Ana María y detrás Amelia, mi madre
La vida de Ana María transcurrió, como la de todo el mundo, entre dichas y
pesares. Nació en 1906 en Venecia, para entonces corregimiento de Fredonia, en
el occidente cafetero de Antioquia, donde todavía se sentían los coletazos de La Guerra de los Mil días. Quince años
después, su camino se cruzó con el de Martiniano Grisales, un andariego que por
esos días se ganaba la vida vendiendo sombreros aguadeños en ferias de pueblo.
Al poco tiempo se casaron y trataron de ser felices aunque nunca comieron
perdices. Como la mayoría de los matrimonios de esa época, mientras erraban de
un lugar a otro, se reprodujeron con conejil entusiasmo: de esa unión nacieron
por lo menos dos decenas de criaturas de las que sobrevivieron, en su orden,
Juan, Roberto, Hernando, Germán, Obed y Ever entre los hombres. Las mujeres fueron Carlina, Virginia, Amelia
(mi madre), Gabriela, Marina, Mariela, Margarita, Edelmira y Teresita, de quien
hablé hace unos días, pues constituye un capítulo especial en mi vida: fue la
persona que me enseñó a leer y escribir. Gracias a ella puedo estar aquí
conversando con ustedes.
A Juan, el primogénito, lo mataron en tiempos de la violencia
liberal-conservadora en un caserío del norte del Valle del Cauca, adonde había
viajado a visitar una novia con la que pensaba casarse. Acababa de cumplir
veinte años y su cuerpo, al decir de las autoridades, fue sepultado en una fosa
común de la que nunca pudo ser recuperado.
Desde entonces, mi abuela Ana María fue un alma en pena. Algo así como La llorona de las leyendas rurales. Dormía
en los cafetales, no comía, solo hablaba para reclamar la presencia de su hijo ausente
mientras el resto de su prole sobrevivía a la deriva. Los mayores cuidaban de
los menores y Martiniano trataba de ocuparse de todos mientras hacía milagros
para procurarse el sustento en una pequeña parcela ubicada en una vereda llamada El Tigre. Cuando a su mujer
le dio por andar de un lugar a otro en busca de un sosiego nunca alcanzado
recorrieron varios municipios del Valle del Cauca hasta llegar a Buga, donde el
Señor de los Milagros poco pudo hacer
al respecto.
Aunque esto último no es del todo cierto. Mientras vagabundeaba en busca de
su fantasma, tratando de curarse a sí misma, las manos de Ana María aprendieron
a curar a otros. Aprendió a desombligar niños, a preparar remedios para la
viruela y el sarampión, a rastrear
hierbas para las lombrices. Incluso rozó los límites del milagro: a los tres años de nacido me salvó de una
meningitis sosteniéndome vivo a punta de pócimas mientras buscaba atención
médica. La cabeza le chirriaba, mijo,
como cuando se echa agua fría sobre una plancha caliente, me conto una vez,
con el aire victorioso de quien sobrevivió a una batalla feroz.
Pero hay todavía mucho más. Cuando,
al finalizar la semana, escaseaba el mercado en la cocina, la abuela se las
arreglaba para preparar unos almuerzos con base en lo que encontraba a su paso
en un rápido recorrido por la finca: arracachas, mafafas, guineos, aguacates,
plátanos y unos cuantos fríjoles verdes se daban cita en una olla que al final
alcanzaba incluso para algún forastero que pasara por la casa.
Esas manos sabían destilar aguardiente casero que vendía de manera
clandestina a los clientes de la fonda de Martiniano, donde se emborrachaban al
son del cancionero de Lucho Bowen, de Nano Molina, de El dueto de antaño y de Los Trovadores de Cuyo. Cuenta mi madre que un día la policía
allanó su alambique. Presa de la indignación, la abuela destrozó contra el piso,
una a una, todas las botellas, incluidas las envasadas y las vacías, frente a
las narices del comandante de la patrulla quien, ante semejante demostración de
dignidad, solo atinó a emprender la retirada. De ese talante era.
Muchas veces he repetido que solo necesito tres cosas para ser dichoso en
este mundo: un camino, una gorra y un palito… ah, y una fuente de agua donde
calmar la sed. Eso lo aprendí de la mano de Ana María. Cuando había que hacer
alguna diligencia en el pueblo, nos levantábamos a las tres de la madrugada,
nos bañábamos con totuma en un estanque poco menos que helado y, con el mundo
todavía a oscuras, emprendíamos la marcha desde El Tigre hasta la cabecera municipal, donde escuchábamos la misa de
seis y luego íbamos a la tienda, el almacén y la droguería donde le fiaban las
cosas que se necesitaban en casa. A modo de tentempié, apurábamos sendas
botellas de pony malta guarnecidas con pan y salchichón y tomábamos el camino
de regreso para estar en casa a la hora en el que el enorme radio Philips,
empotrado en un mostrador de la fonda de Martiniano, transmitía las aventuras de Kalimán, El hombre increíble.
Fue así como me volví un trasegador de trochas, riachuelos y rastrojos.
Cada vez que me descalzo para refrescar los pies en un arroyo, me vuelve de
golpe el aroma a hierbas medicinales de esa mujer que fue a la vez madre,
abuela, maestra, cómplice y un montón de cosas más. Su figura siempre se me
antojó un árbol añoso, bajo cuyas ramas el prójimo, aunque fuera un
desconocido, podía encontrar refugio en medio de la tempestad. Ella, que un día
estuvo a punto de ser abatida por sus propias tormentas.
Al final de su camino, cuando contaba con noventa y siete años, la vida me
permitió devolverle algo de las muchas cosas que me dio. En las tardes de
sábado en casa de mi tía Teresita cantábamos una y otra vez, envueltos en el
arrasador aliento nostálgico de La
Piragua, la canción del maestro José Barros.
En una de esas veladas, conscientes de que el desenlace no estaba muy
lejos, le pregunté cuál era su deseo
para la hora de la muerte. “¡Un trago doble!” me respondió sin dudarlo. Unas semanas después, en marzo de 2003, la
abuela Ana María agonizaba en la clínica Comfamiliar, con la compañía de sus
hijas Amelia y Virginia, de su nieta Nelly y la mía. “¡Traigan un sacerdote!”,
pidió una enfermera. “¡Voy por un trago!” repliqué y corrí hasta la oficina de mi amigo Maurier Valencia, Director Administrativo de Comfamiliar en esa época. Allí me
regalaron uno de esos vasos grandes rebosante hasta el borde de Whisky Old Parr. Juro que no derramé una sola
gota en mi carrera de regreso. Apuré un buen trago y le di el resto a la abuela
mientras le deseaba, como a los viejos marineros, buen viento y buena mar en su
travesía. La gratitud que vi en sus ojos me asegura que llegó a buen puerto.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=pTqmOLEnR3I