La lección la aprendí muy temprano de labios de mi abuela Ana María, como aprendí de ella muchas cosas más a lo largo del camino, hasta que se despidió de este mundo a los noventa y siete años, llevándose como último recuerdo el sabor del whiskey de centeno que le sirvió de extremaunción.
La anécdota es simple: en uno de esos partidos de fútbol que pactaban los niños en la vereda donde vivíamos, mis pretensiones de ser arquero de uno de los equipos se vieron depronto amenazadas por un grandulón vociferante movido por idéntica ambición, que con dos limpios puñetazos no solo me partió el labio y la ceja, sino que me obligó a optar por la posición menos riesgosa de puntero izquierdo.
Cuando llegué a la casa como quien dice a poner la queja, al observar mis heridas de guerra la abuela me despachó con una de esas frases inapelables que los campesinos de antes esgrimían ante los momentos decisivos de la existencia. “Mijo, nunca se atraviese en el camino de un perro que corre detrás de un pedazo de carne” sentenció, y siguió como si nada moliendo el maíz para las arepas.
Fue así como recibí mi primera lección sobre el poder devastador que la ambición ejerce en los seres humanos. Años más tarde leí en una de esas revistas de divulgación científica que la fuerza encargada de empujar a los hombres hacia la competencia y a tratar de imponerse sobre los demás está ubicada en la corteza más primitiva del cerebro, lo que nos convierte de entrada en parientes, ya no solo de los primates sino de los reptiles. Debe ser por eso que en muchos lugares a los arribistas se les conoce también como “lagartos”.
Todas esas cosas me vienen a la mente escuchando noticias y leyendo documentos sobre la manera como los políticos pretenden enquistarse en el poder durante décadas, disfrazando su ambición con el viejo y manoseado discurso de la voluntad de servicio a los demás.
Volví a pensarlo al escuchar los pavorosos relatos de miles de campesinos despojados de sus tierras y separados de lo más entrañable de sus vidas por la voraz ambición de quienes no se andan con escrúpulos a la hora de asesinar , desaparecer y robar cuando se trata de satisfacer el agujero negro de sus apetitos.
Lo experimenté una vez más siguiendo los avatares de ese circo de corrupción alentado con la ambición sin límites ni reglas de la familia Nule y sus compinches dentro y fuera del Estado, que durante tanto tiempo coparon las páginas sociales de diarios y revistas provocando la admiración de mucha gente hasta que se supo que su pedestal olía a podrido.
Por todo eso, la parábola de la vieja y querida Ana María me resulta hoy más clara y dolorosa que nunca. Un perro que corre enloquecido detrás de un pedazo de carne no se detiene ante nada. No le importa a quien muerde o si él mismo perece en el intento. Como tampoco les ha importado nunca a quienes decidieron un día que su único propósito en este mundo sería seguir, contra todo y contra todos, la senda de su ambición.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: