Las discusiones sobre una eventual reforma a la educación superior en Colombia acabaron centrándose en el hipotético carácter nefasto de las medidas en lo que toca a las organizaciones de estudiantes y profesores, mientras desde el gobierno central se descalifican las críticas adjudicándolas a desinformación de los movimientos sindicales cuando no a la injerencia de los grupos subversivos , según la reiterada retórica de las fuerzas armadas.
Quizás lo más nocivo de todo esto resida, una vez más, en la facilidad con que caemos en la trampa de abordar el desafío de la educación en términos de un universo fragmentado que ubica en un vagón la educación básica primaria, en otro la secundaria y finalmente la superior, dejando de paso el equívoco mensaje de que las dos primeras no son tan importantes , cuando en realidad es al revés : sin unas bases sólidas en la fase de formación temprana, serán inútiles todas las reformas y por lo tanto los recursos invertidos en la etapa de formación universitaria.
De modo que, desandando el camino, nos encontramos con un sistema de educación básica en el que todo la atención se centra en las coberturas, eludiendo la pregunta sobre la calidad de los contenidos, la pertinencia de las metodologías y los resultados de un sistema que a pesar de los discursos, sigue perpetuando la idea de que los pobres deben prepararse para los saberes técnicos e incluso artesanales, mientras a las capas más elevadas de la sociedad les están reservados los territorios de privilegio comprendidos en la ciencia, la acción político jurídica, el liderazgo económico y el pensamiento puro.
Es por eso que le cuestionamos a la universidad colombiana sus deficiencias en materia de investigación y pensamiento, sin detenernos a pensar qué tipo de recursos se han invertido para fomentar esa actitud entre los niños y jóvenes de escuelas y colegios en el sector público. Llegados al punto de los contenidos y métodos utilizados en estos últimos segmentos, nos encontramos con que el estímulo al espíritu investigativo raras veces forma parte de las líneas formales de los proyectos institucionales, mientras el pensamiento crítico, indispensable para formar seres humanos autónomos, apenas si es despachado con unas cuantas citas sin digerir, que recogen lo más prosaico y conocido de los pensadores de moda, en un catálogo que va de Fernando Savater a Edgar Morín pasando por sus epígonos criollos que multiplican la bibliografía sin ampliar y profundizar el escenario en que se mueven.
No debemos extrañarnos entonces si en las evaluaciones internacionales siempre reprobamos las pruebas de lenguaje, ciencia y matemáticas. Nada ganamos con prodigarnos en letanías cuando algún estudio nos revela por enésima vez que somos incapaces de comprender lo que leemos y por lo tanto nos mostramos duchos en hacer resúmenes de los textos mientras lucimos imposibilitados para emprender un diálogo con ellos. Poco o nada avanzaremos si seguimos poniendo el acento en los indicadores de cobertura, que de paso reportan réditos inmediatos para gobernantes y políticos en ascenso. Llegados a este punto, la pregunta no es cuántos computadores tenemos en la escuela si no qué estamos haciendo con ellos. Qué porcentajes de profesores con maestría están presentes en el aula sino cómo están contribuyendo a la formación de ese estudiante preguntón e incómodo que está en la base del espíritu crítico y científico. Talvez para entonces estemos en condiciones de emprender una reforma a la educación superior que implique algo más que un maquillaje a la crisis académica y financiera que ha soportado durante décadas..
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