Para el “ Gran Jefe”. Él sabe quien es.
Después de una de las cíclicas travesías por su Caribe natal, que lo llevó desde Arjona hasta el Cabo de la Vela , pasando por Turbaco y Taganga, el poeta Juan Carlos Aranguren volvió a tocar a mi puerta.
Fue el martes 26 de julio y llevaba la sangre incendiada por un cóctel mortífero, resultado de una mezcla de Jack Daniels y ron Tres Esquinas capaz de adormecer a un caballo.
-¡ Eeeerrrddddddaaaa, compadre! ¡ La putañera muerte se nos llevó al Joe Arroyo con su pasito tun tun, y a cambio nos dejó una colección completa de cantantes de vallenato despecho, de esos que desentonan cantando el sol solecito! Gritó a garganta herida ante el estupor de mis vecinos, que idolatran por igual a Los chiches vallenatos y a Johny Rivera.
Ustedes saben lo difícil que le resulta a una persona sobria sostener una conversación con un borracho, pero mi afecto hacia ese perdulario que escribe versos hermosos en los ratos que le dejan libres su pasión por el fútbol, las mulatas y las causas perdidas me lleva a intentarlo una y otra vez, con resultados impredecibles. Lo único claro es que , hasta ahora, he sobrevivido al intento.
-La verdad, compadre- le dije tomándolo del brazo y conduciéndolo hasta una silla con el cuidado de quien guía a un ciego sobre un puente colgante- creo que desde el comienzo de los tiempos se ha cometido un sartal de injusticias con la pobre muerte, a la que muchas religiones ven como un castigo por no sabemos qué desobediencia cósmica. No solo se la ha pintado, en el colmo del mal gusto, huesuda y armada de una guadaña, sino que se han escrito tratados enteros, para no hablar de millones de coplas y canciones en las que se le reclama su incurable costumbre de sacarnos del paseo cuando más contentos estamos en él. Supongo que eso es lo que piensas que hizo con el buenazo del Joe.
-¡Eccheeeee, coooññooo, pero si te volviste defensor de oficio de la pelona! Exclamó como única respuesta.
-Nada de eso, viejo Guri- insistí- Se trata de poner las cosas en su sitio. Basta con echar una mirada en derredor para darse cuenta de que no es la muerte la que nos mata, sino la vida. Primero nos encandila con su movimiento de cintura de bailadora de cumbiamba, de puntero derecho o de boxeador marrullero y luego ¡ Zas! Saca un directo a la mandíbula que nos pone a tambalear. La escena se repite a lo largo del camino con algunas variantes, hasta que al fin caemos a la lona, momento en que, por desidia o lucidez, optamos por quedarnos tendidos y ahí si, parce, requiescat in pace.
¡ No joda, compa. Si yo solo venía a decirle que la muerte del Joe- o el deceso, como dicen los cronistas judiciales- me tiene jodido hasta el fondo de la tripa y usted me sale con filosofías de madrugada ! Replicó con la parte de si mismo que no había tocado el alcohol.
- Pero así es- le respondí, decidido a cerrar mi monólogo- La vida primero nos enloquece con sus seducciones de feria, y luego nos adormece a punta de decepciones. Justo en ese punto, cuando estamos con la guardia baja nos fulmina con la presteza y precisión de un rayo. Por eso tiene que volverse seria y asumir su dosis de responsabilidad en este malentendido que ya dura miles de años. Para empezar a desfacer el entuerto propongo entonces la revisión completa del cancionero universal, incluidas tanto las obras de los grandes poetas como las composiciones de los autores populares. Si ustedes quieren sumarse, aquí les va la primera muestra, ya corregida : “ Señora vida que se va llevando / todo lo bueno que en nosotros topa”.