Hay lectores que viajan a lugares remotos con el propósito de visitar las
casas donde nacieron, vivieron o murieron sus autores amados. La suya es la
misma devoción de las personas que peregrinan en oración hasta lugares
definidos como santos por sus creencias religiosas.
A juzgar por los textos recopilados en su libro
titulado Cápsulas Literarias, el escritor colombiano Javier Amaya
pertenece a esa condición. Radicado en Seattle (USA) desde hace muchos años, ha
convertido esa ciudad en punto de partida para viajar a ciudades tan distantes
entre si como Weimar, Baltimore, Coyoacán, Terezín, Viena, Buenos Aires,
Frankfurt o Pereira, Colombia, la ciudad donde nació el autor.
Detrás de esa cartografía alienta una obsesión: la búsqueda de los rastros
dejados a su paso por el mundo por escritores que marcaron a su vez el alma de
lectores que un día se hicieron partícipes de sus revelaciones a través de un
poema, de un cuento, una novela, un ensayo o cualquier otro género de los
muchos establecidos por los estudiosos.
Hoy es martes y París en otoño es frío y lluvioso,
pero tengo una oportunidad única. Tuve suerte en conseguir dos sillas en la
hilera ocho en la nave central. Las cortinas se corren a izquierda y derecha y
ahí está el hombre que de inmediato es recibido por un sonoro aplauso.
El hombre en cuestión es el cantautor francés de origen armenio Charles
Aznavour y Javier Amaya estuvo allí para contarlo, así como ha estado en muchos
otros sitios de los que da cuenta en las ciento cincuenta y seis páginas del
libro. A través de treinta y siete textos breves el autor nos lleva en un viaje
de ida y vuelta por los lugares donde seres atormentados o dichosos levantaron
para los lectores edificios literarios que les han ayudado a transitar con un poco más de esperanza
entre las turbulencias del mundo.
Constituye un tópico eso de que a veces la realidad supera la ficción. Pero
también lo es el concepto contrario: las ficciones suelen superar la realidad,
en tanto pueden ofrecer una mirada en perspectiva de los seres y las cosas que
nos aproxima a sus estados de alma en toda la dimensión de su complejidad.
Sospecho que el lector peregrino conserva la ilusión de que algo de ese
espíritu haya impregnado las paredes, los muebles o el aire donde se
escribieron las historias que marcaron tantas vidas. En esa búsqueda, el
narrador de Cápsulas Literarias nos comparte estampas como esta, en un texto titulado La Última residencia de
Nicolai Gogol:
Arbat es un vecindario de Moscú bien conectado por
transporte masivo, muy transitado y repleto de árboles y de amplias avenidas.
Durante el periodo soviético, albergaba la tienda de Editorial Progreso, la empresa estatal que imprimía cientos de libros en
muchos idiomas, a bajo costo, muy bien presentados y duraderos. Yo frecuentaba
esa tienda hace casi cuatro décadas todos los fines de semana y siempre
encontraba novedades literarias que trataba de comprar de inmediato (…)
(…) Lo que nadie me contó es que en ese vecindario
de Arbat, en la avenida Nikitsky el escritor Nicolai Gogol (1809-1859) tuvo su
última residencia y que funciona como museo abierto al público, casi desde su
muerte (…)
Casa de Leon Trotsky en Coyoacán
Poco importa si algunas de esas casas son a su vez ficciones construidas para satisfacer la curiosidad de turistas cultos. Como en todo viaje de esta índole, lo importante es la ilusión de sentirse tocado por la gracia, por el aura de lo sagrado, al modo de esos creyentes convencidos de que tienen en su poder una astilla- por minúscula que sea- del madero de la crucifixión. Ese aire se hace manifiesto en el relato escrito después de la visita del autor a la casa mínima de Edgar Allan Poe en Baltimore :
La casa museo de Amity Street es un edificio
levantado en ladrillo extraordinariamente
bien conservado, de la primera
mitad del siglo XIX que ocupara Edgar
con su hermano, su tía, la abuela y su prima convertida luego en su esposa, a
quien doblaba en edad.
Los lugares de peregrinación son tan variados como el gusto de los lectores
y el estilo de los autores objeto de su devoción. Seguir esa estela se convierte en el motivo
único del viaje para esas personas. Desde la casa de Cervantes en Alcalá de
Henares hasta la Praga de Kafka, pasando por la mansión de Gabriel García
Márquez en Cartagena de Indias o la casa de Santos Lugares donde vivió Ernesto
Sabato en Buenos Aires se traza un
itinerario que, contra toda apariencia, es más mental que físico. Un rito que a
los no lectores siempre les ha parecido una superstición incomprensible. ¿Qué podría
decirles un párrafo como este?:
Los estantes con libros de Sábato son el alma de
la casa, aunque desafortunadamente creo que nadie sabe cuántos y cuáles son|
porque no han sido catalogados y reposan donde el escritor los dejó. Miro
algunos y noto que muchos libros carecen de lomo y no dejan ver ni título ni
autor. Veo claramente lo que debe ser una enciclopedia por el diseño uniforme
del lomo exterior. Hay fotos familiares y objetos donde resaltan los anteojos
de Sábato, lámparas, adornos y unas máquinas de escribir que ya nadie fabrica,
como una Remington y
una Olivetti.
El alma de la casa: ahí está la clave de todo. Con el teclado de esas máquinas de escribir el espíritu de Sábato les dio vida a Martín del Castillo, a Bruno Bassán, a Alejandra Vidal Olmos o a Juan Pablo Castel. Esa es la suprema aspiración del lector errante: una visión del alma de los autores a través de los objetos que los rodearon y en los que se apoyaron para sostenerse en el mundo. Para ellos es razón más que suficiente para alistar las valijas y emprender viaje hacia el rincón de la tierra donde- sospechan- yace oculto su Santo Grial.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=yxWjnVEP_n4