La mujer, entrada en la cuarentena, mira con fijeza a la cámara en una actitud que tiene más de autismo que de desenvoltura. A su lado, una presentadora vestida como una porno star de línea dura les cuenta a los televidentes que están a punto de asistir a una suerte de epifanía versión siglo XXI: la revelación de la saga de infidelidades de una esposa latinoamericana a quien su laborioso marido consideraba la suma de todas las virtudes … hasta que cometió la torpeza de entrometerse en los registros de llamadas de su teléfono celular. La entrevistadora, que dice llamarse Silvana y habla con el inconfundible acento de Los Andes peruanos, nos dice que el cornudo en cuestión , un contador público titulado, acabó colgándose de una cuerda en la habitación de un hotel limeño de cinco estrellas y enfatiza este último dato elevando en una octava el tono de su voz, al tiempo que la señora Ariza- así nos dicen que se llama- subraya la declaración con una sonrisa enigmática de película de serie B que ya no abandonará durante el resto de la función.
Porque, como ustedes lo han adivinado, se trata de eso: de una función, de una puesta en escena y no de un ejercicio periodístico propiamente dicho. Como música de fondo suenan tonadas de la mejicana Ana Gabriel, cantadas con genuino furor uterino. Una tenue luz rosa baña el estudio de televisión donde se congregan medio centenar de individuos de distintos géneros y rangos de edad que siguen el desarrollo de la conversación con el aire de un grupo de cristianos de la vieja guardia congregados para la eucaristía. Sobre la mesa reposa un portarretratos que nos muestra a la pareja en cuestión besándose en un antejardín, como prueba de la pretérita felicidad que el ahorcado se encargó de echar a perder.
“Yo lo amaba, pero el pobre no funcionaba en la cama”, sentencia la señora Ariza con un histrionismo que hace pensar en muchas horas de ensayo frente al espejo. “Lo amaba”. Ese verbo tan manoseado y ambiguo, conjugado en pasado y soltado así de golpe, provoca entre el auditorio una sucesión de suspiros que no tardan en convertirse en un coro de cuchicheos que obligan a la tigresa Silvana a hacer un llamado al orden. “Respeto, respeto, que estamos ante el momento más importante de la vida de nuestra invitada” chilla en un rapto de calculada indignación. Ante el llamado de la sacerdotisa un silencio sacro se apodera del escenario.
¿Qué sucedió en el mundo para que en el transcurso de un par de décadas el territorio inalienable de la vida privada de las personas haya devenido ritual de canibalismo colectivo donde el devorado se ofrece en cuerpo y alma a los comensales-televidentes que no cesan de aplaudir cada vez que aparece una nueva confidencia? Pues que al ser despojados de la propia condición por un entramado donde solo operan las leyes del mercado y la publicidad, los individuos se han volcado hacia el reino del espectáculo como única forma de trascendencia: solo exhibiendo las propias ambiciones y miserias puede la gente de hoy sentirse parte de lo que en otras épocas se conocía como “Los valores de la comunidad”. Por eso sonríe la señora Ariza. Porque con la renuncia a su intimidad aspira a la comprensión que en otra época se obtenía en los confesionarios. Y por eso el auditorio aplaude, calla o suspira, dependiendo de las instrucciones de la hierofante Silvana: Porque gracias a esa confesión, pueden seguir disfrutando de sus pequeños vicios hasta el día en que se inviertan los roles y les corresponda el turno de pasar al escenario.
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