Uno de los
tópicos del negocio del turismo es la imagen de un japonés ataviado con camisa
hawaiana, pantalón corto y sandalias, disparando su cámara Sony frente a todo
cuerpo vivo o inerte calificado como digno
de ser retratado. Al final la tribu
vuelve a casa con un catálogo de instantáneas sin ninguna diferencia con
aquellas utilizadas por las agencias de viajes para promocionar sus planes:
bailarines de milonga en la Argentina, indios Mapuches de Chile, pirámides en el Valle de los Reyes, crepúsculos en los
Himalayas, jubilados ante la torre
Eiffel o
amantes furtivos navegando en los canales de Venecia.
A la vuelta de pocos años la práctica dejó de ser exclusiva de los
turistas, japoneses o no. Con el advenimiento de la era digital ahora son
legión los individuos niños, jóvenes, adultos o viejos, consagrados
con minuciosa obstinación a registrar en sus cámaras de fotografía y video
cuanto encuentran a su paso, empezando por el propio rostro reflejado en
vitrinas y estanques, al modo de modernos Narcisos fascinados con su propio
fantasma. Nada escapa a su demencial cacería de imágenes: edificios,
paisajes, transeúntes, ceremonias,
animales, celebridades, avisos publicitarios y automóviles son objeto de un asedio
explicable solo por una epidemia de pavor ante las arremetidas del
olvido.
Por ahí va la
cosa: los terrícolas del siglo XXI hemos
sucumbido a los terrores de la disolución. El tiempo pasa cada vez más rápido,
decimos cuando se acerca una época revestida de algún significado ritual, como
la navidad o la Semana Santa en la
cultura occidental. Pero en realidad somos
nosotros los que pasamos por la vida a velocidad de vértigo, sin tiempo
para esa clase de conocimiento del mundo y de nosotros
mismos alcanzable solo a través de la pausa y de la paciente observación. Atrapados en el engranaje de la producción y
el consumo, apenas si disponemos de una tregua
para reponer energías mediante comidas rápidas, breves periodos de sueño
con sobresaltos... y excursiones cuyo único propósito parece ser el de
coleccionar imágenes fotográficas y de video. Poco importa en realidad el
estrato social de los individuos o las
familias. En el fondo las angustias son las mismas. En los niveles bajos
son los afanes de la supervivencia, en
los medios los del estatus y en los altos se trata de la conservación del
prestigio y el reconocimiento.
Asaltados por la
sospecha de la imposibilidad de la
experiencia y la memoria, condiciones para construir los mínimos referentes
de identidad individual y
colectiva, nos aferramos a las imágenes
como prueba de vida. Yo estuve allí, yo viví esa situación, crucé
esos mares, besé a esa muchacha, parecen decirnos. Por eso no tienen
sentido si no se divulgan a través del clan familiar o de las redes sociales. “Lo
publico, luego existo” parece ser la consigna general. Eso explica
en buena medida la multiplicación de imágenes sexuales privadas en Internet. En principio tienen una intención
documental: registrar un momento
placentero. Acto seguido irrumpe la pulsión: la experiencia pierde sentido sin
su difusión. Lo íntimo pasa entonces a ser público, con todas las consecuencias
que puedan derivarse de ese sutil cambio de enfoque. En medio del apuro
olvidamos lo más importante: las vivencias
intensas y profundas se fijan por sí solas en la epidermis del ser. Por lo tanto no precisan de ayuda externa. Solo cuando devienen puesta en escena,
espectáculo, necesitan el artificio.
Si una imagen es
la representación mental o gráfica de una idea o un acontecimiento, el frenesí
actual sugiere que la aventura de la
vida ha sido suplantada por su representación. Sin darnos cuenta hemos
vuelto a la caverna de Platón. Vamos por el mundo arrastrados por
una fantasmagoría armada con fragmentos de aquí y allá. Desasidos de lo más esencial de nuestra
condición escapamos hacia adelante armados de una colección de fotografías y videos, con un agravante: cada minuto podemos borrarlos y
reemplazarlos por una nueva memoria, es
decir por una historia personal recién
inventada ¿Cómo volver entonces a lo más
entrañable, a la caligrafía secreta de nuestra aventura en la tierra? Por lo
pronto, las señales de esta última se
parecen cada vez más a los resplandores biliosos de las pantallas de televisión parpadeando en la madrugada desde
las habitaciones de los insomnes: ni más ni menos que la estela dejada en su
estampida por millones de criaturas en perpetua fuga.
Ah, qué excelente texto, amigo Gustavo. Atrapados en esa prisa por vivir, nos hemos dado a la tarea de fotografiarlo todo para testimoniar que hemos sido partícipes de alguna experiencia. Ese clásico grafiti del “estuve aquí” que rayábamos en algún tronco o pared, hoy lo hemos reemplazado por una retahíla de imágenes grabadas sin mucho sentido sólo para presumir ante los conocidos. Como usted bien dice, hemos perdido la capacidad de observación, de abandonarnos a la contemplación de todo lo que nos rodea. De ahí que ya no recordamos casi nada, tenemos que auxiliarnos de las imágenes para recordar algún episodio o viaje. Hasta las fotos, saben a permanente artificio, y las personas retratadas parecen actores buscando siempre la mueca. Qué distinto de las fotografías antiguas, que al contemplarlas, uno tiene plena certeza de que son momentos conservados de vida auténtica, aun en la desgracia y la pobreza de la gente, siempre ha quedado registrada cierta dignidad. Hoy, vemos una fotografía recién sacada y sólo nos damos cuenta (si es que lo hacemos) que testimonia nuestra banalidad y simple condición de mortales, como pasajeros instrascendentes de la vida. Pensándolo bien, tenían algo de razón esa tribus primitivas de Papúa y otros sitios que se negaban a ser fotografiadas porque temían que les robasen el alma. El tiempo les ha dado la razón, me temo.
ResponderBorrarApreciado José: aparte de la razón, el tiempo les ha devuelto a esos pueblos la certeza de que solo haciendo un alto en el camino podemos mirar las cosas en perspectiva y en esa medida empezar a comprenderlas. A nosotros en cambio, la paciente espera, la observación minuciosa, el reconocimiento de los seres y las cosas nos han sido vedados por un torbellino en el que cobran vigencia las premonitorias palabras de Karl Marx, citadas en el título de un bello y lúcido libro de Marshall Berman:"Todo lo sólido se desvanece en el aire".
ResponderBorrarAy, Gustavo, me reconozco en tu post. Estoy otra vez de viaje y fotografío hasta las moscas. Lo peor es que con las camaritas digitales podemos registrar miles y miles de fotos, casi todas estúpidas pero que nos parecen preciosas en su momento. Tal es nuestra condición. Un saludo desde Sesimbra.
ResponderBorrarBueno, mi querido don Lalo: ojalá no las borre muy pronto. A propósito: las moscas son todo un tópico en la literatura. De entrada me viene a la memoria el poema de don Antonio Machado : "Vosotras las familiares/ inevitables golosas".
ResponderBorrarUn abrazo y felices fotos,
Gustavo