nadie se lo cree. Sigue  con los mismos hábitos de toda la vida, caracterizados por la fortaleza física y una al parecer inagotable lucidez. La misma fortaleza y lucidez  que le permiten dibujar cada mañana sus feroces dardos contra el sistema en el ámbito nacional e internacional.

En uno de los números recientes de Voz se lanzó con un dibujo de uno de los personajes más caricaturizables del momento: el presidente Donald  Trump.

“Además de su físico, el tipo vive dando papaya todo el tiempo con sus sandeces y despropósitos. De modo que  nosotros solo aprovechamos ese filón. Cada vez que abre la boca, Trump ya nos ha entregado la mitad de la caricatura.  De modo que  es cuestión de aprovechar y ¡Zas!



Calarcá recuerda que su primer dibujo lo hizo con tiza en la pizarra de una escuela en el municipio  de Buenos Aires,  Valle del Cauca. Su modelo fue un  campesino ermitaño al que le decían Titiribí. 

Era originario de ese municipio de Antioquia y se caracterizaba por tres cosas: su barba cerrada y áspera, una escopeta que nunca abandonaba y una  cabeza de vaca cuyo caldo era, según él, la clave  de su fortaleza.

Aunque  Calarcá tiene otras recetas: una copa de aguardiente cada mañana,  guarnecida con limón, pimienta y pólvora.

Mucha lectura.

Y una sesión matutina  de gimnasia

 Cuando se le menciona el polvo mañanero  como un complemento de esas rutinas se desata en una carcajada que le ocupa el cuerpo entero.

Muchas cosas cambiaron en la política mundial durante el último medio siglo: El fin de la guerra fría, la glasnot, la Perestroika y la caída del Muro de Berlín.



Pero el maestro sigue inamovible en sus ideas  y en sus dibujos.

“Una cosa son las turbulencias normales de la  política y otra muy distinta las realidades que vive la gente. En el mundo   y en Colombia la riqueza se concentra cada vez más, con el consiguiente incremento de las miserias. A  eso se suma el desastre ambiental y la emergencia de nuevas zonas de guerra. Eso implica que las personas lúcidas y solidarias deben seguir dando la lucha. 

“Por eso estoy en Pereira, atendiendo  a una invitación de Nelson Zuluaga,  uno de los artífices de Cómic sin Fronteras.  Vamos a dedicar esta edición a  las caricaturas relacionadas con la megaminería y su impacto en la vida social, política y económica de Colombia. Cuando uno lee informes respaldados con cifras y documentos donde se le demuestra que el 10% del territorio nacional ya no nos pertenece, o que existen regiones enteras en las que el agua  está envenenada con mercurio no puede permanecer ajeno a esos dramas, a no ser que uno sea un indolente total… O esté metido en el negocio de la megaminería”.

Así, con esa coherencia entre lo que dice, hace y piensa ha transcurrido la vida del maestro Calarcá  desde que hiciera público su primer trabajo en 1962, cuando Colombia ensayaba el modelo del Frente Nacional como eventual salida a sus guerras seculares.



Y aquí está, fiel a sus convicciones, poniéndole la cara  y el lápiz a una realidad  que ve surgir nuevos  conflictos marcados por los  muchos poderes que se mueven  alrededor de la gran minería.

Por lo pronto apura su vaso de aguardiente incendiado por el limón, la pimienta y la pólvora.

A ver qué revelaciones le depara su lápiz a esta hora.

PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 12 de octubre de 2017

Timbales y bandoneones





La ciudad donde cada día reinvento mi vida tiene ese…“No sé qué”, como recita el polaco Goyeneche en la Balada para un loco.

Para empezar,  nace  en tierra fría, a orillas del río Otún, más arriba del corregimiento de La Florida y  acaba allá en la hondonada, en las riberas del Consota, en  planicies ardientes donde una vez se cultivó la caña de azúcar.

En ese recorrido uno encuentra todos los rostros: negros, mulatos, blancos, indígenas, gitanos, mestizos y  hasta unos cuantos descendientes de peregrinos llegados desde Siria y Líbano  cuando otras guerras los desterraron de sus paisajes de dunas y dátiles.

Pero sobre todo están las músicas. Hoy por ejemplo  calcé mis zapatos de siete leguas y emprendí la caminata desde Libaré, ese paraíso de sedientos donde el Deportivo Pereira de épocas mejores libró y ganó batallas ante equipos de leyenda como el Millonarios de Pedernera y  Di Stéfano o el Deportivo Cali de los peruanos.



Al llegar a una esquina del barrio Berlín tropecé con una panda de  mecánicos y zapateros tangófilos que celebraban en mitad de la tarde los cien años de La cumparsita, la melodía del uruguayo Gerardo Matos Rodríguez  a la que Enrique Maroni y Pascual Contursi le añadieron una letra que le ha dado miles de veces la vuelta al mundo en distintas versiones.

“Esa canción la han interpretado miles de cantores distintos en todos los idiomas de la tierra. Es la que más traducciones ha tenido”, sentencia Helmer, un setentón de piel  cenicienta y nariz roja, mientras  blande una llave de aflojar tuercas cuyo resplandor disuade a cualquiera que aliente la intención de refutarlo.

Y yo  pensaba decirle que Yesterday, de  The Beatles, le gana por una cabeza.

Como  él, son decenas las personas  que en este sector han hecho del tango una suerte de liturgia pagana, una misa criolla.

Para ello se reúnen  en un bar llamado El Milongón, ubicado en la carrera diez con calle nueve. A esta hora de la tarde, con el aguardiente fluyendo a grifo abierto, la voz de trueno de Óscar Larroca  nos recuerda, cual moderno Catón, “Que el hombre para ser hombre no debe ser batidor”.

Cada vez que la escucho se me agolpa en el pecho  la imagen de mi hermana Amparo recitándola en voz baja y apurando va uno a saber qué amarga pócima de su historia personal.

Cuando al llegar la noche se encienden las primeras luces de viviendas y negocios la cosa es a otro precio.



Hemos llegado al barrio Cuba, o ciudadela, como le dicen ahora.

El clima aquí es el mismo del Valle del Cauca. Pura tierra caliente.

El barrio fue fundado- como tantos en Colombia- por desplazados de la violencia liberal conservadora. Su nombre fue tomado de una enorme hacienda panelera afincada durante años en la zona.  Pronto fue ocupado por legiones de obreros  que, haciéndose eco de la revolución cubana, no solo adoptaron las consignas de los combatientes sino que bautizaron a sus lugares de residencia con nombres como La Habana, La isla o Leningrado.

De aquí partieron  cientos de  muchachos en los años sesenta del siglo anterior. El destino era Nueva York, esa  ciudad presentida en las películas y en las series de televisión que llegaban a Colombia  con varios  años de retraso.

Nueva York: dos palabras y una promesa de redención que a veces terminaba en desastre.

Sobre todo cuando a los chicos  les daba por jugar a policías y bandidos.

Los que corrían con suerte  regresaban luciendo nuevos peinados y vestidos como los guapos de las revistas.

Algunos traían dólares, edificaban una casa para los viejos y se compraban un Ford Mustang.

No pocas chicas caían rendidas a su paso.



 Y todos volvían con música: vinilos de 78, 33 y 45 revoluciones por minuto.  Algunos sectores de Nueva York  eran un hervidero de ritmos caribes entre los que destellaba una palabra: Salsa, una tormenta de fuego  hecha de vientos, congas, timbales y pianos.

Ritmos  hechos a la medida para olvidarse de la dureza de la vida.

De jornadas de catorce horas diarias colgados de la fachada de un edificio.

O limpiando pisos en un bloque de Manhattan.

Larry Harlow, Eddie Palmieri, Richie Ray y Bobby Cruz los ayudaron a sobrevivir a esas cosas.



Por eso los convirtieron en parte del santoral y hoy les rinden culto en todas las esquinas de la Ciudadela  Cuba.

Una fiesta eterna  al aire libre.
  
Ustedes ya entenderán por qué les digo que esta ciudad mía tiene ese  “No sé qué”.

PDT : Les comparto enlaces a las bandas sonoras de esta entrada: