Desde la antigüedad clásica los filósofos vienen recordándonos que somos seres del tiempo: que existimos en el tiempo y por tanto nuestra medida es ese artificio creado por nosotros mismos. Con él medimos el alcance de nuestro fugaz episodio sobre la tierra y a través de él lo referenciamos todo, desde lo más sublime hasta lo más banal, a la noción de eternidad acuñada para ayudarnos a olvidar la nada en que habremos de disolvernos.
En los comienzos todo funcionó de manera más o menos convencional, sin más parámetros que el incesante ir y venir de asuntos tan visibles como el día y la noche. Hasta que aprendimos a medirlo y entonces dejó de ser la simple constatación de un fenómeno, para convertirse en un amo despiadado, hasta el punto de que los paradójicos hombres de hoy declaran con orgullo que están “estresados”, una curiosa palabra de origen anglosajón utilizada para expresar que el tiempo no nos alcanza para responder por los yugos que nos hemos impuesto. “El tiempo es oro”, clamaban en voz alta los hijos del Renacimiento europeo, una vez inventados los relojes, que desde entonces nos vigilan con el talante infatigable de una divinidad insomne.
Siglos más tarde, con los perfeccionamientos introducidos por la revolución industrial, el ingeniero norteamericano Frederick Winslow Taylor le dio carta de ciudadanía a una manera de ver el mundo que en cierta medida prefiguró los horrores tecnolátricos en los que fue tan pródigo el siglo XX y que tan bien supieron captar directores de cine como el alemán Fritz Lang en su película “ Metrópolis” o el inefable Charlie Chaplin en la más entrañable “Tiempos Modernos”: no por casualidad en las dos obras el espíritu dictatorial está representado por un reloj gigantesco que tiene la medida del universo. A Taylor se le debe lo que hoy se conoce como “organización científica de l trabajo” , un concepto que reemplaza la noción de talento natural por la de productividad y que por ese camino convierte a las personas en simples apéndices de las máquinas, pues el asunto aquí ya no es qué puede crear un hombre dueño de su tiempo, si no cuánto tiene que producir un hombre en una hora.
Todo eso que suena tan teórico tiene su manifestación visible en la vida diaria, donde el ejercicio del poder está ligado directamente a la administración del tiempo. Los poderosos pueden hacerse esperar sin ofrecer siquiera excusas, mientras los subordinados que llegan tarde se hacen objeto de reprobación o incluso de sanción ¿ o acaso no han padecido ustedes esas exasperantes normas de protocolo, donde un auditorio cansado tiene que esperar durante horas a un fulano cuyo único papel es sentarse en silencio a una mesa y sin el cual es imposible iniciar la actividad, por nimia que sea? La explicación es simple y absurda a la vez: unos códigos ignotos lo hacen dueño del tiempo de sus convocados, cuyos compromisos adquiridos de antemano no le importan a nadie. De modo que, mientras los integrantes de ese auditorio esperan sin esperanza, no les queda una salida distinta a la de admitir que en algún lugar de cuyo nombre no pueden acordarse fueron despojados de la única prueba posible de su tránsito por el mundo: la inalienable parcela de tiempo en la que transcurren sus dichas y pavores.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: