jueves, 6 de marzo de 2025

Las manos de Ana María

 

                                            Ana María y detrás Amelia, mi madre



La vida de Ana María transcurrió, como la de todo el mundo, entre dichas y pesares. Nació en 1906 en Venecia, para entonces corregimiento de Fredonia, en el occidente cafetero de Antioquia, donde todavía se sentían los coletazos de La Guerra de los Mil días. Quince años después, su camino se cruzó con el de Martiniano Grisales, un andariego que por esos días se ganaba la vida vendiendo sombreros aguadeños en ferias de pueblo. Al poco tiempo se casaron y trataron de ser felices aunque nunca comieron perdices. Como la mayoría de los matrimonios de esa época, mientras erraban de un lugar a otro, se reprodujeron con conejil entusiasmo: de esa unión nacieron por lo menos dos decenas de criaturas de las que sobrevivieron, en su orden, Juan, Roberto, Hernando, Germán, Obed y Ever entre los hombres.  Las mujeres fueron Carlina, Virginia, Amelia (mi madre), Gabriela, Marina, Mariela, Margarita, Edelmira y Teresita, de quien hablé hace unos días, pues constituye un capítulo especial en mi vida: fue la persona que me enseñó a leer y escribir. Gracias a ella puedo estar aquí conversando con ustedes.

A Juan, el primogénito, lo mataron en tiempos de la violencia liberal-conservadora en un caserío del norte del Valle del Cauca, adonde había viajado a visitar una novia con la que pensaba casarse. Acababa de cumplir veinte años y su cuerpo, al decir de las autoridades, fue sepultado en una fosa común de la que nunca pudo ser recuperado.


                                                      Juan  Grisales

Desde entonces, mi abuela Ana María fue un alma en pena. Algo así como La llorona de las leyendas rurales. Dormía en los cafetales, no comía, solo hablaba para reclamar la presencia de su hijo ausente mientras el resto de su prole sobrevivía a la deriva. Los mayores cuidaban de los menores y Martiniano trataba de ocuparse de todos mientras hacía milagros para procurarse el sustento en una pequeña parcela ubicada en una vereda llamada El Tigre.  Cuando a su mujer le dio por andar de un lugar a otro en busca de un sosiego nunca alcanzado recorrieron varios municipios del Valle del Cauca hasta llegar a Buga, donde el Señor de los Milagros poco pudo hacer al respecto.

Aunque esto último no es del todo cierto. Mientras vagabundeaba en busca de su fantasma, tratando de curarse a sí misma, las manos de Ana María aprendieron a curar a otros. Aprendió a desombligar niños, a preparar  remedios para la viruela y el sarampión, a   rastrear hierbas para las lombrices. Incluso rozó los límites del milagro:  a los tres años de nacido me salvó de una meningitis sosteniéndome vivo a punta de pócimas mientras buscaba atención médica. La cabeza le chirriaba, mijo, como cuando se echa agua fría sobre una plancha caliente, me conto una vez, con el aire victorioso de quien sobrevivió a una batalla feroz.

Pero hay todavía mucho más.  Cuando, al finalizar la semana, escaseaba el mercado en la cocina, la abuela se las arreglaba para preparar unos almuerzos con base en lo que encontraba a su paso en un rápido recorrido por la finca: arracachas, mafafas, guineos, aguacates, plátanos y unos cuantos fríjoles verdes se daban cita en una olla que al final alcanzaba incluso para algún forastero que pasara por la casa.


                                                         Martiniano Grisales

Esas manos sabían destilar aguardiente casero que vendía de manera clandestina a los clientes de la fonda de Martiniano, donde se emborrachaban al son del cancionero de Lucho Bowen, de Nano Molina, de El dueto de antaño y de Los Trovadores de Cuyo. Cuenta mi madre que un día la policía allanó su alambique. Presa de la indignación, la abuela destrozó contra el piso, una a una, todas las botellas, incluidas las envasadas y las vacías, frente a las narices del comandante de la patrulla quien, ante semejante demostración de dignidad, solo atinó a emprender la retirada. De ese talante era.

Muchas veces he repetido que solo necesito tres cosas para ser dichoso en este mundo: un camino, una gorra y un palito… ah, y una fuente de agua donde calmar la sed. Eso lo aprendí de la mano de Ana María. Cuando había que hacer alguna diligencia en el pueblo, nos levantábamos a las tres de la madrugada, nos bañábamos con totuma en un estanque poco menos que helado y, con el mundo todavía a oscuras, emprendíamos la marcha desde El Tigre hasta la cabecera municipal, donde escuchábamos la misa de seis y luego íbamos a la tienda, el almacén y la droguería donde le fiaban las cosas que se necesitaban en casa. A modo de tentempié, apurábamos sendas botellas de pony malta guarnecidas con pan y salchichón y tomábamos el camino de regreso para estar en casa a la hora en el que el enorme radio Philips, empotrado en un mostrador de la fonda de Martiniano, transmitía las aventuras de Kalimán, El hombre increíble.

Fue así como me volví un trasegador de trochas, riachuelos y rastrojos. Cada vez que me descalzo para refrescar los pies en un arroyo, me vuelve de golpe el aroma a hierbas medicinales de esa mujer que fue a la vez madre, abuela, maestra, cómplice y un montón de cosas más. Su figura siempre se me antojó un árbol añoso, bajo cuyas ramas el prójimo, aunque fuera un desconocido, podía encontrar refugio en medio de la tempestad. Ella, que un día estuvo a punto de ser abatida por sus propias tormentas.

Al final de su camino, cuando contaba con noventa y siete años, la vida me permitió devolverle algo de las muchas cosas que me dio. En las tardes de sábado en casa de mi tía Teresita cantábamos una y otra vez, envueltos en el arrasador aliento nostálgico de La Piragua, la canción del maestro José Barros.

En una de esas veladas, conscientes de que el desenlace no estaba muy lejos, le pregunté cuál era  su deseo para la hora de la muerte. “¡Un trago doble!” me respondió sin dudarlo.  Unas semanas después, en marzo de 2003, la abuela Ana María agonizaba en la clínica Comfamiliar, con la compañía de sus hijas Amelia y Virginia, de su nieta Nelly y la mía. “¡Traigan un sacerdote!”, pidió una enfermera. “¡Voy por un trago!” repliqué y corrí hasta la oficina de mi amigo Maurier Valencia, Director Administrativo de Comfamiliar en esa época. Allí me regalaron uno de esos vasos grandes rebosante hasta el borde de Whisky Old Parr. Juro que no derramé una sola gota en mi carrera de regreso. Apuré un buen trago y le di el resto a la abuela mientras le deseaba, como a los viejos marineros, buen viento y buena mar en su travesía. La gratitud que vi en sus ojos me asegura que llegó a buen puerto.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=pTqmOLEnR3I

 

martes, 25 de febrero de 2025

La mochila de Rigo

 




¡Si usted publica ese libro tan malo, no le vuelvo a hablar en la puta vida!, le dije después de leer el manuscrito- me gusta esa palabra, aunque ya no se escriba a mano- de una novela titulada La mochila de Samuel, en un nada velado homenaje al escritor irlandés Samuel Becket. No por casualidad el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno de los jurados del Premio de Novela Ciudad Pereira, la calificó de “indigesta”.

Treinta y tantos años después no sólo nos hablamos, sino que seguimos avivando una hermandad nutrida de caminatas por las montañas, de lecturas compartidas y de una saludable dosis de humor negro; el mismo humor que llevó a Celina, otra madre para mí, a decirle “Gilipollas”, cada vez que visitábamos su finca en las afueras de Pereira. Cuando se enteró de lo que significaba esa palabra en el lenguaje coloquial de los españoles, juró no perdonármelo por el resto de la vida. Todavía espero la gracia de su olvido.

Ah, claro que Rigo al final se salió con la suya: no publicó el libro, pero bautizó a su hijo con el nombre de Samuel y lo puso a andar por el mundo en un recorrido en el que estudió derecho y se hizo fiel devoto del Fútbol Club Barcelona y de la más venerada figura de su santoral después de Messi, el holandés- antes se decía así- Johan Cruyff.

Cuando nuestros caminos se cruzaron una tarde de sábado en casa de Alberto Berón, Rigo hacía su práctica docente en el Instituto del Niño Jesús, ubicado en la calle trece con carrera quinta de Pereira. Ese fue el comienzo de su brillante carrera académica, tan brillante como su cráneo  alopécico. Luego pasó al colegio Calasanz, de allí saltó a orientar cursos de periodismo en la Universidad Católica, en realidad punto de tránsito hacia la Universidad Tecnológica de Pereira, donde ahora es el director del Doctorado en Literatura.

Pero esos honores mundanos son lo de menos, lo de veras importante es lo construido en el camino, gracias, creo, a recorridos por la noche pereirana cuyo puerto final era casi siempre una taberna del barrio Providencia llamada Atahualpa, donde agonizábamos de desamor por mujeres que cambiaban de nombre con bastante frecuencia, al ritmo de las canciones de Miguel Bosé, de Vicky Leandros, de Manolo Galván y claro, del compañero inseparable: el poeta catalán Joan Manuel Serrat. Una noche lluviosa de la época en que creímos estar enamorados de dos muchachas llamadas Paula y Carolina, ebrios de ron y demencia lloramos aferrados a una cabina telefónica, derrochando monedas mientras al otro lado de la línea reinaba el mutismo.

Tiempo antes, mi vida estuvo ligada de otra manera a Providencia: el poeta Héctor Escobar Gutiérrez habilitó una habitación de su casa, la dotó con baño y cocineta y la ofreció en arrendamiento. Allí viví un año de los siete que duró la historia de amor con Gloria Tolosa, una muchacha toda vitalidad y arrojo, una suerte de fuerza de la naturaleza que marcó esos años y me permitió conocer de cerca el mito forjado por el propio Héctor, que a los ojos de muchos lo convirtió en “El Diablo de Pereira”.

 Finalizaba el siglo XX cuando en un viaje a Medellín, nos despeñamos en una demencial gira por salas porno donde proyectaban en jornada continua películas en esos viejos rollos de 35 milímetros, cuyas imágenes hipnotizaban con su ilusión de proximidad física.  Aquí vale la pena un acto de justicia: al menos para nuestra generación, el aprendizaje del sexo no se dio en clase de comportamiento y salud, ni gracias  a los buenos oficios de los padres de familia, ni mucho menos en esas cartillas mojigatas que utilizaban palabras tan hipócritas como coito, pechos y  miembro, sino en revistas y películas donde aprendimos  a decir coño, verga, teta y a conjugar verbos tan sublimes como pichar o  tirar.




Algo similar sucede con la iniciación en la literatura. Mientras muchos escritores vendieron la leyenda de que aprendieron a leer en las páginas de El Quijote o en los dramas de Shakespeare, nuestras primeras fuentes escritas fueron las revistas de Kalimán, el hombre increíble, o esas colecciones populares donde don Marcial Lafuente nos llevaba de viaje hacia esa otra forma de colonización conocida como La conquista del oeste.

Un par de años después del funeral sin gloria de La Mochila de Samuel, tozudo como es, Rigo me entregó el manuscrito de una novela que marcó una nueva deriva en su camino de escritor: El laberinto de las secretas angustias. Yo vivía en una finca de Dosquebradas con un nombre que era en realidad un designio: La Esperanza, de propiedad de Germán Darío Martínez y de Carlos Vallejo, el amigo que financió la publicación de mi primer libro. Fue allí donde decidimos   que la obra, ganadora con todos los méritos de un Premio de Novela Ciudad Pereira, se imprimiría en la Editorial Lealon de Medellín, propiedad de Ernesto López Arismendi, un cómplice de los escritores jóvenes a quien no le importaba trabajar sin ánimo de ganancia cuando consideraba que las obras lo ameritaban. El sello sería el de  El Arca Perdida Editores, creado con una donación de Carlos Vallejo.




Rigo, Berón y yo pasamos una noche entera corrigiendo el original de la novela mientras combatíamos el frío- cómo no- con ayuda de otro viejo amigo: el Ron Viejo de Caldas. Cada página era una sorpresa, empezando por el episodio utilizado para contar una historia de amor: la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19 en noviembre de 1985, durante el gobierno de Belisario Betancur. Tres décadas después, sigo pensando que la obra tiene un lugar asegurado dentro de lo que la industria editorial y los profesores de literatura llaman La novela de la violencia en Colombia.

El laberinto de las secretas angustias marcó el punto de quiebre hacia la exploración de la violencia urbana como trasunto literario en la obra de Rigo en novelas cortas como ¡Plop!, un abordaje al drama de los desaparecidos, y Perros de Paja, un guiño a la película del director  Sam Peckinpah. Las dos tienen como escenario un sector apetecido por los autores de crónicas rojas en Pereira: el Barrio Otún de Dosquebradas, conocido más como San Judas, por el nombre del templo católico del vecindario.


                                                 Barrio Otún

Hasta 1972 Dosquebradas fue corregimiento de Santa Rosa de Cabal. Había  empezado  su crecimiento  a comienzos de la década del cuarenta gracias a dos factores: el desplazamiento de miles de campesinos a resultas de la violencia entre liberales y conservadores y el asentamiento de las primeras fábricas, empezando por  Comestibles  La Rosa, filial de la multinacional suiza Nestlé, a la que  se sumaron industrias de confecciones  de origen local. A ese ritmo surgieron y se consolidaron los barrios Otún y El Balso, ubicados a orillas del río que le da su nombre al primero de ellos, al pie de la pendiente que conduce al sector de  La Popa, que ya era un  importante punto de conexión, como resultado de la línea del Ferrocarril de Caldas que pasaba por allí. Muy pronto se hizo familiar la romería de mujeres que a partir de las cinco de la madrugada se desplazaban a su trabajo en las fábricas de confecciones.




A San Judas- o al Otún- llegaron Ofelia y José, los padres de Rigo, en  los años setenta.  Venían de La Celia, empujados por una violencia que, aún hoy, cobra de vez en cuando su cuota de venganza. El viejo José sigue siendo el sastre de San Judas mientras Ofelia  envejece en medio de esa  red de preocupaciones casi siempre imaginarias propias de las mujeres de su generación. Que se sepa, nunca han pensado en abandonar el barrio, a pesar de que sus noticias alimenten  un día si y otro también, las páginas del Q´hubo, el tabloide especializado en registrar las violencias tan propias de un país que parece siempre a punto de deshacerse.

De esas violencias se nutre en parte la mochila de Rigo, el novio de Diana, la mujer que ha sido su cómplice durante un buen trecho del camino.  Desde finales  del siglo XX y lo que  va corrido del XXI, no  ha cesado de llenarla de historias. En los intermedios ha tenido tiempo de ir a China, a México, a Europa y otros lugares de este planeta turbulento. Pero eso tampoco importa mucho. Siempre vuelve, por un camino u otro, a ese que es su lugar en el mundo. A esa barriada recostada entre el río Otún y la ladera, donde las calles nunca están solas, aunque los noticieros se empeñen en atizar un miedo que poco puede ante las ganas de vivir de una gente que no le teme a nada, ni siquiera a los Perros de Paja.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=CV9TyC2c4fE

lunes, 24 de febrero de 2025

Licencia para dañar

 




En sentido estricto, toda vida está tejida con los hilos de la fábula, es decir de una trama de mentiras refinadas. La personalidad misma, ese rostro que exhibimos ante el mundo, es una invención urdida por una serie de factores: la tradición, la familia, la escuela, la cultura y, en los tiempos que corren, por los medios de comunicación.

No sé si ustedes se han detenido a reflexionar sobre el sentido de la palabra avatar en el mundo digital. Si en las viejas religiones el avatar era una de las manifestaciones de la divinidad, hoy es una identidad ficticia, un recurso utilizado para que no reconozcan al emisor o, al menos, para   hacerse a la idea de que no lo reconocen.

El asunto es sencillo: si al avatar nadie puede identificarlo, en la práctica puede hacer y decir lo que quiera, incluso cosas que lesionen a los demás y causen daños irreparables, asunto que debe ser de preocupación para todo código ético. Y aquí empieza el gran problema: por definición, con el rostro escondido no puede haber debate, diálogo o discusión dignos de ese nombre. Y bien sabemos que esas nociones constituyen la esencia de la convivencia, de la vida civil.

El ser humano siempre ha escondido su rostro, por miedo, por juego o conveniencia. Lo hacen el perseguido, el seductor o el asaltante de caminos. Por eso el juez, el cura o cualquier otro detentador de poder abominan del embozado. ¡Dé la cara! Le exigen al posible culpable. Como bien saben los consumidores de Internet, en la red casi nadie da la cara.  Por eso mismo, todos señalan, acusan, insultan, emplazan, calumnian: es casi una reacción instintiva garantizada por la impunidad. “Comer prójimo”, le dicen a eso en el lenguaje coloquial

Bueno es precisarlo: ni internet ni las redes sociales inventaron las mentiras, ni los engaños ni las calumnias.  De hecho, alentaban en el corazón humano desde el comienzo de los tiempos. Basta con darse un paseo por la obra de Shakespeare, de Homero o por las páginas del Antiguo Testamento para constatarlo. Lo que si ha conseguido el mundo digital es acrecentar la capacidad de multiplicación y, por lo tanto, de la velocidad. Una vez pronunciada o emitida, toda palabra, toda imagen, se vuelven inasibles. El fenómeno de los memes es apenas una de las muestras: todavía está humeante lo que antes se llamaba “El suceso” ( un siniestro, un partido de fútbol, un crimen, un premio, un escándalo de corrupción) y en cuestión de segundos el mundo está inundado  de imágenes acompañadas de textos ( ¿ o es al revés?) que lo reducen todo a un guiño, a una sonrisa y que pase el siguiente.

Desde luego, a semejante velocidad nadie puede ni quiere detenerse   a pensar: la sensación de vértigo, de quedarse atrás, de perderse la última novedad, resulta abrumadora. Justo ahí surge la paradoja: por no perderse nada el consumidor acaba por perderlo todo, empezando por su propia capacidad de juicio.




Recuperar esa capacidad de juicio, de valoración crítica, se volvió por eso cuestión de vida o muerte. El ser humano la necesita para no disolverse en el vacío, para reconocerse y reconocer a los otros en su justo valor, descubriéndose a su vez en ellos. De ahí que resulte tan perturbadora y significativa la decisión de los grandes magnates del mundo virtual (Elon Musk y Mark Zuckerberg para empezar), de eliminar todas las limitaciones tecnológicas que permitían validar como veraz o falsa la información que la gente pone a circular en las redes.

Como siembre, se invocan nobles causas para justificar los despropósitos, en este caso, el respeto a la libertad de expresión. Según esa retorcida visión del mundo, si alguien arruina la vida del prójimo o de una comunidad entera con una información falaz nada ni nadie podrá impedirlo: está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión.

Cruzado ese límite, toda legislación resulta inútil. Desaparecidas las fronteras y velados los rostros, aunque lo quisiera, difícilmente una autoridad podría identificar, juzgar y menos condenar al responsable: en cuestión de segundos puede cambiar de avatar y así sucesivamente hasta disolverse en la tierra de nadie. Internet es el paraíso de “El hombre de las mil caras”




En el fondo de todo alienta, claro la codicia. Como sucede con la licencia para el porte de armas, la licencia para dañar vende y los consumidores se multiplican por millones a un ritmo tal que ya la expresión “en un abrir y cerrar de ojos” se volvió tan obsoleta como los memes de hace cinco minutos. Por eso Musk, Zuckerberg y sus compinches se frotan las manos contemplando cómo el universo de sus apetitos se ensancha a un ritmo que ni el más agudo de los físicos teóricos pudo anticipar.

Es ese escenario el que explica que cada vez lleguen con más facilidad al gobierno individuos que parecen acabados de escapar de un manicomio. Unas cuantas mentiras que exasperen bien adentro los miedos y expectativas de la gente bastan y sobran para armar un programa de gobierno a la medida. Si lo dudan, pregúntenle a Trump cuánto le debe a Musk y, por si acaso, pregúntenle a este último como logró hacerlo tan fácil.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=PXYeARRyDWk

miércoles, 12 de febrero de 2025

New York, New York

 



En el cómic, una pareja de ratas apellidadas Milei y Bukele se cuela en una de las naves interestelares enviadas por Elon Musk y su socio Donald Trump con destino a un planeta llamado Moebius. Una vez instaladas devoran a la tripulación y, con la capacidad de reproducción propia de los roedores acaban por colonizar su nuevo lugar de residencia.

El autor de la historieta es un artista plástico que firma como Dick Wallace, veterano de la Guerra del Golfo, adicto a las hamburguesas, a los video juegos, al punk y el heavy metal en sus distintas variantes. Sobre todo, siente una inclinación filial por unas pastillas conocidas como HKD, abreviación de Hell´s Kitchen Dreams. Vive en una antigua bodega cercana al Central Park, habilitada como vivienda y estudio en uno de esos ciclos de reciclaje urbano propios de las grandes ciudades.

Mientras consume latas y más latas de Red Bull y se atiborra de pastillas de colores, pinta unas ratas enormes, gordas y feroces de pelambre sicodélica que parecen sacadas de un delirio de Syd Barret. Las hay fucsias, naranjas, amarillo limón y violeta; a veces los colores se combinan en tonalidades que las hacen bastante próximas  al célebre Magic Bus de Ken Kesey inmortalizado en la canción de The Who. No es un asunto menor destacar que todas sus obras llevan el título de New York, New York.

Tratándose de Nueva York, las modelos de Wallace son, por supuesto, ratas reales. Se pasean por su estudio, duermen a sus pies, se alimentan de las sobras de hamburguesas y, de vez en cuando, devoran sobres enteros de sus pastillas de HKD, lo que de paso las vuelve adictas  a las densas  y depresivas canciones de  The Cure, una de las  bandas favoritas del artista, cuyas composiciones  suele escuchar en un equipo de sonido digital puesto a todo volumen.

En una entrada de su blog Dark- Camera cuya fecha es agosto 30 de 2024. Wallace escribe lo siguiente:

En mis pinturas rindo homenaje a las verdaderas dueñas de Nueva York, a las que rigen el destino de sus habitantes. En realidad creo que deberían tener al menos una estrella en el Hall de la Fama, pues han sido protagonistas de cientos de películas, canciones, crónicas y novelas, empezando por aquella Rebelión en la Granja, del gran George Orwell.

Ah… un detalle: estas criaturas son en extremo inteligentes. Llevan siglos analizando la conducta de los humanos, pues saben que un día habrán de reemplazarlos en este planeta o fuera de él, una vez sucumban a una pandemia, a un meteorito o a una reacción nuclear en cadena.

En su estudio Wallace tiene un reproductor de video en tres dimensiones que todo el tiempo proyecta una y otra vez las imágenes de Ben, la rata asesina, película de 1972 dirigida por Phil Karlson, cuya canción central es interpretada por un  apenas niño  Michael Jackson.




En la siguiente entrada de su blog, fechada el 11 de septiembre de 2024, el pintor propone una lista de películas| en las que, de un momento a otro, las ratas emergen de las profundidades y cruzan las autopistas en busca de comida o de información. Entre ellas están Ragtime, Midnight Cowboy, Taxi Driver, Corazón Satánico, El Príncipe de las Tinieblas y Pandillas de Nueva York. La idea es que los lectores la amplíen a la medida de su conocimiento. A pie de página, señalado por un asterisco, anota:

Cuando la ignota divinidad pronunció aquella sentencia de Creced y multiplicaos y poblad la tierra, pensaba en realidad en las ratas. Por eso les rindo tributo en mi obra. Se que no soy original ni tengo pretensiones de serlo. Ya les hablé de los cientos de novelas, canciones, películas, crónicas y video juegos donde las ratas se asoman para recordarnos que siguen a la espera de su oportunidad. De paso, me surge una pregunta: ¿Por qué las mujeres, tan valientes en los momentos supremos de la vida, les temen al punto de la histeria? Algún misterio habrá de alentar allí. Tendré que investigar más a fondo. Para empezar, volveré a ver algunas de las películas de Brian de Palma y de John Carpenter.




Un breve viaje por Google me dice que Dick Wallace ha publicado con seudónimo en las páginas de la revista Frazetta, aparte de varios fanzines subterráneos de nombres tan lovecraftianos como Arkham, Ctulhu, Miskatonic o Al- Hazred. Ese será motivo de otra pesquisa. Por lo pronto, debo contarles, aquí entre nos, que Wallace y su blog Dark- Camera son en realidad una creación del artista risaraldense Emiliano Ladino, domiciliado en el barrio Los Pinos de Dosquebradas. No sé si Nelson Zuluaga lo ha invitado alguna vez a su muestra de Cómic sin Fronteras. De no ser así, todavía está a tiempo de hacerlo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=SdbLqOXmJ04

 

miércoles, 29 de enero de 2025

El don del vuelo

 

                                                  Senén Mosquera



El partido en el estadio Atanasio Girardot de Medellín entre Atlético Nacional y Millonarios terminó cero a cero, pero no por inapetencia o falta de pundonor de los jugadores.  Apetito de gol y ambición les sobraban. Solo que ese día había en los arcos dos hombres tocados por la gracia: el chocoano Senén Mosquera en Millonarios y el argentino Raúl Navarro en Nacional. Mosquera, corpulento como un oso, conjuró las decenas de oportunidades gestadas por Fernández, Santa, Lóndero, Campaz y compañía cuando ya la tribuna entera gritaba el gol. Por su lado, Raúl Navarro, “todo de negro hasta los pies vestido", frustró las tentativas de Alejandro Brand, Willington Ortiz, Apolinar Paniagua y Jaime Morón cada vez que Millonarios se asomaba a sus predios.  ¡Cómo jugaban esos tipos! Nunca necesitaron televisión en directo ni contratos multimillonarios para hacer del fútbol algo bastante próximo a la poesía. No por casualidad los brasileros hablaban del jogo bonito.


                                                 Raúl Navarro

 Fue en 1973. Yo cursaba segundo de bachillerato- el grado séptimo de ahora-, había descubierto a Serrat, el rock, la literatura y el deseo resuelto en onanismo en las piernas doradas de una muchacha que pasaba todas las tardes por mi casa. Como siempre, en Colombia y el mundo pasaban cosas buenas y malas. Los gringos lanzaban Skylab, su primera estación espacial. Israelíes y árabes libraban otra de sus confrontaciones milenarias, esta vez conocida como Guerra de Yom Kipur, mientras en Chile Augusto Pinochet encabezaba un sangriento golpe militar respaldado por Estados Unidos, que derribó al gobierno democrático de Salvador Allende. Por su lado, en Colombia gobernaba Misael Pastrana Borrero, recordado por su extraña sonrisa, ocasionada por una defección de sus músculos faciales. Ese año se produjo el incendio de la torre de Avianca, fue secuestrado el vuelo 601 de SAM, el gobierno lanzó la Operación Anorí contra el ELN, Rafael Antonio Niño ganó una vez más la Vuelta a Colombia, fue lanzada la candidatura presidencial de María Eugenia Rojas, hija del dictador Rojas Pinilla y, lo último pero no menos importante, el Atlético Nacional, dirigido por el paraguayo César López Fretes, se coronó campeón del fútbol colombiano y yo lo había visto  empatar a cero con Millonarios en un juego que pudo haber terminado ocho a siete a favor de cualquiera… pero en los arcos estaban Navarro y Mosquera, ambos investidos del don de volar.

“Vuela de palo a palo”, por esos días ese era el mejor elogio que podía recibir un arquero. Hasta Wilfredo Tapias, un modesto portero del Deportes Quindío, practicaba esa proeza que lo convirtió en mi ídolo durante una temporada. Para los sueños de infancia, era igual o mejor que Lev Yashin, “La araña negra”, el legendario portero de la Unión Soviética al que la Colombia de Adolfo Pedernera le hizo cuatro goles en el estadio de Arica durante el mundial de 1962 en Chile. Como pude, me hice a unos guantes rudimentarios y me arrogué el rol de arquero en los partidos de potrero


                                                           Sacerdote Gabriel Osorio

La ilusión me duró hasta que en el colegio Deogracias Cardona mi destino se cruzó con el sacerdote Gabriel Osorio, un hombre que combinaba a la perfección  el manejo de los asuntos del cielo y la tierra: era el capellán del colegio, orientaba la clase de religión y dirigía las selecciones de fútbol en  sus distintas categorías. Así fue como me alisté en la infantil dándome ínfulas de arquero.

Bueno es decir que en la primera práctica me hicieron cinco goles en menos de media hora y el cura, con el ímpetu de quien manda un réprobo al purgatorio, me puso a jugar de puntero izquierdo, en una especie de exilio eterno al que me acomodé hasta que las piernas no me dieron más.

Gran tipo este Gabriel. Como en esos tiempos los sacerdotes debían vestir sotana en todas sus apariciones públicas, cuando saltaba a la cancha y empezaba a jugar parecía un cuervo con la pelota pegada a su pie. A menudo nos parábamos a verlo sin saber si aplaudir o reír, hasta que el hombre tronaba con su voz evangélica: “¡Pero, por Dios, ustedes son idiotas o qué!” y nos ponía de nuevo en movimiento.

A modo de premio por la conquista de un intercolegiado, una vez nos llevó como invitado a Roberto Vasco, por entonces arquero titular de un Deportivo Pereira donde brillaban los paraguayos Eliseo Gaona, Aurelio Valbuena, Mario Rivarola y Aristides del Puerto, al lado de los colombianos César Valverde, Darío López, Jairo Arboleda y un prodigio de la punta izquierda llamado Héctor Darío Jaramillo que se convirtió en pesadilla de los marcadores de punta rivales.


                                                  Roberto Vasco ( tomada de blog de estadísticas)

Para sorpresa de todos, Roberto Vasco era bajito, incluso para los promedios de la época. A lo sumo llegaba al metro setenta de estatura ¡Pero cómo volaba ese hombre! Los cronistas deportivos decían que tenía resortes en las piernas, porque se estiraba hasta el ángulo y manoteaba pelotas que parecían imposibles de alcanzar.

Recuerdo un partido con el Junior de Barranquilla, en el recién estrenado estadio Hernán Ramírez Villegas. Fiel a su escuela brasilera, el Junior tenía en sus filas a Chiquinho, Caldeira y a Víctor Ephanor, los tres un lujo para la vista. Poco antes de terminar el partido, con el marcador empatado, el juez cobró un tiro libre a favor del equipo barranquillero.  La posición era perfecta para la zurda de Víctor Ephanor. Con la seguridad propia del iluminado el hombre acomodó la pelota, tomó un paso de distancia y sacó un cañonazo que obligó a los hinchas del Pereira a cerrar los ojos, convencidos del desenlace inevitable. Cuando algún osado los abrió se encontró con la mano izquierda de Roberto Vasco bien arriba, en la intersección entre el poste y el travesaño, sacando el balón al tiro de esquina. El clamor en la tribuna fue digno de un triunfo en una final. De ese tamaño fue el milagro.

La estirpe de arqueros voladores duró unas dos décadas más: Juan Carlos Delménico, Hernando García, James Mina Camacho, Otoniel Quintana, Pedro Alberto Vivalda, Julio César Falcioni y, claro, el inefable René Higuita. Luego el fútbol se burocratizó y los entrenadores tecnócratas empezaron a hacer diagramas y a hablar de marcar las diagonales, de carrileros, de aleros tornantes y otras tantas sandeces. El mundo del fútbol se hizo triste desde entonces.

Como si no bastara con eso, con el juego convertido en jugoso espectáculo, el crimen organizado se hizo con el control de un negocio en el que las ganancias se cuentan en billones por concepto de transferencias, apuestas, derechos de televisión, publicidad y otras formas de la trata de personas. Dentro de esas lógicas, perder un juego o no clasificar a unas finales supone por ello dejar de percibir sumas enormes. Lejos de centrarse en el disfrute, los futbolistas deben ocuparse en otras cosas, empezando por construirse una imagen que los haga apetecibles en el mercado de las transferencias y los contratos de publicidad, con la caja de resonancia de la prensa deportiva.

En ese trance, los arqueros   renunciaron o fueron despojados por los dioses del don de volar, y quedaron reducidos al cargo de guardianes del área. Con ese panorama, ustedes entenderán que vuelva una vez sí y otra también a esa tarde de domingo de 1973 cuando los ya fallecidos Raúl Navarro y Senén Mosquera oficiaron en un estadio repleto el viejo rito de   alzarse por los aires y tocar lo imposible.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=GxKeFchPYhs

lunes, 20 de enero de 2025

Letra prima

 

                                                                Teresita Grisales



El fútbol y el vicio de la lectura son como el sarampión: se contraen en la infancia y sus secuelas lo acompañan a uno el resto del camino. Mi tía Teresita, la menor de las hijas de Martiniano y Ana María, me regaló el primer balón y el primer libro de mi vida. Desde entonces los libros, el fútbol y mi tía ocupan un lugar especial en mi corazón. El balón era una superbola de puro cuero cosido, de esas que cuando se mojaban adquirían el peso de una piedra. El libro era un ejemplar de tapa dura donde se contaba en viñetas la historia de Genoveva de Brabante, la princesa que vivió durante seis años con su hijo en una cueva de las Ardenas, luego de ser condenada a muerte por culpa del mayordomo Golo, que la acusó falsamente ante su esposo, el príncipe Siegfried de Tréveris. No recuerdo por qué razón Genoveva acabó convertida en santa. Tendré que preguntarle a San Google un día de estos.

De fútbol hablaremos después. Por ahora me ocuparé de mi propia historia sin fin con los libros.

Teresita no había terminado el bachillerato cuando fue nombrada profesora en la escuela de la vereda por mediación de un cura llamado Sigifredo Morales. Así funcionaban las cosas en esos tiempos. Más tarde finalizó sus estudios de secundaria y universidad y emprendió una brillante carrera como maestra. Una vez jubilada se dedicó a educar nietos, bisnietos y, como van las cosas, creo que tendrá tiempo de enseñarles a leer y escribir a unos cuantos tataranietos. La vida la dotó de un don especial para eso.  En cumplimiento de esa misión tuvo siempre a su lado una amiga de la que nunca se apartó: la cartilla La alegría de leer, creada por el educador Juan Evangelista Quintana en 1930.




Cierro los ojos y la imagen me vuelve plena desde algún lugar del aire. Teresita, que tendría unos diecisiete años, explicaba el alfabeto ante un grupo de niños que no le perdían hilo al vuelo de la tiza en su mano, mientras viajaba por el tablero dibujando una sucesión de animalitos que se llamaban a, e, i, o, u, m, n, p, s. Por una de las ventanas entraba un sol mañanero que convertía su pelo en un remolino dorado. En esa época ni se soñaba con lo que hoy se llama preescolar. Como yo tenía cuatro años no podía ser matriculado, pero igual asistía a sus clases en condición de clandestino, cada vez más fascinado con el hecho de que los animalitos dibujados por mi tía en el tablero, al juntarse representaran cosas: mariposa, gata, mesa, limón. También se podía nombrar con ellas a las personas: Martín, María, Julia, Germán. Y hasta sonidos: ¡Pum! ¡Carrataplam!

 Mi asistencia sin falta a sus clases me hizo merecedor de un regalo que todavía conservo, aunque sus páginas amenazan con deshacerse al menor roce de los dedos: un ejemplar de las Cien Lecciones de Historia Sagrada, que  leí como un libro de aventuras: José vendido por sus hermanos, la travesía del  Mar rojo y el prodigio de la zarza  ardiente hicieron que  no fuera una novedad para mí cuando empecé a ver películas bíblicas en esos teatros que tenían luneta y gallinero, desde donde los asistentes más díscolos arrojaban toda suerte de proyectiles: corozos, pepas de guama, frutos de zapote y hasta colillas de  cigarrillo encendidas.




 Fue en esas páginas donde aprendí que todo buen libro es un relato de aventuras. No importa si se habla de filosofía, de matemáticas, de ciencia, de teología, de poesía o de ficción: lo que se despliega ante el lector es la revelación de la mente de un hombre frente a un público que asiste al descubrimiento de cosas nuevas o ya olvidadas.

Con el paso del tiempo me crucé con personas que sumaron lo suyo a esa revelación, cada una desde sus propias inquietudes. En el bachillerato, Luis Eduardo Tabares, que trabajaba como locutor nocturno (bombillos, les decían) me compartió sus libros de Toni Negri, Louis Althusser , Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo y otros teóricos  del marxismo. En grado cuarto de bachillerato un profesor de literatura llamado Alfonso Mahamud, que llevaba en la sangre la herencia de Las Mil y una noches, me regaló tres libros que abrieron puertas a otras dimensiones del mundo: El Túnel, de Ernesto Sabato, La Peste, de Albert Camus y El Coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Por esos días, una prima llamada Ana María, como nuestra abuela, completó la incipiente biblioteca con una joya titulada Las cárceles del alma, del escritor húngaro Lajos Zilahy. Desde entonces la familia no ha parado de crecer.  Es más, con la llegada de Internet los buenos libros digitales se han multiplicado a un ritmo que hace imposible leer todos los que uno quisiera.




Con puertas y ventanas bien abiertas era imposible no toparse con prójimos que andaban en las mismas: buscándose en las páginas de los libros, convencidos de que allí alentaban las claves de una existencia tan bella, dolorosa, misteriosa e incomprensible como un crepúsculo.  Fue así como llegué a la vida- o ellos llegaron a la mía, no puedo precisarlo- de Alberto Berón, Jorge Enrique Osorio, Juan Carlos Pérez, Diego Jaramillo, Guillermo Constaín, Juan Guillermo Álvarez, Julio César González, Edison Marulanda, Rigoberto Gil y Abelardo Gómez. Una muchacha llamada Aura Ruíz, que después se hizo médica y se consagró a bucear hondo en las intuiciones de Gurdjieff, pasó como uno de esos vientos de agosto que todo lo remueven y me dejó en las manos la sospecha de algo terrible que se agitaba embozado en las páginas de una novela con un título perturbador: Sobre héroes y tumbas.

Toda vida está hecha de encuentros y desencuentros. Los caminos se bifurcan y las personas se dispersan, es lo corriente. Con algunos de ellos no volví a verme, con otros cuando nos cruzamos somos tan extraños que es como saludar un recuerdo. Con unos cuantos, a Dios gracias, conservamos una hermandad que no cesa de crecer a pesar de las distancias geográficas o de las impuestas por los compromisos de cada día. La mía, en todo caso, sigue la ruta señalada desde el día que, a instancias de mi tía Teresita, me asomé a la primera página de Genoveva de Brabante y ya no volví a salir.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=-NcrN22R6zI


lunes, 13 de enero de 2025

"El destino manifiesto"

 



Los libros de historia nos dicen que fue en 1823 cuando el presidente James Monroe hizo suya la idea acuñada por John Q. Adams, que definía cualquier intervención de Europa en el continente americano como una agresión que exigiría la respuesta equivalente de los Estados Unidos de América.

En principio, parecía un asunto razonable y hasta necesario, pero llevaba implícita una trampa: a su vez servía para justificar la intervención de los Estados Unidos en cualquier lugar del continente, con el noble pretexto de la solidaridad, la libertad y la defensa de territorios amenazados u ocupados por   una nación extranjera. El problema reside en que, siguiendo una constante desde los días de su fundación, una vez puesto el pie en tierra ajena es difícil que los norteamericanos lo levanten… a no ser que alguien emprenda una revuelta sangrienta y casi siempre suicida.

De ahí que Simón Bolívar advirtiera en su célebre proclama: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar de miserias a América en nombre de la libertad”.

El siguiente paso no era difícil de prever y se llamó, con un inquietante tono religioso, "El destino manifiesto”. Sobre esa idea los Estados Unidos de América basaron su política expansionista a lo largo del siglo XIX. La invasión a México fue una de sus expresiones más devastadoras. Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y Colorado hicieron parte de esa avanzada. Luego vendría la guerra contra España, cuyo propósito era apoderarse de Puerto Rico, Cuba y Filipinas. El largo brazo del Tío Sam empezaba así a extenderse más allá de tierras americanas y el espíritu calvinista de la predestinación adquiría una expresión terrenal que hasta hoy no ha cesado de alimentarse de sí misma.

Estos antecedentes vienen a cuento ahora que el presidente Donald Trump, avalado por 312 votos electorales (la cifra más alta desde el también republicano George H. W. Bush en 1988) y por 77.303.573 ciudadanos votantes, insiste en su intención de apoderarse (él lo llama “ recuperar”) de Groenlandia, mientras   pregunta por la legitimidad del nombre – y por lo tanto de la propiedad- del Golfo de México  al tiempo que deja en el aire la no tan velada amenaza de hacerse con el control del Canal de Panamá, esa franja de tierra recuperada por los panameños y arrebatada a Colombia en 1903  durante la administración de Theodore Roosevelt, con la complicidad de un sector de las élites colombianas.

Imperialismo puro y duro, se llama eso, aunque los eufemismos impuestos por la hipocresía de la corrección política lo nombren de múltiples maneras, entre ellas globalización.

Por lo pronto, los gobernantes de los países amenazados han respondido con un tono de dignidad. Claudia Sheinbaum Pardo en México y José Raúl Mulino en Panamá le han hecho saber a Trump que sus bravuconadas no los amedrentan, mientras este último replica con advertencias sobre aranceles, acompañadas de ese mantra utilizado en sus campañas  presidenciales y multiplicado hasta la demencia en sus redes sociales :“ Make América great again”, una suerte de  frase hipnótica que cala hondo en las anestesiadas mentes de unos ciudadanos enajenados  hasta lo impensable por el poder de los medios de comunicación. Y no podemos olvidar que Trump, como otros de sus congéneres, viene de la industria del espectáculo y la información.




Como bien sabemos, los Estados Unidos se hicieron grandes gracias a la inmigración de millones de personas llegadas de todos confines de la tierra. Científicos, pensadores, artistas, escritores, deportistas, músicos, clérigos, granjeros, obreros,  capitanes de empresa y empleados  han puesto a lo largo de los años su enorme energía y creatividad al servicio de la construcción de un país que, bien entrado el siglo XXI, no termina de hacerse.

Del combate contra esa inmigración creadora se alimentó en buena medida el discurso incendiario de Trump durante su campaña de 2024.  Sus votantes respondieron a ese estímulo y ahora esperan que su gobernante actúe en consecuencia. En la inagotable paranoia del norteamericano medio los inmigrantes equivalen hoy a los marcianos de comienzos del siglo XX  o a los comunistas en tiempos de la Guerra Fría. Son los delincuentes de las grandes barriadas o los que dejan sin trabajo a los nativos… como si existieran norteamericanos nativos.

El cumplimiento de al menos parte de esa promesa es el gran problema de Trump. ¿Cómo hacerlo sin lesionar sectores productivos  que dependen por entero de la mano de obra inmigrante?  ¿De qué manera hacerlo sin vulnerar la libertad y los derechos humanos que su país dice defender?




Vistas así las cosas, lo de México, Groenlandia y Panamá parece ser, en principio, un foco distractor encaminado a desviar las miradas en otra dirección. Ningún capitalista en sus cabales va a  renunciar al colosal mercado mexicano en constante  expansión. Una disputa por Groenlandia con el Reino de Dinamarca y por lo tanto   con la Unión Europea en plena crisis con el imperialismo ruso no sería un buen negocio. Y Panamá… bueno, el de Theodore Roosevelt y sus áulicos era otro mundo.  Con el Medio Oriente ardiendo y sin saber muy bien cuál será la próxima jugada de la inescrutable China, aparte de los ya mencionados rusos,  la pirotecnia verbal de  Trump podría resultar poco menos que eso: fuegos de artificio en medio de oleadas   de inmigrantes que se cuelan por todas partes. Y no es para menos: en sus lugares  de origen la miseria y las violencias atávicas los empujan hacia un lugar, mitad quimérico y mitad  real que un día les vendieron como su tierra de promisión, es decir, como su propio  “ destino manifiesto”.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Ee_uujKuJMI