jueves, 22 de marzo de 2018

La luz herida






Muchas de las religiones conocidas aseveran que, olvidados de Dios, los hombres  se dirigen hacia el abismo. Y que solo la fe y la plegaria pueden conjurar la caída.

La caída, esa vieja idea ligada al concepto de redención.

En el mundo sin dioses las criaturas no van hacia el abismo: Ellas mismas son el abismo.

Enloquecidas por el deseo o el miedo se vuelven una y otra vez sobre sí mismas, como heridas siempre abiertas, en busca  de la luz. Del instante de sosiego que les restaure el equilibrio.

Pero  el presentimiento de la luz solo consigue ahondar más las heridas.

En realidad, la luz es otra forma de la herida. De la  doliente certeza de estar vivos.

Por esos territorios transitan los personajes de La ciudad sitiada, la perturbadora novela de Clarice Lispector. Lo suyo es esa sutil frontera entre la vida y la muerte  solo alcanzable en el mundo de los sueños. 

Ese territorio  donde la materia se hace leve y el espíritu adquiere la consistencia de la arcilla.

En ese universo, cuando los seres se preparan para la disolución los objetos les saltan al rostro a modo de salvavidas.



Ante la falta de elementos que prueben la propia existencia las cosas devienen asidero, maderos a los que aferrarse en medio del naufragio.

Aunque ellas mismas no pasen de ser apariencia, fenómeno. Lo que nos es dado a modo de sucedáneo, ante la imposibilidad de acceder a la esencia de lo que se es, pero a lo que nunca podremos llegar.

Nada  sabemos acerca de lo que somos. Por lo tanto debemos conformarnos con vislumbrar las formas  con que aparecemos ante nosotros mismos.

Dicho de otra manera: Somos nuestros propios  fantasmas.

Vista así, La ciudad sitiada es, ante todo, el reino de la extrañeza.

 Lucrécia,  el personaje de la novela de Clarice Lispector,  intuye que el día y la noche son un juego  de espejos que siempre revelan lo que no somos.

Por eso se abisma en la pura contemplación de los seres , las cosas y los fenómenos de los que se sabe simple avatar: el galope de los caballos en mitad de la noche; el vuelo de una paloma  que huye despavorida en medio de la lluvia; un sombrero arrebatado por el viento.

Siempre lo inasible. De esa sustancia está hecha la novela: de lo que jamás se podrá poseer: Es decir, de la vida.



Imposible acercarse a las páginas de  La ciudad sitiada  mediante los instrumentos convencionales. 

En realidad  Lucrécia es una sospecha y la ciudad naciente de S. Geraldo una metáfora del mundo como el lugar donde la gente espera sin esperanzas y el amor es apenas otra forma del desencuentro.

“Los seres marinos, cuando no tocan el fondo del mar, se adaptan a una vida flotante o pelágica”, estudió  Perseu  la tarde  del 15 de mayo de 192…” leemos en la página  27.

Así son las criaturas que habitan La  ciudad sitiada: flotantes. Almas en pena o a veces sin pena.

Como todos, Lucrécia quiere estar donde no está. Para ella el amor es la  simple promesa de la huida y los hombres apenas un pretexto para escapar a otros reinos.  Los únicos que pueden llevarla a una ciudad más grande. Y a otra. Y a otra. Hasta que todo  se torne de nuevo pequeño y vuelta a empezar hasta el fin de los tiempos.

Porque en La ciudad sitiada no hay principio ni fin. Aunque a veces lo parezca, como al comienzo de la novela:

“Apenas terminó de hablar cuando el reloj de la iglesia tocó la primera campanada, dorada, solemne. El pueblo pareció oír por un instante el espacio… el estandarte de la mano de un ángel se inmovilizó, estremeciéndose. Pero de repente los fuegos artificiales subieron y estallaron entre las campanadas. La multitud, espabilada del sueño rápido al que  había sucumbido, se movió bruscamente  y de nuevo reventaron los gritos en el carrusel”.

En ese breve párrafo ya está condensado todo.  La primera campanada es la de la fundación de un mundo  donde el pueblo oye el espacio y empieza a ensancharse con él. A ensancharse en él. 

Mientras eso sucede, el ángel del tiempo enciende los  fuegos artificiales y despierta a una multitud que se agolpa  a esperar su turno frente al carrusel de la vida.

¿Es posible pensar en una metáfora que resuma de mejor manera el juego eterno de la vida y la muerte?

La vida como un fuego de artificio.

La muerte como estremecimiento inmóvil.

                                                        Clarice Lispector


Lo demás son apenas nombres. Apariencias. Lucrécia Neves y los hombres: El teniente Felipe, Perseu María, Mateus, el doctor Lucas. Y está también   Ana, su madre: acaso otra manifestación de la luz herida que atraviesa las calles, las casas y las vidas de quienes  habitan en S. Geraldo,  ese pueblo que se hace ciudad y arrastra consigo una multitud de objetos (sombreros, zapatos de charol, tazas, flores, artificiales) a los que la  gente intenta aferrarse en su tránsito hacia el abismo.

Y como testigo indiferente, “un dios impersonal para quien las nubes fuesen una manera de no estar en la tierra y las sierras la manera de estar más lejos”.

Mientras eso sucede, afuera pasa un asunto sin importancia: apenas la vida.

La vida según Clarice Lispector.

PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada



jueves, 15 de marzo de 2018

La épica del fracaso





 “Yo, Nils Gugstrum, juro que si no llego a ser miembro  del club  de campo de Gory Brook antes de cumplir  los veinticinco años, me ahorcaré”.
  
Gory  Brook es un campo de golf, y Nils Gugstrum es el  ausente protagonista de un cuento titulado Una visión del mundo, incluido en la antología de relatos de John Cheever, publicada por Random House  en 2018.

En realidad, Una visión del mundo podría ser el título de la obra toda de Cheever, amasada con la materia de los más puros desastres: los de las ambiciones personales, los del contrato social, los de los atavismos religiosos y los de la competencia incesante por ascender  en la escalera de la vida económica y social.

Por eso mismo, porque sospechan que cada paso en la ruta de  su arribismo  es en realidad una aproximación  al despeñadero, las criaturas de Cheever van por el mundo  con el aire crispado de quien  presiente lo ineludible.

Los círculos de su infierno van de la alcoba conyugal a las reuniones de la empresa. De las fiestas y asados donde compiten y a la vez se reconocen en su fragilidad a los momentos de suprema soledad que solo las canciones y el alcohol pueden mitigar.



A lo largo de 861 páginas siempre encontramos a alguien  destapando una botella de vino, de whisky, de ginebra o de cogñac. Siempre hay un marido o una esposa intentando seducir a la pareja del vecino en un último intento de redención o de disolución total. En las historias de Cheever la gente espía las desdichas del vecino como una forma de consolación: si no hay algo parecido a la  felicidad en estas vidas, lo mejor es curarse las propias heridas  comparándolas con las desventuras del prójimo.

“Estoy sentado al sol bebiendo ginebra. Son las diez de  la mañana. Domingo. La señora Uxbridge se ha ido a algún sitio con los niños. La señora Uxbridge es nuestra ama de llaves. Prepara las comidas  y se ocupa de  Peter y de Louise”

¿Puede alguien imaginar una escena más desolada que un padre de familia embriagándose una mañana de domingo, el día que se supone asignado a la felicidad familiar, al hogar dulce hogar  tantas veces celebrado por el cancionero popular?



Y si: eso le pasa al narrador de un  cuento  cuyo título es en realidad una premonición: La cuarta alarma.

El hombre bebe porque ha visto   al edificio del  Sueño Americano desplomarse a sus pies… con él y los suyos adentro.

Y Cheever sabe tanto de esas cosas.  Nació en 1912, lo que  equivale a decir que se hizo grande en medio de las dos guerras mundiales , es decir, el periodo de la historia en el que la fe en el progreso, fundada por el  Renacimiento  y afirmada por la Revolución  Industrial, se hizo trizas arrastrando consigo las  ilusiones de varias generaciones.

                                                              John Cheever


Más tarde,  el escritor  fue testigo de una curiosa variación de  las aspiraciones trascendentes: el momento en que Norteamérica  redujo el tamaño de sus expectativas a poseer  una casa con barbacoa en el antejardín, un  Ford en el garaje  y una colección entera de   aparatos domésticos.

En otras palabras,  una suerte de liturgia donde la gente les endosa sus preocupaciones cotidianas a los objetos  para entregarse en cuerpo y alma a su desesperación.

Cuando ya  no resisten más, estos hombres y mujeres huyen hacia las casas de campo, a los supermercados, a los autocines, a los restaurantes, a los hoteles de paso y a los sitios nocturnos donde la  voz convulsa de  Louis Amstrong canta:  What a Wonderful  world.



Ustedes ya saben: dime de qué presumes y te diré  qué te hace falta.

Ricos, célebres, exitosos o  ansiosos por serlo, los personajes de Cheever son una procesión de almas en pena que se aferran a la fiesta,  a la botella o a la cópula furtiva como a una última tabla de salvación. Se apellidan Pommeroy, Hollis o Harley. Pero esas son solo maneras de nombrar   la épica del fracaso que surca sus vidas. Antes que cuentista, Cheever es una suerte de sismógrafo que traduce en cuentos la desventura de estos seres que siempre están repitiendo una eterna letanía prefigurada en el título del primero  de los cuentos de esta selección:

Adiós, hermano mío.

PDT Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 8 de marzo de 2018

Desnudas y en lo oscuro





Mediados por la liturgia o el carnaval, los seres humanos  siempre hemos necesitado de fechas consagradas a celebrar momentos  esenciales de la existencia que pasan invariablemente por lo sagrado o lo profano.

En ese contexto, existen actos cuya intencionalidad es manifiestamente política, en tanto apuntan a recordar momentos claves para las  reivindicaciones o expectativas de  un determinado grupo social.

Así sucedió hasta  hace pocos años con el   Día Internacional  de la Mujer Trabajadora, convertido  ahora en el mes de la mujer por obra  y gracia de los gremios  que agrupan a los comerciantes. La academia, los medios de comunicación, las organizaciones no gubernamentales y, por supuesto, las asociaciones de mujeres, destinaban ese día a recordar qué tiene de especial la fecha del 8 de  marzo en el ámbito histórico y social de las reivindicaciones femeninas, así como a la revisión de las tareas por cumplir.



Pero de un tiempo para acá, a tono con una manera de ver el mundo que todo lo banaliza y lo convierte en mercancía, el día  de  las mujeres, al menos en el caso colombiano, empezó a parecerse   cada vez más a esas fechas en las que se nos recuerda  que todos tenemos madre, padre y además nos enamoramos de vez en cuando, condición  que debemos   demostrar  con un regalo cuyo precio será proporcional al tamaño de nuestros sentimientos.

De  modo que todo cambió : los vendedores de flores y tarjetas de ocasión se tomaron  las calles- lo cual es apenas comprensible en una país donde cada vez más personas sobreviven del rebusque- las emisoras  se dedicaron a  propagar hasta el hartazgo la demagogia ginecofilica  de las canciones de Arjona y Alberto Plaza, los almacenes anunciaron promociones de tangas y, para no  quedarse atrás los moteles y discotecas organizaron  paquetes de  dos por uno, “ porque ellas se lo merecen todo”, según rezaba  el anuncio publicado en un periódico.



Como si   fuera poco, los espacios de entretenimiento en los noticieros de televisión se abrieron “para  que ellas expresen lo que sienten y piensan” animadas por las palabras  de una presentadora anoréxica.

A su vez las  cadenas de radio pusieron a disposición del público sus páginas de Internet para que los oyentes  ejercitaran ese remedo de participación ciudadana que son las llamadas al aire o el intercambio de mensajes  a través de los medios electrónicos.

Siguiendo el ejemplo del cantante  Juanes, elevado a la categoría  de “conciencia social del país” por los malabares de los grandes diarios, cientos de colombianos pusieron a prueba su  imaginación y creatividad repitiendo una y mil veces que nuestras mujeres son una chimba.



El resultado de toda esa puesta en escena  es que cada vez se habla más del lado glamoroso del universo femenino, incluidos los innegables atractivos de su desnudez, mientras se corre un velo sobre ese  territorio   oscuro donde son víctimas de la explotación sexual, de las inequidades en  materia laboral y salarial y de ese hogar dulce hogar donde sigue  siendo frecuente que se resuelva a punta de  insultos y golpes todo aquello que no nos gusta.

 Por eso, es bastante  probable que una vez curadas de la resaca de tantas celebraciones en las que abundan las serenatas de ranchenato, miles  de  nuestras   mujeres se  despierten  convertidas en símbolo viviente de la realidad colombiana de hoy : es decir, desnudas y en lo oscuro.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada