viernes, 12 de diciembre de 2025

Wilmar Vera después del infierno


 


En el sueño o en la vigilia las pesadillas acontecen en la eternidad. De ahí deriva su carácter ominoso: al ubicarse fuera del tiempo carecen de principio y fin, al menos mientras duran. Quien las padece no tiene donde esconderse.

Los datos- siempre los datos- nos dicen que el profesor universitario, historiador e investigador Wilmar Vera Zapata fue detenido por miembros de la Sijin el 8 de junio de 2012 mientras impartía una de sus clases. Se le acusaba de ser el instigador del asesinato del excandidato al Concejo de Pereira, Alexánder Morales, con quien se había asociado en lo que parecía un promisorio negocio de explotación de carbón en La Jagua de Ibirico, Departamento del Cesar, previo aporte de cincuenta millones de pesos por parte del profesor.

Al final el negocio no se concretó, pero a pesar de eso el excandidato nunca devolvió el dinero. Para la Fiscalía eso configuraba suficiente indicio, aparte de las declaraciones de Carlos Andrés Velásquez, el sicario que disparó contra el joven político.

Con esa materia se tejió la pesadilla de Wilmar Vera Zapata, avivada por las presiones de la familia de la víctima y de un sector de los medios de comunicación regionales que empezó a hablar de " la captura del asesino" sin disponer de prueba alguna sobre la culpabilidad del acusado.

En un intento de exorcizar esos demonios, Vera Zapata escribió y publicó el libro ¡Soy inocente!, Crónica de un falso positivo judicial. En realidad, el eufemismo falso positivo debería ser reemplazado por la palabra abuso. Para demostrar el tamaño de ese abuso y las consecuencias en su vida privada y profesional, el autor se dedica a aportar pruebas y testimonios a lo largo de las 247 páginas de esta obra prologada por el prestigioso periodista Alberto Donadío y presentada por el también periodista y editor Abelardo Gómez Molina.




 

“El que afirma prueba”, sentenciaron los jesuitas en tiempos de la Inquisición. Y si no encontraban pruebas las inventaban a la medida de sus intereses. Así llevaron a miles de inocentes a la hoguera. Hoy las hogueras se atizan a través de los medios de comunicación, las redes sociales y el eterno chismorreo que vuela de boca en boca.

 

Estar preso es vivir muerto.

Las cárceles son bodegas donde el mayor dolor no es solo estar privado de la libertad sino ser consciente de que los minutos y las horas pasan sin destino, van a ninguna parte. En especial si uno es sindicado.

 

Con esa serenidad, claridad y lucidez inicia Wilmar Vera el relato de su paso por el infierno. A pesar de que su condición de periodista le permitió percibir más de una vez la podredumbre del sistema judicial en particular y de los aparatos del poder en general, la certeza de su inocencia le dio fuerzas para continuar la lucha aun en los peores momentos de desaliento, esas formas del desasosiego que impregnan los días y las noches a lomos de una rutina perversa.




 

La jornada diaria es regulada y planeada de tal forma que cualquier desvío de su discurrir definido es una verdadera novedad. Puede ser que abran la celda más tarde, que se demore la repartición de la comida o que realicen el encierro a destiempo, pero las horas y los días se vuelven una sucesión de repeticiones calcadas una de la otra, tanto que en algunos momentos no se sabe qué día es, ni qué diferencia hay entre una semana y la otra, o entre un mes y otro, dice el narrador y uno siente que de esas repeticiones está hecha la materia del infierno.

 

Su destreza como cronista le permite mantener ese tono a lo largo de todo el libro. Ya se trate de su propio sufrimiento o de los testimonios de otros  compañeros de cárcel. Pero detrás de la aparente calma el lector siente el tumulto de años, meses, semanas, días, minutos y segundos con el que los mortales medimos nuestro paso por el mundo y que para el prisionero se traducen en una pesadilla sin final.




 

Falso positivo judicial: curioso y aséptico nombre para una trama de componendas, dilaciones, sospechas convertidas en pruebas. En el fondo se agita el drama real del propio acusado, de su esposa Ángela de, su hija Manuela y de sus padres obligados a mostrar fortaleza en medio del abatimiento. El periodista Abelardo Gómez lo sintetiza así en uno de los párrafos de su presentación:

 

Sacamos conclusiones apresuradas, confiando en que la Justicia se daría cuenta del error cometido y que, en pocas semanas, si mucho algunos meses, saldría exonerado tras valorar la contundencia de la verdad. Tarde comprendimos todos,  ese mismo año y de la forma más absurda, que era víctima de un montaje de fuerzas muy poderosas que necesitan disfrazar sus actos desviando la atención hacia un chivo expiatorio.

 

“Error, “Verdad”, vocablos que pierden su sentido y adquieren otro cuando los intereses en juego manipulan el lenguaje en su propósito de generar confusión.

¿En qué plano se ubica la “verdad” y a qué normas obedece? ¿Dónde, en qué mundo le compensan al acusado las consecuencias de un “error” que erosiona parcelas enteras de su vida? Ya sabemos que, sobre todo, la justicia es un instrumento en manos del poder político y de todos los poderes. Por eso, monseñor Óscar Arnulfo Romero decía en sus sermones que “La Justicia es como las serpientes: solo muerde a los que van descalzos”. Por lo visto, Wilmar Vera Zapata andaba descalzo cuando se vio envuelto en esa urdimbre que amenazó con hacer trizas su vida y la de los suyos. Por fortuna para ellos, la solidaridad afloró desde distintos frentes. En ese trance tuvo además  la compañía de los libros, de algunos amigos que se manifestaron incondicionales y sobre todo una fe que le brotó de no sabe dónde y que le permitió, en compañía de sus asesores, desmontar, una a una , las piezas con las que fue armada esa celda enorme en la que transcurrieron (¿ Transcurrieron?) veintisiete meses de su vida con sus días de infamia y sus noches de insomnio, a las que no fue ajena una saludable dosis de ironía como la que aflora en la página  218 de su libro con este título impagable: “ Una feliz navidad (?) canera”.


   PDT. les comparto enlace  a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=FN5oLBXiNvM&list=RDFN5oLBXiNvM&start_radio=1

 

 

 

lunes, 1 de diciembre de 2025

Deslumbrado y confuso

 


 


Al menos para mí la conversación tuvo un acento delirante. El hombre, llamado Adrián, me invitó a un café en un concurrido lugar del centro de Pereira con nombre de arrabal: El Cafetín. Las paredes, decoradas con fotografías de viejas glorias del tango y el bolero, hacían más notorio el contraste con el monólogo -   yo apenas hablé- que se inició.

He compuesto más de quinientas canciones con Inteligencia  Artificial, dijo a modo de preámbulo, con un brillo de suficiencia en la mirada. Estoy haciendo los trámites para patentar mis derechos ante Sayco y Acinpro, añadió y despachó el café de un  sorbo para pedir otro al instante. Por lo visto, se avecinaba una peligrosa combinación de adrenalina y cafeína.

Previendo que el asunto iba para largo, me acomodé en la silla y pensé que era demasiada alharaca: El Caballero Gaucho, compuso- mal contadas- más de un millar de canciones en su fértil carrera como cultor de la música popular, constituyéndose en algo así como la banda sonora de los habitantes del Eje Cafetero colombiano y del área de influencia de la llamada colonización antioqueña. Devoto como soy de su cancionero, me dije en silencio: me cago en la Inteligencia Artificial

Como bien sabemos, Sayco y Acinpro, una suerte de criatura bicéfala, es la entidad que en teoría vela por los intereses y derechos de los compositores y autores colombianos, en el entendido de que uno es el que escribe la letra y otro el encargado de componer la música, aunque a veces resulte ser la misma persona.

¿Si las canciones son escritas por una Inteligencia Artificial, cómo puede alguien patentarlas con nombre propio y a nombre de quién quién se interpone la demanda en caso de plagio o sospecha del mismo? Era la pregunta que rondaba mi cabeza.




Por lo visto, aparte de compositor prolífico, Adrián también puede leer la mente del interlocutor, porque sin fijarse en gastos se lanzó a explicar, mientras yo ponía, según  escriben los novelistas  gringos, ojos como platos.

El asunto es así: yo escribo las canciones, que pueden ser en distintos géneros como bachata, bolero, balada, pop, despecho y muchos otros. Cuando la letra está lista le solicito a la Inteligencia Artificial que componga la música y le especifico el ritmo. El paso siguiente es la búsqueda de un intérprete adecuado para cada género. Luego viene la comercialización a través de alguna o varias de las plataformas existentes. Para eso debo pagar primero a la empresa dueña de la Inteligencia Artificial; sin ese requisito no puedo iniciar la monetarización. Así dijo: monetarización.

A esas alturas, la escena parecía sacada de una película de Buster Keaton pero con mucho ruido: las conversaciones de los parroquianos, la voz de Felipe Pirela o Agustín Magaldi y el entrechocar de platos y pocillos de porcelana se sumaban a Adrián haciendo sonar sus “composiciones” en un teléfono móvil de alta gama. Al menos debió elegir un lugar silencioso para hacer su revelación- pensé- pero tampoco dije esta boca es mía. El peso de tanta información nueva era demasiado para mis pobres entendederas.




Es norma de derecho y de convivencia presumir la buena fe de las personas. Demos por sentado entonces que Adrián es el autor de las letras de sus canciones y que puede volverse billonario vendiéndolas en un mercado en permanente expansión. Según el mismo me explicó, ya existen instrumentos para verificar su “autenticidad”. Aceptado este punto surgen otras inquietudes sobre quién es entonces el “autor” de la música y los arreglos, quién el intérprete y el productor. De ahí se deriva otra pregunta por los derechos y beneficios.

Como pueden ver, he abusado de las comillas, pero no hay ironía en ello. Es el reconocimiento de mi ignorancia. Sé que la noción de autor es poco menos que un anacronismo cuando un fulano puede solicitarle a un programa la composición de una sinfonía que, en un guiño a Dvorak, podría titularse “Sinfonía del Nuevo Mundo”… pero con dobles comillas.

Siguiendo esa ruta, igual puede decirse de nociones como “original”, un concepto siempre puesto en entredicho por la maestría de algunos falsificadores. Es bien conocido el caso del holandés Han van Meegeren, que le vendió una de sus “obras" de Vermeer al mismísimo Hermann Göring durante la ocupación nazi a los Países Bajos. Es de resaltar que la compra estuvo precedida por análisis de conocidos “expertos” que refrendaron su “autenticidad”.




Por hoy dejemos a las útiles comillas en paz. Soy consciente de que, como siempre a lo largo de la historia, los humanos estamos ante un umbral, viva expresión virtual del infinito universo en expansión. Después de todo, igual que la rueda fue y sigue siendo una extensión del pie y el hacha una extensión de la mano, la Inteligencia Artificial es una expansión de la mente del hombre. Dicho de otra manera, un artificio que, como todos los anteriores, puede ser usado con fines buenos o malos. Por lo pronto, deslumbrado y confuso, espero que Adrián, el autor de canciones, pase a engrosar la lista de billonarios que surgen cada día en esa tierra de nadie y de todos llamada Internet.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=w772GXG5LnE&list=RDw772GXG5LnE&start_radio=1

 

lunes, 10 de noviembre de 2025

Tan viejas como el mundo

 




Cocina fusión. Música fusión. Ropa fusión. Arte fusión. Como si acabaran de inventar el concepto, las modas al uso hablan de fusiones por todas partes. Es más: todo lo in exige su dosis de fusión; incluso las llamadas uniones interraciales caben en ese concepto.

En realidad las fusiones de todo tipo son tan viejas como el mundo. De hecho, la vida sobre la tierra es el resultado de múltiples fusiones que dan lugar a una vida nueva. Incluso las cosas llamadas inanimadas son el resultado de una cadena de  encuentros. Pero como el mercado se alimenta de novedades, los expertos propagaron la fantasía de algo que bien podría expresar el espíritu de los tiempos. Por eso ahora todos quieren fundirse en un abrazo cósmico.

Bien sabemos que la gran creación humana es la cultura en la más precisa acepción de la palabra, es decir, la de cultivo, que alude al acto de escoger y preparar la tierra, desbrozarla, abonarla, sembrarla y dedicarle todos los cuidados hasta obtener una buena cosecha. El logro de los objetivos sería imposible- cómo no- sin las fusiones.

El Diccionario de la Lengua Española presenta varios significados para el vocablo  fusión. Uno de ellos habla de fundición, derretimiento, aleación, amalgama. Otro alude a unión de intereses, ideas o partidos. Y uno más se refiere a unión, unificación, asociación, vinculación y anexión. De modo que el mandato de madre natura es claro: criaturas de todos los tiempos y países, fundíos.

Abstracciones aparte, cuando las abuelas confeccionaban colchas de retazos con cuanto trapo encontraban a mano estaban fundiendo materiales destinados a adornar la cama y a protegerse del frío. Cuando se trasladaban a la cocina a preparar el sancocho para la numerosa prole, tomaban un plátano de aquí, una yuca de allá, una papa de este lado y un pedazo de carne- si lo había- y se consagraban a la preparación del milagro apuntaban en la misma dirección. De hecho, la palabra sancocho quiere decir mezcla, reunión: de ahí el profundo sentido comunitario de ese plato típico colombiano. Algo parecido sucede con platos tan emblemáticos para el fundamento de las nacionalidades como la paella en España, los tacos en México o los frutos de mar peruanos. En últimas, se trata de una reunión que alimenta a partes iguales el cuerpo y el alma.




En el campo de la música, el concepto cobra un nuevo vigor, si nos atenemos a que no existen músicas puras como lo quisieran los nacionalistas y regionalistas extremos: cada ritmo, cada vertiente es el resultado de un encuentro que de golpe nos lleva siglos atrás. Cuando el compositor checo Antonin Dvořák  (1841-1904) vivió en Estados Unidos entre 1892 y 1895, período en el que dirigió el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York, quedó tan impactado por las músicas religiosas de los negros- el  gospel y los spirituals-, que bajo su influencia acabó por componer la más célebre de sus obras: la Sinfonía N° 9, más conocida como Sinfonía del Nuevo Mundo.  Es bien conocido el caso de Felix Mendelssohn (1809-1847), que a pesar de su  célebre aversión por las músicas folclóricas, al final resultó tocado- en el sentido literal- por el sonido de las gaitas escocesas después de nueve viajes a Gran Bretaña.




Llegados al siglo XX, el surgimiento de la Salsa entre los sectores latinos de Nueva York resulta más que ilustrativo. Si el encuentro inicial entre las músicas indígenas y negras del Caribe con los ritmos europeos dio lugar al rico paisaje sonoro que caracteriza a Cuba, República Dominicana, Puerto Rico,  Jamaica, México, Panamá, Venezuela y la  Costa Atlántica colombiana, su amalgama con las músicas norteamericanas alumbró el fértil y colorido panorama de una cultura hecha con retazos de los pueblos llegados del mundo entero. Por eso, a pesar del tinte comercial que fue clave en el surgimiento de Fania Records, el término salsa, en cuanto alude a la mezcla de  varios ingredientes, tiene un peso integrador que expresa a cabalidad el fenómeno cultural implícito en los movimientos migratorios.

Algo parecido sucedió con el nacimiento del rock. Si bien por comodidad algunos lo datan en los años cincuenta del siglo XX, en realidad debemos remontarnos mucho más atrás. Cuando escuchamos con atención una obra como la Sinfonía N° 1 de Gustav Mahler (1860-1911), conocida como Titán, no tenemos que forzar mucho el oído para   descubrir una descarga de rock que nada tiene que envidiarle a lo mejor de Metallica, para poner un ejemplo.

Pero hay más: mucho antes de los movimientos por los derechos civiles que lucharon contra el racismo en la década del sesenta, los ritmos blancos y negros de Norteamérica habían conseguido fundirse hasta derribar barreras que hasta entonces parecían insalvables. Fue el cruce entre el folk y el country blancos con el gospel, el blues y los spirituals el que finalmente engendró una de las más poderosas corrientes musicales de la última centuria. Basta con escuchar a Sister Rosetta Tharpe (1915-1973) armada de una guitarra eléctrica, para identificar en sus acordes el germen de ese ritmo que no tardaría en dividirse en una diversidad de corrientes tan fértiles que obligó a los estudiosos a inventar toda suerte de etiquetas para nombrarlas: rock & roll, sicodelia, rock progresivo, rock sinfónico, hard rock, metal, punk y unas cuantas más.




Como la vida misma, las fusiones no pueden detenerse: hacerlo resultaría mortal. Sobre sus espaldas gravita el peso de la existencia toda. Poco importa si hablamos de comida, de pintura, de arquitectura, de sexo, de baile, de literatura o de religión. No sé ustedes, pero tengo la certeza de que sin la presencia de los árabes en España  y sin la llegada de los españoles a América, no se hubiera presentado el encuentro con el espíritu de Las Mil y una Noches y, por lo tanto, hubiese resultado imposible una obra como Cien Años de Soledad.  Fue ese diálogo lo que permitió esa Sinfonía del Nuevo Mundo Literaria que cambió la manera de vernos a nosotros mismos. Como podemos ver, más allá de estrategias publicitarias, las fusiones son tan viejas como el mundo.


   PDT. les comparto enlace  a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-88l-M0KgkI&list=RD-88l-M0KgkI&start_radio=1

 

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

Cultura y política

                                               Piedra del sol



Una ronda periódica por los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, no tarda en conducir al visitante a una certeza: el propósito manifiesto o velado de los poderes de despojar a las personas de su cultura, vale decir, del soporte mismo de su existencia. El concepto de alienación adquiere aquí su dimensión precisa. Un ser despojado de sí mismo queda en manos de las fuerzas que todo lo controlan en su propio beneficio y en detrimento del individuo y la sociedad.

Poco importa la naturaleza de esos poderes: políticos, religiosos, económicos o familiares, al final da lo mismo. El truco no tiene misterio. Basta con manipular el lenguaje. Despojar las palabras de su sentido y otorgarles uno distinto para provocar la confusión. En ese punto la mente clama por un guía, una fórmula que la conduzca al camino correcto. En ese momento aparece el mesías, el gurú, el caudillo o el coach, para utilizar un vocablo caro al mundo de la administración. Al carecer de mirada crítica la persona está inerme y acaba engrosando las filas de cualquier ejército de salvación.

Los políticos, así como los expertos en mercadeo y publicidad lo tienen claro: huérfana de su propia cultura una sociedad puede ser sometida a un reimplante en el que ese poderoso aliento vital   es sustituido por la pura demagogia, por la promesa de ese mundo feliz del que hablara Aldous Huxley en su novela. Así pues, se trata de extirpar la Cultura con Mayúsculas para remplazarla por una cultura chiquita a la medida de los intereses en juego. Peor aún: por una caricatura de sí misma que la convierta en objeto deleznable. Logrado ese propósito, el camino queda abierto para todo el que quiera colonizar esa tierra de nadie.




El siglo XX fue pródigo en ejemplos: mientras el estalinismo quiso imponer el “ realismo socialista” como fórmula  para poner el arte al servicio de un modelo totalitario, la China de Mao acuñó el eufemismo “ Revolución Cultural” para disfrazar un plan que condujo al hambre, el atraso y el exterminio.

Por su lado, la Alemania Nazi se sacó de la manga un improbable pasado heroico que no solo negó de plano la validez histórica de los otros pueblos sino que hizo de su aniquilación física y moral un propósito colectivo.

Cuando les llegó el turno, los   ganadores de dos guerras mundiales hicieron de la propaganda poco menos que un arte mayor. Tenían razones de sobra. No solo contaban con los viejos periódicos sino que tenían la radio, el cine, la televisión y , entrado el nuevo siglo, el universo infinito de internet. No fue difícil convencer al mundo de que el consumo y el derroche eran las únicas formas de trascendencia en este mundo. Cuando el “American way of life” se hizo planetario, incluso en el llamado mundo socialista el terreno estaba listo para un nuevo advenimiento: el reinado de las grandes corporaciones encargadas de proporcionar las condiciones de bienestar. El resultado ya había sido previsto por algunos pensadores desde mediados del siglo XX: el debilitamiento e incluso la desaparición del Estado- Nación como modelo de organización social y con él la democracia misma en tanto instrumento de legitimación. De ahí la erosión de entes como la Organización de las Naciones Unidas y  la Organización de Estados Americanos, que  jugaron un importante papel como negociadores en tiempos  de la Guerra Fría. Sin criterio y por lo tanto sin pensamiento crítico para tomar distancia de la multiplicidad de fenómenos que los asedian, los ciudadanos- otro concepto en trance de revisión- se mueven en una deriva en la que creen ser dueños de  su destino, al modo de esos surfistas convencidos de que gobiernan las fuerzas del oleaje parados sobre una tabla.






A esta altura del camino el desafío consiste en restituirles el valor a las cosas: no es la política la que crea la cultura por decreto, sino esta última la que fundamenta las acciones políticas enfocadas a transformar la sociedad. No son los influenciadores- el último detritus de la llamada sociedad de masas- los que  determinan las decisiones de la gente.  Aunque no lo parezca todavía hay tiempo. El gran patrimonio de la cultura que nos hace humanos está ahí, vivo y palpitante.   Alienta en las literaturas orales y escritas. Se agita en las músicas que se  fusionan y reinventan como lo hicieran los ritmos negros y anglosajones que con su diálogo engendraron  un fenómeno tan potente como el rock, banda sonora de  la luchas por los derechos civiles, desencadenadas  luego de la Segunda Guerra Mundial. Habita en los barrios, en las calles y en el vocerío de las grandes ciudades. Se insinúa en los coloridos murales que brotan  en las paredes como imprevistas plantas tropicales.

 Vale la pena tenerlo en cuenta: no es precisamente MTV la creadora de los ritmos latinos. Fueron éstos los que permitieron el florecimiento de esa corporación. No son las llamadas “Industrias Culturales” y sus mercados diseñados a medida las creadoras de mundos perdurables. Es al revés. Si lo entendemos así comprenderemos que todavía tenemos tiempo de retomar el control del propio destino y eso implica recorrer un camino distinto al postulado por la banalidad de los medios de comunicación. Contra toda apariencia, el mundo no son sólo caudillos, predicadores, influenciadores y Youtubers.

Basta con permitirse un momento de lucidez para entender y asumir que la relación  orgánica entre cultura y política debe fluir en otra dirección, hacia el terreno donde pervive lo humano como inalienable condición de la existencia.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=9qCBCSz1DeY&list=RD9qCBCSz1DeY&start_radio=1

 

 

viernes, 10 de octubre de 2025

Luis Tejada, el peatón suspendido

 




Nunca un perezoso escribió con tal disciplina como Luis Tejada Cano. Nunca un perezoso, amante de los arrullos de la abrigadora cama, engendró tal río de palabras en tan corta vida: antes de los 27 años de edad publicó 654 notas en varios medios, más algunas otras perdidas para siempre. Nunca un perezoso se atrevió a tanto, a eso de tener la cama como lugar de creación literaria, mucho menos si se desciende de laboriosas cepas católicas antioqueñas que tienen el trabajo como sino. Nunca un perezoso. Nunca.

                                Abelardo Gómez Molina


A lo anterior habría que añadir que nunca nadie había definido la vida y obra del cronista- filósofo- ensayista Luis Tejada como el editor y periodista  Abelardo Gómez Molina en su texto de presentación del libro Luis Tejada 100 Años, breve eternidad de un cronista, publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira  en la conmemoración del centenario de la muerte del escritor colombiano, ocurrida el 17 de septiembre 1924, en plena Hegemonía Conservadora, dato  éste último que  ofrece una clave para entender el espíritu iconoclasta, libertario e incluso comunista de  Tejada.

En su  breve ensayo titulado Un chestertoniano anclado en los Andes Gómez Molina desvela la que considera evidente influencia del escritor británico Gilbert K. Chesterton en la obra literaria de Luis Tejada. La fina ironía, la capacidad de síntesis y lo elegante del estilo son para Abelardo la muestra viva de la atención que el cronista les prestó a Chesterton y a otros escritores universales en una época en la que comunicarse con el mundo demandaba una gran dosis de tenacidad… así permanecer acostado fumando pipa fuera una de las consignas de Tejada, como bien lo expresa en el texto de tributo a los zapatos   donde se autodefine como El peatón suspendido. Igual podría haber sido El caminante acostado: el sentido es el mismo. Para Tejada la quietud siempre fue una forma del viaje, porque este último acontece en realidad en la imaginación.




El ensayo de Abelardo Gómez hace parte de un panóptico en el que ocho voces comparten con los lectores su aproximación a la obra de quien sigue siendo considerado, con sobradas razones, el más importante cronista colombiano hasta nuestros días.  Cien años después de su muerte, sus textos, tan difíciles de encasillar, nos resultan contemporáneos, lo que comporta el doble mérito de trascender el lenguaje ampuloso propio de la república conservadora y de eludir las jergas academicistas a las que seguimos siendo tan proclives en el propósito de ser oscuros para parecer profundos.

Los autores de los ensayos que preceden la selección de crónicas y viñetas de Tejada son Mauricio Ramírez Gómez como prologuista (Luis Tejada en Pereira), Mariluz Vallejo (Nuevas lecturas sobre el cronista Luis Tejada), Gilberto Loaiza Cano (Luis Tejada, escritor de paradojas), el ya citado Abelardo Gómez Molina (Un chestertoriano anclado en los Andes), Edison Marulanda Peña (Luis Tejada, un educador sentimental), Franklin Molano Gaona (Un ocioso y juguetón Luis Tejada. Oda a “El humo”), Gleíber Sepúlveda (Tejada y el espíritu de las cosas) y Rigoberto Gil Montoya ( Suenan timbres en el vecindario de Tejada y Vidales).

Claro, preciso, conciso y bello. La sucesión de adjetivos es necesaria en este caso, porque define el estilo de Luis Tejada. Su reino es el de la luz, sin concesiones al alarde  retórico o a la tentación oscurantista.  Esas características son las que nos señalan los autores de los ensayos de presentación, ya se ocupen de datos esenciales en la biografía del autor ( el  árbol genealógico Tejada Cano que lo marcó  en su formación literaria y política, su fascinación por el alma de las cosas, su devoción por la poesía que se refleja en cada uno de sus textos, los encuentros claves de su vida, su decisiva residencia en Pereira, su  historia de amor y su matrimonio con Julieta Gaviria) o de su papel en  la literatura colombiana de comienzos del siglo XX y su influencia en el resto del siglo.




Para empezar, en la obra de Luis Tejada la frontera entre periodismo y literatura se difumina, lo que la hermana con un contemporáneo suyo como Roberto Arlt (1900-1942) que dio cuenta de la Buenos Aires cosmopolita en sus Aguafuertes Porteñas que, como las Gotas de Tinta de Tejada, fueron publicadas en principio en los periódicos.  Igual de asombrosa resulta su proximidad con las Crónicas Berlinesas de Joseph Roth (1894-1939). La voluntad de síntesis, la ironía y la siempre dispuesta ternura hacia los personajes y su trasunto vital crean una proximidad con el lector que lo hacen sentir en familia. De ahí que los textos de Tejada, como los de Arlt y Roth sigan siendo jóvenes.

El libro de 242 páginas publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira ofrece un valor adicional: presenta un compendio de voces contemporáneas de Luis Tejada que ayudan a ubicar su obra en su contexto de tiempo y lugar en lo que concierne a la historia, la política y la cultura.

Jorge   Zalamea Borda, José Antonio Osorio Lizarazo, Sixto Mejía, Germán Arciniegas, Antolín Díaz, Eme Zeta (Emilio Correa Uribe), Alberto Machado L., Luis Vidales, Adel López Gómez, Eduardo Caballero Calderón, Hernando Téllez, Néstor Gaviria  Jaramillo, José Mar y Lino Gil Jaramillo son los nombres de quienes con su pluma rindieron tributo a Tejada, tanto a su obra como al don de su amistad y a la manera como influyó en sus vidas.

En ese sentido, vale la pena destacar lo escrito por Emilio Correa Uribe en su titulada Carta sin sobre, firmada con el seudónimo de Eme Zeta y dirigida a Julieta Gaviria, la viuda de Tejada:

A doña Julieta Vda. De Tejada: 

Distinguidísima amiga Julieta: El generoso obsequio que usted me hizo en la tarde de ayer, precisamente en la víspera de cumplirse el aniversario de la muerte del inolvidable Luis Tejada, me llena de entusiasmo y de orgullo, porque usted —tan buena y noble amiga de todos los tiempos— me hace depositario de su álbum de crónicas, de su pipa, compañera inseparable del malogrado camarada y de las pocas producciones que Luis dejó inéditas y que, poco a poco, iremos entregando a los lectores de El Diario. Claro está, señora y amiga, que yo me siento bien satisfecho con el encargo gentil que usted me hace, pero créamelo también que me considero merecedor de este tributo de amistad porque el recuerdo cariñoso del hermano Luis florece perennemente en mi vida y no ha de apagarse, se lo aseguro a usted, sino cuando la misma vida se cierre sobre la desolación de lo Inevitable y de la Inevitable.




De esa dimensión fue la impronta dejada por Luis Tejada en la vida de sus amigos. Es la misma que deja en el lector la aproximación a los textos que aparecen en este libro  publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira y que llevan títulos como Las transformaciones de la madera, San Antonio y yo, La Vieja, Las muchachas bonitas y el suicidio, Interpretación sentimental del libro, Las campanas, Reflexiones de un cronista recién casado o Julio Flórez.

De esta última bien vale la pena reproducir un fragmento:

En un reciente artículo sobre Julio Flórez dice Eduardo Castillo que si se hiciera un plebiscito sobre cuál es nuestro primer poeta, saldría vencedor Guillermo Valencia.  Un plebiscito ¿entre quiénes?, ¿entre los intelectuales? Indudable mente, los intelectuales son apenas una minoría restringida Y probablemente  extraviada, o al menos, polarizada hacia cierto sentido convencional de la Belleza, excesivamente literaria para ser verdadero. Más allá de los intelectuales, hay una muchedumbre inmensa y sencilla, cuya capacidad de emoción no ha sido pervertida por los efímeros convencionalismos literarios; y para esa muchedumbre que, después de todo, puede estar en lo cierto, el poeta ideal no es, seguramente, el pulido parnasiano, el aristocrático fabricador de frases oscuras y perfectas; para ella, el poeta ideal es el cantor simple y terrible que sabe interpretar en palabras sinceras los sentimientos más humanos, y por lo mismo, más universales eternos.  Julio Flórez fue ese cantor ideal, fue el poeta en la acepción más pura y esencial de la palabra; el hombre que improvisa, el divino juglar trashumante que entona y rima sus quejas sacando los temas de su propio corazón, igual al corazón de todos. Sus versos no deben ser escritos ni leídos; sus versos sólo deben cantarse, subrayándolos con la música de la lira, o de la guitarra si queréis, esa lira popular. Sí, sus versos deben cantarse, como en la poesía primitiva, la única y verdadera poesía. 

 La poesía como un bien colectivo: Es toda una poética, una declaración de principios donde Tejada resume su concepción de la escritura y de la vida misma. Quien visite o revisite sus crónicas respirará todo el tiempo ese aliento que marcó para siempre el devenir literario de un país que- por uno u otro camino-ya nunca más pudo vivir a ajeno a su legado ético y estético.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Ngmc2rotJ0c&list=RDNgmc2rotJ0c&start_radio=1








lunes, 6 de octubre de 2025

Mariposa de hierro

 




El oxímoron es perfecto: la liviandad y la gracia de la mariposa complementan la pesadez y agresividad del hierro. Conscientes o no de ello, cuando esos muchachos californianos escogieron el nombre de Iron Butterfly para su banda estaban definiendo el espíritu de los años sesenta, que comenzó a gestarse una vez finalizada la Primera Guerra Mundial. Las heridas de la contienda empezaban a ser sanadas por el aliento hip, un vocablo proveniente de la terminología del jazz, que significa algo así como sabio o iniciado y es el origen de la palabra hippy.

La saga nos dice que en 1966, en pleno verano de las flores de la mítica California, la banda fue creada por un grupo de muchachos llamados Doug Ingle (Voz y órgano), Jack Pinney (batería), Greg Willis (bajo) y Danny Weis (guitarra). Más tarde, Willis fue sustituido por Jerry Penrod. Luego Penrod se marchó y fue reemplazado por Bruce Morse, a su vez  relevado por Ron Bushy. Al grupo se sumó también el vocalista y  panderetero Darryl Del Loach.

De esa convergencia de talentos surgió uno de los grandes himnos de la década, al lado de My Generation de The Who, Satisfaction,  de The Rolling Stones,  Blowing in the Wind, de Bob Dylan, All you need is love, de The Beatles. Se trata, claro de In a gadda-da- vida, resultado de una mala pronunciación del título original, que es El  Jardín del Edén.




La letra no puede ser más simple y predecible:

In a gadda-da -vida, honey

Don´t you know that   I love you?

In a gadda- da vida, baby, Don´t you know that I´ll always be true?

De modo que no fue la letra sino el sonido lo que supuso un viaje a la esencia de la utopía. El juego con los teclados recrea a la perfección las sensaciones de un viaje  con ácido lisérgico, el tiquete a los subterráneos de la conciencia sintetizado en principio por el químico suizo Albert Hofmann, cuyo profeta fue el profesor Timothy Leary. ¿De qué pretendían escapar esos muchachos para preferir  la locura a la tierra prometida por el capitalismo a través del ascenso social y el consiguiente consumo sin límites? En primer lugar, de los horrores de la bomba atómica, de las mentiras de los políticos, de la hipocresía de los mayores y de nuevas formas del crimen que se enseñoreaban contra los líderes por los derechos civiles y contra pueblos remotos que  servían de cobayas para nuevas armas letales.




En medio del delirio se llegó a decir que In a gadda- da  vida era una frase proveniente del sánscrito y eso la rodeó de un nuevo prestigio. Después de todo, muchos  artistas hicieron de oriente su lugar de peregrinación y empezaron a tener sus gurús de cabecera: frente al grosero materialismo de occidente, el desapego de prácticas  como el budismo representaba una sugestiva opción. Nadie podía adivinar entonces que muchos de esos líderes espirituales serían seducidos por el dólar y se instalarían en lujosas mansiones de San Diego y Los Ángeles.  Así ha sido siempre: tampoco nadie podía predecir lo que sucedería con las aspiraciones de Napoleón o las promesas de la Revolución  Rusa. Para los lectores de Herman Hesse, H.D. Thoureau y de los poetas beat la tierra de promisión estaba a la vuelta de la esquina: bastaba con subirse al Magic Bus de Ken Kesey con sus provisiones inagotables de LSD,  poner a los  Iron Butterfly en la casetera y  esperar el advenimiento.

 Como bien lo muestra Thomas Pynchon en su formidable novela titulada Vineland, los jipis se hicieron viejos, igual que todos. Las drogas sicodélicas no eran la sustancia de la inmortalidad. Las flores se marchitaron. Algunos lograron  reintegrarse a tiempo al sistema con parte del cerebro achicharrado, pero se las arreglaron para sobrevivir y hasta convertirse en prósperos ejecutivos. Como corolario se volvieron moralistas y se dieron a impartir consejos para triunfar en la vida. Otros- fueron legión- se desollaron los nudillos Tocando a las puertas del cielo, como en la canción de Dylan. Fatal decisión: no había nadie para abrirles.




 Algunas teorías conspirativas todavía aseguran que la CIA atiborró de ácidos a los jóvenes para impedir que una generación entera echara por tierra el sistema. Visto así, el LSD era parte de un plan, pero nadie ha podido probarlo. Mientras las discusiones a favor o en contra se renuevan, In- a gadda-da vida, con la simplicidad de su letra, ligera como el aleteo de una mariposa y la densidad de su sonido, pesado y  agreste como el  hierro, sigue sonando y diciéndoles cosas distintas a nuevas generaciones, porque el rock tiene esa particularidad: desde que emitiera su primer grito  a través de la radio hace ya setenta años, cada vez que alguien anuncia su muerte reaparece con nuevos bríos porque lo suyo, como todas las buenas músicas que en el mundo  han sido, es convertirse en banda sonora de quienes llegan a este extraño y fascinante lugar llamado Planeta Tierra que, hasta ahora, con todas  sus convulsiones, es lo mejor que nos  ha sido dado.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de  esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Tfpn3wHoNGA


 

 

jueves, 2 de octubre de 2025

El crack en Consotá

 







El relato ya es leyenda: la historia de amor entre un joven futbolista que después sería enorme y un ave tan útil como menospreciada: el inapreciable gallinazo comedor de despojos.

Dice Carlos Mario- para entonces trabajador de mantenimiento en el Parque Consotá- que fue amor a primera vista-. Messi, que todavía no era Messi, es decir, encantador de multitudes, se quedó mirando al pajarraco y le tendió un bien trinchado pedazo de carne a la parrilla a término medio. Todo un lujo para un ave habituada a la carroña. Fue así como se hicieron amigos. Corría el año 2005 y en Colombia se jugaba el campeonato Sudamericano Sub-20 entre el 13 de enero y el 6 de febrero.

El drama vino después. A la hora de partir, el futbolista quería llevarse a su amigo para Barcelona, donde el chico de diecinueve años tejería su leyenda dorada con la pelota. La respuesta fue descorazonadora. Las leyes colombianas prohibían el tráfico de fauna y, como si fuera poco, los gallinazos tienen un hábitat muy distinto al del Mediterráneo surcado por pájaros dotados de más prestigio poético. “Las oscuras golondrinas” de Bécquer, por ejemplo.

No sabemos cuánto tardó Messi en curarse el desamor, pero eso siempre se cura. Lo que sí sabemos es que la historia de Comfamiliar en sus sesenta y ochos de servicios está hecha de esa materia: de amores a primera vista.

Pasen por el teatro de la carrera quinta y  les contarán cuántos romances surgieron allí, al hilo de una película de Roman Polanski (Tess, por ejemplo) de la saga de El Padrino de Coppola o de la muy erótica Nueve Semanas y Media , con Kim Bassinger y Mickey Rourke  desquiciados  por el deseo.

Debe ser muy difícil ser flechado por Cupido en la sala de espera del médico o del odontólogo: la asepsia y tensión propias de esos lugares son enemigas de cualquier escarceo amoroso. Pero habrá excepciones, no lo duden. Bien sabemos que de ellas se nutren las reglas.  Algún secreto contarán los consultorios de Comfamiliar Risaralda.




Donde sí abundan las historias de amor – a primera vista o de acción retardada- es en las aulas de clase y en las bibliotecas. En el Instituto, en la Universidad y hasta en el preescolar, la gente suele ser sacudida por esos sobresaltos del corazón tan antiguos como la humanidad. Amor de estudiante es el título de una canción de hace más de cincuenta años, que le hace justicia a esas formas de locura.

A veces, el aliento amoroso de Comfamiliar tiene alcance internacional. Al despuntar el siglo XXI una sugestiva muchacha llamada Mercedes, colaboradora del área de Turismo en la Caja de Compensación, viajó a Miami como coordinadora de una excursión de personas de la llamada tercera edad. En una de esas playas sacralizadas por la televisión entabló conversa con un cuarentón que, en un español primitivo, dijo ser oriundo de El Paso, en Texas ¿El resultado?: dos mellizos de apellido Rogers Atehortúa, una  auténtica combinación gringo- quimbaya nacida en la mismísima frontera con México.

Eso para no hablar de un viaje a la memoria en 14 Estaciones. Día a día, semana a semana, mes tras mes, año tras año, los colaboradores de Comfamiliar en los catorce municipios de Risaralda dibujaron sus propios mapas: los de las voces y rostros de los niños, jóvenes y viejos que le dan sabor, color y ritmo a la vida de esos pueblos fundados por aventureros llegados de las montañas de Antioquia, de las selvas del Chocó o de las planicies plantadas de caña de azúcar en el Valle del Cauca. Su desarraigo, sus nostalgias fueron contadas y cantadas por un hombre de voz aguardientosa que, acaso sin saberlo, estaba componiendo la banda sonora de los muy mestizos habitantes de esta región. Hablamos, claro, de don Luis Ramírez para servir a usted, bautizado por el poeta Luis Carlos González Mejía con el nombre artístico de El Caballero Gaucho.




Maurier Valencia Hernández, Director Administrativo de Comfamiliar Risaralda durante muchos, muchiiiiiisimos años, tiene su vena bohemia. Su padre fue músico y de él heredó un sentido del ritmo, una intuición de los secretos a voces que nos transmiten las músicas de todos los lugares y de todos los tiempos. Por eso cuando en el Parque Consotá, así con tilde en la a, crearon una réplica de la vieja Pereira de serenateros bebedores de aguardiente y enamoradores de muchachas cantada por Luis Carlos González, supo de buena fuente que el espíritu del viejo pueblo de comerciantes paisas, vallunos y turcos plantaría sus tiendas allí.

“Es como si las almas de la caja y la ciudad fueran una sola”, exclamó Ovidio Montoya, viejo sastre de Corocito, Berlín y poblaciones aledañas, cuando se detuvo a contemplar ese lago, esa iglesia Claret y esa  cantina que parecían   hermanas menores de las ubicadas en el centro de la ciudad, en las calles veinticuatro y veinticinco, entre carreras séptima y octava.

Como tantos habitantes y visitantes de Risaralda a lo largo de varias generaciones, Ovidio estaba resumiendo en esa frase un nuevo capítulo de esta relación nacida en octubre de 1957, que no cesa de renovarse a medida que cambian los rostros de quienes hacen su historia.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=U_XakGmGlUA&list=RDU_XakGmGlUA&start_radio=1

 

lunes, 22 de septiembre de 2025

Cabalgando el relámpago

 





El humano llega a su casa. Abre la puerta. Cuelga el maletín y el saco en el perchero. Se acomoda en su sillón favorito. Pasado un rato siente un dolor en la espalda y se pregunta por qué no lo han recibido sus hijos. Algo falla, pero allí están los cuadros, la televisión de bulbos, la cocina a un lado del baño, la pared marrón a medio pintar. Allí están, como en la mañana, antes de partir hacia el trabajo. Sin embargo, el dolor y sus hijos sin saludar persisten.  El humano decide levantarse del sillón, recoge el maletín y el saco, abre la puerta, sale. Está seguro de haber de haber doblado en la esquina equivocada.

Los personajes de estas historias siempre llegan de ninguna parte y regresan a ninguna parte. Mejor dicho: se desvanecen. Su condición fantasmal contrasta con la precisa descripción de los lugares donde se desarrolla su breve tránsito por algo que, con bastantes dudas, podríamos llamar el mundo. Están los cuadros, la cocina, el   televisor anacrónico, el saco, el perchero, pero el personaje muchas veces ni siquiera tiene nombre. Dicho de otra forma: el protagonista no es.

Con esa incierta materia están tejidos los treinta y ocho relatos que conforman el libro Crónicas para Fantasmas, del periodista y escritor colombiano Gustavo Vargas, radicado en México desde hace un buen rato. La obra fue publicada bajo el sello editorial Cine Club Borges en 2025.

Los textos (¿Poemas en prosa? ¿Crónicas breves? ¿Cuentos cortos?) ostentan títulos como Cuestión de mirar bien, Esquina equivocada, Génesis, Palmillas, Luciérnagas.  A veces los protagonistas tienen nombre propio: Vargas. Rosa, Talita, Siete, Nacianceno, Blanca.  Pero las pistas se pierden allí. Seguir su rastro es adentrarse en callejones sin salida que al final se anudan en uno solo, como si el narrador o los narradores se propusieran recordarnos que la vida no deja opciones distintas al extravío. Es la atmósfera que se respira en una historia titulada Agotamiento del teatro cuyo, último párrafo dice así:

Muchas formas he inventado para ahuyentar el olvido. Fui creador y titán, conté las nubes y las estrellas, también sus plumas. Volví al pasado, corregí mi falta, robé de nuevo. Le advertí a la esposa de mi hermano, le aconsejé abrir el ánfora y envidié ese amor nada difícil entre ellos. Inútil. No recuerdo mis primeros actos. Nada queda por imaginar, solo quiero ver al Héroe, quien expía una culpa con trabajos imposibles. Con la espada cortará mis cadenas, con la flecha matará al que viene por mí. Y si no es de esa forma, si el futuro cambia, bueno, poco nos importa el orden de las cosas.

La última frase es toda una declaración de principios: Poco nos importa el orden de las cosas ante la imposibilidad del recuerdo y su correlato, el olvido. Para quien llega siempre a la esquina equivocada (título de una de las historias) todo es inútil, según se desprende del brevísimo texto que aparece en la página 51 del libro:

Le he llevado una flor a Rosa. Hoy tampoco salió. Quizá un día de estos pueda pasar una tarde junto a ella.

Le he dejado la flor a Rosa. Estará marchita al volver, como las anteriores.

Esta forma de poesía desolada brota a lo largo de las 121 páginas de Crónicas Para Fantasmas. Algo nos dice que el mundo está puesto ahí para permitir esos brotes.  Jardín calcinado, tiene de todos modos un lugar para la esperanza. Eso es lo que nos deja la imagen de la historia de dos renglones titulada Talita:

Descubrió un granito de arena de playa en el centro de Bogotá.

-       ¡Bien!- dijo-. El mar está cerca.

 En muchos sentidos, leer estos relatos de Gustavo Vargas es como cabalgar el relámpago, según la atinada metáfora de la banda norteamericana Metallica:  a través de sus imágenes uno tiene una vislumbre del misterio antes de pasar a la siguiente página, hasta tropezar al final del callejón con la tragedia definitiva: la de la princesa Sherezade:

En un momento de somnolencia, Sherezade olvidó continuar la historia de la mujer que narraba historias al sultán.

-Bueno- dijo Shariar-, también a ella se le habrá olvidado-, y llamó a los verdugos.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=We_DLCYDaYw&list=RDWe_DLCYDaYw&start_radio=1