miércoles, 31 de agosto de 2022

El vino, el tiempo y la imposibilidad del regreso



 

                                                  El Tiempo es centelleo y ciencia el sueño.

                                                                    Paul Valéry


Corren los años noventa del siglo XX. Es un domingo de abril, justo en la frontera que cierra el  verano y da paso al otoño en el cono sur de América.  Un grupo de hombres y mujeres  de dos generaciones están reunidos en la casa de campo recién comprada por Willi Gutiérrez  luego de su regreso a Argentina después de  más de treinta años de vivir en Europa. José Carlos y Gabriela, Lucía y Riera, Nula y Diana, Clara y Marcos, Soldi y Violeta, Leonor Calgani y el propio Gutiérrez. También están Carlos Tomatis, así como  Amalia y Leopoldo. Los dos últimos  realizan  tareas domésticas en la casa y, en la práctica, son de momento la única familia del dueño.

 

Las razones del exilio de Gutiérrez no son del todo claras. Lo único cierto es que un día desapareció sin avisarle a  ninguno de sus amigos y regresó de la misma manera, como si su vida hubiera entrado en suspensión para materializarse , más de tres décadas después, en las calles de la ciudad que parecía haberlo olvidado. De paso, se informa al lector de algo que  no alcanza a ser dato: Gutiérrez podría ser el padre de Lucía, la hija de Leonor, con quien vivió una pasión tormentosa durante  una de las muchas infidelidades  de la mujer.

 

 El anfitrión recibe a sus invitados con  una parrillada en la que fluyen el vino y las conversaciones en una especie de  juego en el  que todos tratan de encontrar en las palabras de los otros algunas claves que les permitan entender el propio destino, si tal cosa es posible: comprenderse  a sí mismo y, de paso, al mundo.

 

Es el viejo juego de los espejos en el que los otros nos devuelven visiones fugaces de nuestro propio  reflejo: palabras, recuerdos , sensaciones, silencios. Todas esas cosas que conforman el malentendido que llamamos nuestra vida.

 


El martes anterior, Nula, comerciante en vinos y filósofo aficionado- en el fondo, todos lo somos- que intenta aproximarse a la  sustancia del devenir, camina por la orilla del río al lado de Gutiérrez  , a quien acaba de conocer en una visita comercial   cuyo propósito inicial era la venta de  algunas botellas de vino tinto y blanco. Van en busca de Escalante, un viejo amigo de Gutiérrez. En el trayecto, siente de esa manera certera en que se experimentan ciertas cosas, que su recorrido transcurre menos en el espacio que en el tiempo. Se lo dicta el flujo de las aguas recién  lavadas por la lluvia, que deja en la superficie algo así como una sucesión de olas diminutas,  que evocan en el observador el artificio conocido como “ el paso del tiempo”.

 

Es la  primera intuición de la imposibilidad del regreso, de todo regreso porque, en contravía de lo que dice el lugar común, la vida no   recorre  una línea recta en la que es posible identificar un antes y un después,  un adelante y un atrás. Al contrario : es  mas  bien una corriente que a cada momento se despliega en múltiples meandros y estos en otros nuevos hasta formar un archipiélago en el que resulta fácil perderse: el laberinto perfecto.

 

Una de las funciones de la memoria es encontrar la salida de ese laberinto.




Esa será la materia sobre la que se  levanta el edificio de La grande, novela del escritor argentino Juan José Saer, nacido en 1937 y muerto en 2005. Nada nuevo en realidad: la relación del   agua y el tiempo es la más socorrida de las metáforas visitadas por filósofos y poetas a lo largo de los siglos. Lo distinto aquí es el camino propuesto por el autor para acercarse a lo inasible. El narrador de La grande se sabe tan provisional como la más diminuta de las criaturas que conforman el vasto universo. Y sabe también que las palabras son lo único capaz de brindarnos  la  ilusión, y  por lo tanto  el consuelo de la perdurabilidad.

 

Por eso trata de aproximarse a la materia de los acontecimientos- otra fuente de malentendidos- con el sigilo de un depredador oculto en la espesura del bosque. Un  instante de distracción y todo el esfuerzo se habrá echado a perder.  Eso explica que lo primordial en la novela no sean los hechos, ni los protagonistas, esos formalismos utilizados para soslayar la inefabilidad de lo real.  El desafío está en el lenguaje. En eso que definiera don Francisco de Quevedo en  aquellos versos  utilizados como uno de los epígrafes de la novela: “…huyó lo que era firme, y solamente lo fugitivo permanece y dura”.



 El talante de lo fugitivo lo experimenta Nula después de uno de sus encuentros con Lucía, con la que vive una historia que, a falta de un nombre mejor, podemos llamar de amor. En palabras del narrador: (…) Por primera vez en su vida, Nula entra en ella explorando, como con una sonda  sensible y vibrátil, la selva oscura de sus vísceras, atravesando el silencio laborioso  de los órganos  que sostienen, con su disciplina exacta y continua, a causa de algún designio inexplicable, las formas atrayentes que, durante  cierto tiempo, antes de disgregarse en la negrura para cederles el paso a las nuevas que pugnan por salir, espejean, fugitivas, en la luz del día. A pesar del frenesí, de las contorsiones violentas, del placer real de la piel, de los abrazos densos y prolongados, de las caricias húmedas y de los gemidos, cuando unos minutos después de acabar están echados de espaldas en la cama, pegados una contra el otro, Nula comprende que el don de Lucía ha llegado demasiado tarde, y que también ella está pensando algo semejante (…)

 

Deudor de Proust,  Juan José  Saer intuye que , a su modo, Gutiérrez regresó de entre las sombras no con el propósito inútil de recuperar el tiempo perdido, sino de oficiar el rito imposible de su recuperación. En la fiesta del domingo,  jornada que cierra la novela, mientras los invitados toman fotografías con  una vieja cámara y se las rotan después de un rápido revelado, Gutiérrez irrumpe  con una cámara de video y se dedica  durante unos minutos a registrarlo todo, es decir, nada. Lo suyo es en realidad una parodia. Sabe que  ni el tiempo disecado de las  fotografías ni la vibración ilusoria de los registros digitales tienen relación alguna con aquello que sólo las palabras pueden conjurar: la irremediable desintegración de todo. En eso piensa, contemplando a sus invitados, pero en  especial a Leonor, ya envejecida y arrasada por los años pero para él igual de joven que en sus recuerdos, mientras enhebra en silencio un pensamiento: te dan setenta años para que vivas unas horas, unos minutos, y después no hay nada más que hacer con el resto; es tiempo gastado en vano.

 

Los trazos de la historia




Para que la sucesión de instantes cobre algún sentido, los hombres inventaron el concepto de historia  y  así se hicieron la ilusión de un encadenamiento lógico entre esos instantes. Da igual si se trata de la historia de un individuo o de pueblos enteros. Si se trata de una nota aparecida en la página de un diario o de la Historia Universal, que inspira tanta veneración en iniciados y legos por igual. Y como no puede haber una novela hecha sólo de sensaciones, La grande nos ubica en Santafe, ciudad donde transcurre todo, aunque el nombre no tarda en desvanecerse, para convertirse sólo en la ciudad. Así se la nombra todo el tiempo: la ciudad. La vida de sus habitantes discurre- esta palabra es esencial- a orillas de un río que es a la vez una bendición y una amenaza.  A modo de asidero para el lector, se le menciona con nombre propio: El Paraná. Siempre, en invierno o en verano, en otoño o en primavera , los habitantes  son conscientes de la presencia del río. Y no es que simplemente pase por la ciudad: el río atraviesa sus vidas. Es el conocido espejo de agua en el que todos se miran  y una  otra vez, sin reconocer del todo la imagen que les devuelve, porque siempre está cambiando. Es, en fin,  la sustancia que descompone la materia y, con ella, la ilusión de eternidad.

 

Carlos Tomatis, que asiste como testigo a la manera como Soldi, en compañía de Gabriela se documenta para escribir una historia  de El Precisionismo, tiene una vislumbre precisa de esa disolución y la expresa así: Pero el reino de los muertos no está en el confín de Occidente, en el lado izquierdo del mundo, sino adentro, en el interior de cada uno, es la carga que llevan sobre sus hombros todos los que, innecesaria  y miserablemente, nacen y mueren.


Así pues, el tiempo de La grande forma un arco que data de  comienzos del siglo XX, cuando una oleada  de inmigrantes trajo a la Argentina los antepasados de los protagonistas, así como a los del país entero: italianos, sirios, libaneses, judíos, españoles. Italiano es, por ejemplo, el padre de Mario Brando, fundador y líder del movimiento literario conocido como  Precisionismo,  cuyo objetivo es fundir los lenguajes de la ciencia y la poesía para alcanzar así el máximo nivel de precisión: algo así como los métodos de la industria trasladados a la literatura. Brando es, además , la caricatura  de un producto  típico de América Latina : el burócrata poeta, animal mítico capaz de combinar la búsqueda de la belleza con las abyectas prácticas que acompañan toda lucha por el poder, incluida la relación con los militares, tan frecuente en los países del sur de América. En ese difícil juego, Brando contemporiza y compite a la vez con los exponentes de otras capillas literarias: el regionalismo, el neoclasicismo y otras modas heredadas de corrientes europeas en trance de extinción.

 

Por su parte, Nula es nieto de Yusef, inmigrante sirio  que huye de la violencia, para encontrarla de nuevo en su país de acogida, encarnada en una dictadura  militar que acaba por asesinar  a su  hijo, así como a miles de argentinos  clasificados bajo la etiqueta común de subversivos, esos  hombres y mujeres que ofrendaron la vida en su intento de cambiar el mundo, ignorantes de que el mundo cambia por sí solo todo el tiempo. Con el paso de los años, muchos  descendientes de esos inmigrantes, que no pudieron hacerse a un lugar en la tierra de promisión, acabarán condenados a vivir en barriadas periféricas conocidas con el nombre de Villas Miseria, donde el hambre, la basura, la humillación, la angustia y la violencia devienen única forma de identidad.  Carlos Tomatis lo  resume de esta manera:  A ella han venido a parar sucesivamente todos los que, viniendo desde el fondo de la aflicción, en las provincias del Norte, en el Paraguay, en Bolivia, e incluso en el Perú, pensaban encontrar en las ciudades del litoral algún alivio o alguna esperanza.

 

Y así, en un entrelazarse continuo de lenguas, músicas, tonalidades de piel, comidas y creencias cuyos contornos, al desdibujarse, dan la ilusión de pertenecer a una tierra común.

 

En ese tejer y destejer  surge la otra gran metáfora: el deseo, el fuego amoroso que enciende las vidas y no tarda en reducirlas a  cenizas. La esperanza de redención que brota y se anula, como todo lo demás. Es el deseo de Nula  y Diana, su mujer. De Nula y Virginia, una colega del negocio de vinos. El de   Gutiérrez y Leonor, tan lejano que pertenece más al incierto terreno de los sueños que a las precarias certezas de la vigilia.

 

 

Para  que el lector sienta en las propias entrañas la dimensión precisa de esa forma de la muerte que es el objeto de  deseo ya marchito, el narrador no ahorra imágenes como esta para referirse a Leonor Calcagno : (…) Si fue hermosa alguna vez, ya no conserva ni la más leve sombra de esa hermosura; no debe pesar más de cuarenta kilos; su piel oscura, estragada por su exposición permanente al sol, o peor aún, a las lámparas de bronceado artificial, las cremas, los regímenes para adelgazar, los estiramientos y los injertos de piel, los trasplantes capilares y los teñidos, las aplicaciones  de silicona en los senos y los labios para volverlos supuestamente más sensuales, fueron erosionando, si alguna vez la tuvo, su hermosura (…)

 

Las obras del tiempo



Trasmitir la idea del paso del tiempo supone un desafío para el lenguaje, porque los sucesos y las sensaciones siempre van un paso más allá. Quizás el vuelo del colibrí, con su infatigable ir y venir en busca del néctar- otra imagen del deseo- se acerque un poco, pero nada más. De ahí la singular sintaxis de la novela, la reiteración de comas- otro recurso proustiano- los párrafos extensos, la invocación permanente de aromas, sabores, colores. No es casual que Nula sea un vendedor de vinos: esta bebida, rodeada de un aura mítica en todas las culturas, viene a  cerrar el triángulo que sustenta el armazón de la novela de Saer: el agua, el deseo, la ebriedad y todo lo que tienen de provisionalidad . Estas parecen ser las razones últimas de la búsqueda de Gutiérrez, o al menos es lo que siente Tomatis cuando, contemplándolo de pie junto a la pileta,  recita para sí mismo: Salió de su casa y tuvo que atravesar el universo entero para llegar a la esquina, de modo que ahora sabe el esfuerzo que ir hasta la esquina exige, y lo que lo inmediato significa.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

 https://www.youtube.com/watch?v=ZP406JRIUsc

 

 

 

 

 

 

 

 

 

martes, 23 de agosto de 2022

CÁPSULAS PARA EL INSOMNIO V

                                         Insomnio ( Salvador Dalí)



LXXIX

El poder de la poesía: desde mucho antes de Poe, el graznido y las alas del cuervo funcionan como anuncios del abismo.


LXXX

Mozart para las mañanas, Serrat en las tardes, Lou Reed en las noches y Magaldi para las madrugadas : también la música tiene sus caprichos.


LXXXI

Suspirando y gimiendo en su valle de lágrimas van los suicidas.


LXXXII

La casa, el amado y la muerte como puertos: casi sin proponérselo, la vida forja sus metáforas.


LXXXIII

Te absuelvo, dijo el culpable.


LXXXIV

El diván, el bar y el confesionario: tablas de náufrago para los desairados de Dios y de los hombres.


LXXXV

Pararse en una esquina, y sobrevivir al  vértigo de las multitudes es también una modesta forma de heroísmo.


LXXXVI

Sin sus cadenas el hombre tiende a disolverse en el vacío.


LXXXVII

¿Qué sería del poderoso sin el débil?


LXXXVIII

El mal como aberración de la conducta o como entidad moral. De eso depende si vamos al sanatorio o al infierno.


LVXXXIX

En  el sexo el feroz combate de los cuerpos es cualquier cosa menos una comunión.


XC

Adultos mayores, animales de compañía, trabajadoras sexuales, afrodescendientes, habitantes de calle, discapacitados, privados de la libertad, comunidad LGTBI. El lenguaje de la corrección política pretende desdibujar el mundo hasta lo irreconocible.


XCI

Navegar cuerpo adentro por meandros de sangre es oficio de médicos y poetas.


XCII

Poetas, médicos y filósofos: qué búsqueda inútil de los arcanos de la vida y la muerte.


XCIII

Esos que van silbando al caminar sólo tratan de ahuyentar sus demonios.


XCIV

Como niños en la oscuridad, todos pastoreamos nuestro rebaño de temores.


XCV

Todos hablan de la soledad del portero ante el penalti. Pocos se ocupan del desamparo del ejecutor ante  el furor de la multitud.


XCVI

¿ Por qué la literatura amorosa no se ocupa de los jamás amados?


XCVII

Los olvidos de Dios son los agujeros negros de la Historia.


XCVIII

Los cronistas se ocupan de las historias mientras los académicos se las arreglan con la Historia, dicen los expertos, como si una pudiera vivir sin las otras.


XCIX

"Ódiame por piedad yo te lo pido", canta el borracho y uno no sabe si lo suyo es soberbia o resignación.


C

La lucha del ensayista por encontrar su propia voz a menudo se ahoga en un mar de citas.


CI

Silencioso y firme como una piedra: la aspiración del estoico.


CII

El de provocar deseo es el más letal de todos los poderes.


CIII

Los derechos de propiedad intelectual son otra forma de la soberbia.


CIV

En el concepto de propiedad privada subyace  el atavismo animal de control del territorio.



PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=6HejiAQvuHM

martes, 9 de agosto de 2022

El dulce crepitar del fuego



 Crossroads

 Vivir enloquece. Los desencuentros, las inconsecuencias, las deslealtades y los adioses van minando la mucha o poca dosis de lucidez con la que llegamos equipados al mundo. Por eso, al final de la jornada solo podemos conciliar el sueño con la ayuda de una biblia, un frasco de somníferos , una botella de ron , de alguna otra cosa… o del control del televisor sobre la mesa de noche. Ese color azul enfermizo que vemos parpadear de madrugada en las ventanas, es  el llamado de auxilio de alguien que ya no puede encontrar sosiego.

 No importa lo que digan los biempensantes o los manuales de autoayuda: cuanto más feliz dice ser la gente, más oscuro es el agujero de su desdicha.

 No puede ser de otra manera: desde el nacimiento hasta la muerte, debemos sortear los señuelos plantados en el camino a  modo de promesas. En algunos sólo nos llevamos un susto. En otros, nos tronchamos un tobillo o nos partimos un brazo. Y en  unos cuantos más nos precipitamos sin fórmula de juicio en los profundos infiernos.

 Por eso las encrucijadas nos desafían a intuir los riesgos y escoger, si no el mejor, el menos tortuoso de los  caminos. Guiados por el instinto, los animales suelen ser más atinados en sus elecciones. Los humanos en cambio, sujetos pensantes al fin y al cabo, a menudo elegimos la ruta llena de zarzas, guijarros y espinas. En el matrimonio, en la profesión, en los negocios, en la paternidad, en el sexo y en otros asuntos de mayor o menor importancia, la sensatez suele  abandonarnos cuando más la necesitamos.

 En esos momentos  volvemos a los orígenes y añoramos la seguridad de la cueva, el dulce crepitar del fuego que calienta la sangre y ahuyenta las fieras. El aliento del hogar primigenio.

 Sin excepción, los personajes de Encrucijadas, la más reciente   novela del escritor norteamericano Jonathan Franzen, van por el mundo buscando el rastro de ese fuego. Al igual que las criaturas  de los cuentos y novelas de William Faulkner, John Updike, Philip Roth, John Cheever, Raymond Carver, Saul Bellow, Thomas Pynchon o D.W. Wallace,  estos seres miembros  de  familias hechas trizas devienen metáforas de ese gran desastre  colectivo llamado  “Sueño Americano”. En  una sociedad entregada en cuerpo y alma al consumo y el entretenimiento, que todo el tiempo estimula a partes iguales la avidez y el derroche, la angustia y la ansiedad resultan ser la única forma de sentirse vivo.



Eso lo sienten, aunque casi nunca lo saben, personas como Russ Hildebrandt, pastor de la Iglesia Reformada en una parroquia de New Prospect o su colega y competidor Rick Ambrose, un ministro más joven que él. Apoyado en su carisma y energía juvenil,  Ambrose acabó por arrebatarle el grupo mayoritario de sus jóvenes feligreses, dejándolo sumido en un resentimiento que se alimenta de sí mismo y que a veces se manifiesta en distintas formas de celos y crispación sexual.

 La familia de  Russ está integrada por Marion, su mujer, y por sus  cuatro hijos: Clem, Perry, Judson  y Becky.  Como todos sabemos, a su manera, los amantes furtivos  o públicos, pasados o presentes, afectan con su fuerza  centrífuga la estructura de toda familia. Por eso el adulterio es   anhelado y temido a la vez. Sin su aliento, las parejas se extraviarían en el tedio y el desprecio mutuos, pero su fuego, cuando se pierde el control, puede reducirlos a todos a cenizas.

 Russ, por ejemplo,  cree estar enamorado de la señora Frances Cottrell, una viuda joven que asiste  a su iglesia y lo acompaña en sus misiones de caridad y servicio social en barriadas de negros que la intimidan y entusiasman por igual. Consciente del deseo que despierta en Russ, se involucra en un juego de  seducción que ella misma acabará por tomarse en serio, a pesar de sus alardes sobre la vitalidad de otros amantes, en contraste con el apocado y timorato predicador.



 Por su lado, Marion se refugia en el pasado: persigue el recuerdo de Bradley, un vendedor proclive a las proezas sexuales, de quien quedó embarazada treinta años  atrás, dejando en su mente  la imagen lacerante de un aborto que la asedia en sus cada vez más  frecuentes noches de desvelo.

 Atrapados en esa red, todos dudan de todos y a la vez se necesitan, con las contradictorias emociones de un adicto a las drogas

 Mientras eso sucede, los hijos de   Marion y Russ se adentran en su propio laberinto. Sus pasadizos conducen a Perry   a las drogas fuertes propias de los tiempos; en otros, como le sucede a Clem, a un enfrentamiento  con lo que él llama sus convicciones, en este caso resumidas en su decisión de enrolarse en los  contingentes que van a Vietnam.  A su vez Becky  debe enfrentar el reto de un embarazo y un  matrimonio prematuro, al tiempo que Judson,  todavía niño, contempla impávido cómo sus padres se le escapan con creciente frecuencia a su reino de sombras.



 "Los años del desmadre"

El presente de la novela, al menos en el sentido convencional de esa palabra, transcurre en el tránsito de los sesenta a los setenta, con todo y su carga de gritos de libertad de  toda índole: sexual, moral, política, familiar, cultural. Por eso, los sonidos del rock son omnipresentes: The Beatles, The Rolling Stones, Crosby Stills and Nash; Yes, Caroline King, Cream, Creedence Clearwater Revival, The Who, Grand Funk Railroad, Vanilla Fudge y varias decenas de grupos más, suenan todo el tiempo a modo de banda sonora de esos erráticos destinos.

 Y como la música es una de las claves de la historia, es tiempo de decir que el título fue tomado de Crossroads, la  legendaria canción del no menos mítico músico de blues Robert Johnson. Según la leyenda, igual que el doctor Fausto,  en un cruce de caminos Johnson le vendió el alma al diablo a cambio de su genio  musical.

 Russ tiene una colección de discos del más puro blues negro del Mississippi, entre ellos los de Johnson, que cuida como uno de sus tesoros  más preciados. Por los días en que intenta seducir  a Frances, le presta los vinilos. Por  descuido, la mujer se para en ellos y rompe un par: un presagio de lo que iba a pasar con una relación trunca desde el comienzo.




 No es casual que escritores norteamericanos como Thomas Pynchon, David Foster Wallace  y el mismo Franzen tengan una filiación cercana con el rock. Desde mediados del siglo XX esa música ha sabido expresar como ninguna otra el malestar, el desasosiego, las rupturas, los miedos de una sociedad que invade países lejanos a nombre de la libertad al tiempo que entra a saco en la vida de sus propios ciudadanos a través de todos los medios de comunicación posibles, entre ellos los muy efectivos púlpitos de la legión de iglesias católicas y evangélicas que se multiplican por todo su territorio.

 

Ese es otro de los componentes fuertes de  Encrucijadas: la omnipresencia de la religión en la vida de sus protagonistas. En algunos casos las búsquedas espirituales son profundas y honestas. En otros son una manera de encontrarse con sus iguales, como pasa con los jóvenes y adolescentes. Unos cuantos más son instrumentos de promoción social y  no pocos son expresión de una curiosa forma de ateísmo: feligreses que van a la iglesia pero no creen en Dios. De cualquier manera , esas fuerzas no paran de cobrar aliento: en el siglo XXI de las tecnologías y los descubrimientos,  las sectas representan un caudal electoral decisorio en Norteamérica y otros países.



La fe de los desesperados

 Como tantos, Russ Hildebrandt se debate entre la fe y el escepticismo. Tiene fe en el apostolado social caro a las enseñanzas de Cristo, pero desconfía de los mensajes trascendentes. Como en su relación con Frances, también los de la religión son asuntos de aquí y ahora. Buscando un atajo a sus tribulaciones, acaba por idealizar a quienes él cree sus amigos, habitantes de una reserva de indios navajos donde predicó en su juventud y a la que ahora, agobiado por las dudas sobre su matrimonio y por su creciente exasperación sexual ante la cercanía de la  viuda Cottrell, emprende una especie de viaje iniciático que se parece bastante a una búsqueda  de la redención.

 Al final,  el único aprendizaje  resulta ser el más obvio: que sus amigos indios son apenas seres humanos como los demás, movidos por la ambición, la codicia, la traición, la lujuria y las  pugnas por el poder.

 

¿A qué madero salvador aferrarse entonces en esa encrucijada?

 

Ese es el meollo de la novela de Franzen: no hay madero. Ni para Russ, ni para su familia, ni para sus amigos ni para sus feligreses. Mucho menos hay madero para los Estados Unidos de América, un país atrapado  en una suma de  contradicciones sin fin: la inútil guerra contra las drogas emprendida durante el gobierno de Nixon, la tozudez de  enviar  una generación entera de jóvenes negros, pobres, inmigrantes, indios y marginales a matar y morir en la  más que perdida Guerra de Vietnam, así como la demencial insistencia en estimular el consumo y el derroche como soportes de todo el sistema.



 En suma, el lado más oscuro del tan promocionado American Way of Life, replicado a pie  juntillas en todo el  mundo y con visos de expandirse   a otros planetas, según se advierte tras los visillos de la carrera espacial.

 Ese estado del alma aparece condensado  al final de la novela, en la página  562 de la traducción castellana editada por el sello Salamandra. Atrapada en su propia  encrucijada, Marion decide  huir al pasado y emprende un viaje a  Los Ángeles,  para cumplir una cita con   Bradley, su amante de tres décadas atrás y padre de su hijo malogrado. Tras su frustrante encuentro, se sume en un monólogo silencioso, que el narrador recrea así:

 

“El chabacano biombo oriental del comedor la acongojó. Saber que se había vuelto vegetariano y abstemio la acongojó. Las cápsulas de vitaminas que tragó con el té helado la acongojaron. La  cúpula de ensaladilla de huevo sobre un lecho de lechuga la acongojó tanto que no pudo ni tocarla. Sentía en el pecho la opresión del tremendo error que era estar ahí. Que hubiera pensado en follar ( porque se trataba de eso, la verdad, por eso había pasado hambre e inventado un pretexto para ir a Los Ángeles) le pareció tan insensato que deseó no haberlo hecho nunca con Bradley. Deseó no haberlo hecho nunca con nadie. Estar a sus cincuenta años en un convento, levantarse cada mañana y oír el dulce canto de los pájaros, dedicarse a amar a Dios. Ojalá ésa hubiera sido su vida en lugar de ésta…”

 ¿ Puede alguien imaginar una imagen más certera del fracaso de las aspiraciones humanas?

  En ese intento desesperado, los personajes de Encrucijada ensayan, cada uno a su manera, su propio salto  al vacío.  Russ teje y desteje sus fantasías   sexuales con la viuda Frances, que concluyen de la única manera posible: con una penetración a medias. A su vez, ésta se  pierde  en enredos de cama con hombres que nunca  son Russ. Mientras eso sucede, Clem se empecina en ir a la guerra para inmolarse en nombre de todos los excluidos de su país. Por su lado, Becky juega a ser una mamá  esposa casi niña, mientras Perry  se abisma en las tinieblas de las drogas químicas, una de las señas de identidad de los tiempos: explorar la conciencia, le decían a  esa forma de la autodestrucción. ¿ Y el pequeño Judson?  Bueno,  es apenas un niño. Ya tendrá tiempo de enfrentar su propia encrucijada.

 Lo más inquietante de todo  resulta  ser el hecho de que, de distintas maneras, estas  vidas  giren alrededor de una iglesia y de un pastor descreído y acorralado por sus impulsos más mundanos. Hasta Clem, que emprende un viaje a  Los Andes peruanos del mismo modo que los jipis peregrinaban  a  la remota Katmandú, acaba por regresar a casa… lo que tampoco solucionará nada.

 Al final, decepcionados del mundo tanto como de ellos mismos, Marion y Russ se brindan el consuelo de  una reconciliación. Una especie de balsa para náufragos.

 Como ellos, vencidos por fuerzas cuyos designios desconocen , los protagonistas de esta  novela siempre están de vuelta hacia un algo que no puede ser sino el dulce crepitar del fuego que nos llama desde las cavernas prehistóricas.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Yd60nI4sa9A