viernes, 11 de abril de 2025

Santos Lugares







Hay lectores que viajan a lugares remotos con el propósito de visitar las casas donde nacieron, vivieron o murieron sus autores amados. La suya es la misma devoción de las personas que peregrinan en oración hasta lugares definidos como santos por sus creencias religiosas.

A juzgar por los textos recopilados en su libro titulado Cápsulas Literarias, el escritor colombiano Javier Amaya pertenece a esa condición. Radicado en Seattle (USA) desde hace muchos años, ha convertido esa ciudad en punto de partida para viajar a ciudades tan distantes entre si como Weimar, Baltimore, Coyoacán, Terezín, Viena, Buenos Aires, Frankfurt o Pereira, Colombia, la ciudad donde nació el autor.

Detrás de esa cartografía alienta una obsesión: la búsqueda de los rastros dejados a su paso por el mundo por escritores que marcaron a su vez el alma de lectores que un día se hicieron partícipes de sus revelaciones a través de un poema, de un cuento, una novela, un ensayo o cualquier otro género de los muchos establecidos por los estudiosos.

Hoy es martes y París en otoño es frío y lluvioso, pero tengo una oportunidad única. Tuve suerte en conseguir dos sillas en la hilera ocho en la nave central. Las cortinas se corren a izquierda y derecha y ahí está el hombre que de inmediato es recibido por un sonoro aplauso.

El hombre en cuestión es el cantautor francés de origen armenio Charles Aznavour y Javier Amaya estuvo allí para contarlo, así como ha estado en muchos otros sitios de los que da cuenta en las ciento cincuenta y seis páginas del libro. A través de treinta y siete textos breves el autor nos lleva en un viaje de ida y vuelta por los lugares donde seres atormentados o dichosos levantaron para los lectores edificios literarios que les han ayudado   a transitar con un poco más de esperanza entre las turbulencias del mundo.


                                                 Casa de Goethe

Constituye un tópico eso de que a veces la realidad supera la ficción. Pero también lo es el concepto contrario: las ficciones suelen superar la realidad, en tanto pueden ofrecer una mirada en perspectiva de los seres y las cosas que nos aproxima a sus estados de alma en toda la dimensión de su complejidad. Sospecho que el lector peregrino conserva la ilusión de que algo de ese espíritu haya impregnado las paredes, los muebles o el aire donde se escribieron las historias que marcaron tantas vidas. En esa búsqueda, el narrador de Cápsulas Literarias nos comparte estampas como esta, en un  texto titulado La Última residencia de Nicolai Gogol:

Arbat es un vecindario de Moscú bien conectado por transporte masivo, muy transitado y repleto de árboles y de amplias avenidas. Durante el periodo soviético, albergaba la tienda de  Editorial Progreso, la empresa estatal que imprimía cientos de libros en muchos idiomas, a bajo costo, muy bien presentados y duraderos. Yo frecuentaba esa tienda hace casi cuatro décadas todos los fines de semana y siempre encontraba novedades literarias que trataba de comprar de inmediato (…)

(…) Lo que nadie me contó es que en ese vecindario de Arbat, en la avenida Nikitsky el escritor Nicolai Gogol (1809-1859) tuvo su última residencia y que funciona como museo abierto al público, casi desde su muerte (…)


                                                 Casa de Leon Trotsky en Coyoacán

Poco importa si algunas de esas casas son a su vez ficciones construidas para satisfacer la curiosidad de turistas cultos. Como en todo viaje de esta índole, lo importante es la ilusión de sentirse tocado por la gracia, por el aura de lo sagrado, al modo de esos creyentes convencidos de que tienen en su poder una astilla- por minúscula que sea- del madero de la crucifixión. Ese aire se hace manifiesto en el relato escrito después de la visita del autor a la   casa mínima de Edgar Allan Poe en Baltimore :

La casa museo de Amity Street es un edificio levantado en ladrillo extraordinariamente  bien conservado,  de la primera mitad del siglo XIX  que ocupara Edgar con su hermano, su tía, la abuela y su prima convertida luego en su esposa, a quien doblaba en edad.

Los lugares de peregrinación son tan variados como el gusto de los lectores y el estilo de los autores objeto de su devoción.  Seguir esa estela se convierte en el motivo único del viaje para esas personas. Desde la casa de Cervantes en Alcalá de Henares hasta la Praga de Kafka, pasando por la mansión de Gabriel García Márquez en Cartagena de Indias o la casa de Santos Lugares donde vivió Ernesto Sabato en Buenos  Aires se traza un itinerario que, contra toda apariencia, es más mental que físico. Un rito que a los no lectores siempre les ha parecido   una superstición incomprensible. ¿Qué podría decirles un párrafo como este?:

Los estantes con libros de Sábato son el alma de la casa, aunque desafortunadamente creo que nadie sabe cuántos y cuáles son| porque no han sido catalogados y reposan donde el escritor los dejó. Miro algunos y noto que muchos libros carecen de lomo y no dejan ver ni título ni autor. Veo claramente lo que debe ser una enciclopedia por el diseño uniforme del lomo exterior. Hay fotos familiares y objetos donde resaltan los anteojos de Sábato, lámparas, adornos y unas máquinas de escribir que ya nadie fabrica, como una Remington y una Olivetti.


                                                  Ernesto Sábato en Santos Lugares

El alma de la casa: ahí está la clave de todo. Con el teclado de esas máquinas de escribir el espíritu de Sábato les dio vida a Martín del Castillo, a Bruno Bassán, a Alejandra Vidal Olmos o a Juan Pablo Castel. Esa es la suprema aspiración del lector errante: una visión del alma de los autores a través de los objetos que los rodearon y en los que se apoyaron para sostenerse en el mundo. Para ellos es razón más que suficiente para alistar las valijas y emprender viaje hacia el rincón de la tierra donde- sospechan-  yace oculto su Santo Grial.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=yxWjnVEP_n4


martes, 1 de abril de 2025

El guardián entre el centeno

 




                                            El guardián entre filósofos


En el calendario de la liturgia católica existen fechas entrañables: el 8 y el 25 de diciembre, el 6 de enero y el Domingo de Resurección. Todas aluden a una forma de renacimiento, a un nuevo giro de la rueda del tiempo en el que los humanos cambian de piel y se aprestan para otro ciclo de su vida.

Todo empieza- es un decir, porque el acontecimiento se da en la eternidad-  la víspera del 8 de diciembre con la fiesta del alumbramiento. Por eso, en muchos lugares se encienden velas y faroles para conmemorar el momento de la Inmaculada Concepción. En la casa de mi abuela Ana María, ubicada en una vereda llamada El Tigre, se preparaba sancocho, natillas y buñuelos para repartir entre los vecinos. Siempre asumí como un honor la tarea de llevar la ofrenda a los habitantes de las casas cercanas y de convocar a los más lejanos para que se acercaran al banquete. Muy pronto comprobé que se trataba de los mismos participantes en los convites organizados a lo largo del año para arreglar caminos, reparar puentes, tender conductos de agua o trasladar enfermos a la cabecera municipal.

 De modo que lo sucedido el lunes 8 de diciembre de 1980 tuvo un significado especial para mí. Las noticias no viajaban tan rápido como hoy cuando, gracias a Internet, resulta imposible no enterarse de las cosas. Hasta la medianoche del día siete había estado encendiendo velas con algunos amigos del vecindario en la carrera octava con calle doce de Pereira: José Ferney Escobar, Nelson Marín, César Patiño y Mario López se contaban entre ellos. Eran los mismos con los que jugaba fútbol en cuanto potrero podíamos encontrar en Pereira y Dosquebradas, en perjuicio de las vacas y caballos que se veían desplazados por unas horas.

Y entonces llegaron los portadores de la noticia. Se trataba de Alberto Berón y Jorge Enrique Osorio, dos muchachos   apenas adolescentes que había conocido en la Taberna Akí, una suerte de pequeño templo del rock ubicado en la antigua Cámara de Comercio de Pereira, regentado por los hermanos Álvaro y Jorge Guarín.  “¡Mataron a John Lennon!”, exclamaron al unísono con voz trémula y una peligrosa palidez en el semblante. Después se supo que un tipo llamado Mark Chapman, en cuyo poder, aparte de una pistola todavía humeante, se encontró un ejemplar de The Catcher in the rye, la novela de J.D. Salinger traducida en algunos países como El cazador oculto y en otros con el título de El guardián entre el centeno. La obra fue objeto de culto entre  los lectores adolescentes después de su publicación en 1951. Resultó ineludible entonces que algunos encontraran relaciones entre Houlden Caulfield, su protagonista, y el asesino del músico.


                                                     Colorado, Osorio y Berón

Por supuesto, esa noche fui a la mencionada taberna a emborracharme hasta el delirio y a  escuchar, con la complicidad de Álvaro Guarín, el cancionero completo de Lennon en solitario y el de su carrera con The Beatles a lo largo de una década. Unos cuantos feligreses hacían lo mismo y de vez en cuando nos abrazábamos en busca de consuelo. Éramos, sin lugar a dudas, el club de los corazones solitarios. En esa taberna había conocido en el mes de marzo a una muchacha de mi edad llamada Gloria Cecilia Gómez que trabajaba en una tienda de ropa- es decir, mi “ Chica de la boutique”- que una noche lluviosa me ofreció sus labios a modo de recompensa por haberle descubierto una canción de Fleetwood Mac titulada  Never going back  again.  Fue toda una premonición: justo a los tres meses se fue de mi vida y nunca más volví a tener noticias suyas.

En muchos sentidos, la muerte violenta de Lennon marcó un antes y un después en la vida de mi generación. En lo externo fue la década de la caída del Muro de Berlín y con ella el derrumbe de la utopía socialista y el comienzo del reinado del ultraliberalismo encarnado en la dupla Reagan- Thatcher, que lo puso todo en manos de las implacables leyes del mercado. Cuatro décadas y media después, tipos como Trump, Milei, Bukele y compañía son la fiel expresión de esa manera de ver el mundo donde nociones como respeto, legalidad y solidaridad han sido borradas de la faz de la tierra… por ahora, espero. En Colombia gobernaba un siniestro y patético individuo empeñado en ser una caricatura de sí mismo, a lo que ayudaba bastante su infaltable corbatín, del que no se despojaba ni a la hora del sexo, según el decir de algunos caricaturistas. Se llamaba Julio César Turbay Ayala y fue el artífice de una figura llamada Estatuto de Seguridad, que le dio patente de corso a los militares para detener, torturar, desaparecer y asesinar a todo el que consideraran un enemigo real o imaginario del régimen. En medio de esa oleada de locura perdí a Cristina, una novia de mis tiempos de universidad, cuyo único delito conocido fue ser militante de la Juventud Comunista, una especie de escuela preparatoria para quienes después serían cuadros del partido. Ese horror prefiguró lo que después sería el exterminio de la Unión Patriótica, el partido político de izquierdas que vio caer acribillados a tiros a miles de sus militantes en todas las regiones de Colombia. Entre ellos se cuenta el dirigente Gildardo Castaño Orozco, quien fuera mi profesor de Economía Política, asesinado a balazos en las calles de Pereira el 6 de enero de 1989. De modo que el Día de Reyes también tuvo en mi vida su momento de oscuridad.




Buenas nuevas

Como toda vida es un paisaje de luz y de sombras, cinco años después de lo de Lennon Alberto Berón y Jorge Enrique Osorio, con admirable vocación salesiana, me trajeron un regalo que no me cansaré de agradecerles ni a ellos ni al hecho de estar vivo: me presentaron a Juan Carlos Pérez Salazar en la Semana Santa de 1985- otra vez las fechas litúrgicas-. Acordamos una visita a la finca La Coronaria, algo así como un señuelo del paraíso, donde a veces se refugiaban sus padres, el cardiólogo Joel Pérez Soto y Celina, la madre, una conversadora infinita que parece más bien una banda sonora desenrollándose en el tiempo bajo el impulso de una memoria inagotable: basta con mencionar un nombre, una anécdota, un lugar, para que de inmediato se active en ella un  mecanismo capaz de reconstruirlo todo con inaudita precisión.

A los pocos días, Juan me prestó varios libros de cuentos de J.D. Salinger y de H.P. Lovecraft y  ese fue el comienzo  de un diálogo que no cesa de renovarse, en el que pasamos del fútbol  a la gran literatura, de ahí al rock- en ese tiempo el hombre era fiel devoto de la banda  británica Queen- y de  éste  a los chismes parroquiales que, aún hoy, repasamos con  deleite cuando me llama  algunos sábados en la tarde desde su Londres de niebla.




Cuarenta años después, esa amistad se convirtió en una hermandad de la que participa la familia entera. El viejo, Joel, de cuya compañía disfruté en medio de veladas animadas por libros, por ideas políticas y por muchas botellas de ron, murió en octubre de 2012. Pero quedan Celina y sus hijos, Juan Carlos, Mauricio y Felipe, de quien tengo una imagen impagable: la de un niño de trece años que jugaba al tenis con una raqueta más grande que él. A Mauricio lo envolvía- lo envuelve-  el mutismo de quien contempla un mundo incomprensible cuyos misterios trata de descifrar con la ayuda de muchos libros. Como dice el Antiguo Testamento, Felipe engendró a Ema y Maripaz y no sabemos a quién vayan a engendrar ellas. Por ahora, nos reunimos   cada 24 de diciembre a rezar la novena de Niño Dios, un rito que tengo el privilegio de oficiar desde hace por lo menos treinta y cinco años y al que se ha sumado mi hija Angie.

Juan vive desde hace veintisiete años en Londres, donde ejerce su oficio de contador de historias. Pero ni diez mil kilómetros de distancia ni las aguas del Atlántico han hecho mengua en la hermandad. Es más, durante su reciente visita a Colombia me sorprendió con una prueba que no admite refutación: una parte de su colección de cartas, telegramas y postales que le envié durante un par de décadas desde ese abril de 1985, hasta que Internet las convirtió en un anacronismo

 

De modo que ahí vamos: 8 y 24 de diciembre, 6 de enero, Semana Santa. Motivos de sobra para darle la razón al narrador de la obra de Antoine de Saint- Exupéry: Los ritos son necesarios.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=2CeO8I0cwQo