Para M.V.H, sin más señas.
Aparte de ser el
título de una película del norteamericano John Schlesinger fechada en 1967, la
expresión lejos del mundanal ruido
obedece a una vieja necesidad humana: la
de hacer un alto en el trasegar entre la
multitud para reencontrarse con uno mismo, vale decir, con sus más
secretos temores y anhelos, respondiendo de ese modo al antiguo consejo de los
filósofos: “conócete a ti mismo”. Y conocer implica ante todo hacerse preguntas a las que solo
puede responder en solitario la persona que se piensa. De allí la inutilidad de las fórmulas
vendidas en serie por los autores de libros
y talleres de auto superación : solo yo puedo recorrer mi camino y
emprender el aprendizaje del mundo con base en mis yerros y aciertos ¿o no se
han fijado ustedes en la reiteración de la palabra cómo en todos esos textos y
discursos? “ Cómo ganar amigos” , “Cómo volverse millonario”, “ Cómo conquistar
a una mujer”, “Cómo ser feliz” y un catálogo infinito de fórmulas para lo que carece de fórmula: la vida misma en tanto
aventura individual aunque compartida.
Pensé en todo
esto después de contemplar la
escena en una de mis caminatas dominicales por las montañas,
en las que suelo ser testigo de acontecimientos bellos y tristes a la vez, como
un zorro gris desplazado por la
expansión urbanística, por ejemplo. En este caso se trataba de otra cosa: cinco
ciclistas ascendían a ritmo lento pero firme por una pendiente veredal. Les faltaría un kilómetro para el final de la cuesta cuando uno de
ellos se detuvo de repente. Hurgó en un
pequeño maletín atado a su cintura y
extrajo un teléfono móvil. En un
principio intentó hacer dos cosas en simultáneo : conducir la bicicleta y sostener la conversación. O a lo mejor era al revés: conducir la
conversación y sostener la bicicleta.
Desentendido de sus compañeros de aventura, el hombre se apeó de su
vehículo y comenzó una discusión con un
interlocutor invisible pero bastante audible.
La disputa subió tanto de tono que no tardé en enterarme de sus detalles
básicos. Por lo visto, el frustrado
escalador era dueño o responsable de una
distribuidora de materiales de construcción. Uno de sus proveedores incumplió
la entrega y se generó una cadena de
insatisfacciones traducida en este caso
en un súbito ataque de cólera. El
tipo enlazó una serie de
insultos, su rostro se pintó de azul Prusia
y sin avisarles a sus cuatro camaradas emprendió la retirada cuesta
abajo. Su intento de situarse lejos del
mundanal ruido, aunque fuera durante el
breve paraíso de una mañana de domingo
se había echado a perder.
Pudo no haber
respondido, pero lo hizo, atendiendo
acaso a un reflejo condicionado. Así
andamos todos, atados a una roca que,
con fines tranquilizadores, optamos por llamar comodidad. En este caso, la
“comodidad” de estar en contacto perpetuo
con el exterior le impidió a nuestro ciclista ponerse por un momento a salvo de las
tribulaciones del mundo... como si no dispusiera de toda la semana para angustiarse.
El motivo es indistinto : la llamada
pudo provenir de una esposa desconfiada,
una amante desairada, un vendedor obsesivo, un vecino quejoso o un hijo
controlador. El resultado final es el mismo : otro intento trunco de estar solo
por un rato, o de dialogar con el propio yo, si
ustedes prefieren llamarlo así.
Sitiados por los
llamados de la publicidad, los asedios
de la información, el bombardeo del
mercadeo y agobiados por nuestros propios miedos y ambiciones nos volcamos
hacia el exterior como quien salta de un edificio en llamas. Centros
comerciales, discotecas, balnearios, estadios, playas , terminales de
transporte y aeropuertos abren sus
puertas para millones de peregrinos que van
y vienen en busca de un asidero para olvidarse de lo inútil de sus afanes y sobre todo de su condición perecedera y mortal. Compro, derrocho ,
vuelvo comprar y olvido así que el minuto pasado es
irrecuperable. Giro al ritmo de una tonada electrónica y creo escamotearle a la
muerte unos segundos preciosos mientras
esta hace su trabajo sin prisas ni pausas. Grito ¡Gol! Y ese mantra parece
anular toda incertidumbre... hasta que el equipo contrario anota y las cosas vuelven a su punto de partida.
De regreso volví
a cruzarme con los ciclistas. Charlaban
con aire desprevenido, satisfechos de su breve pero impagable goce. Pero
entre los cuatro pedaleaba un vacío, una
suerte de sombra que desde esa mañana
se convirtió para mí en el
símbolo de la incapacidad de los hombres de este tiempo para ponerse, aunque
solo sea por un instante, a salvo del mundanal ruido.
No soy de andar en bicicleta, pero intuyo, como tú, que el ciclista es una persona que se siente bien en soledad. No hablo tanto del ciclista urbano, sino del que se aventura en la montaña, por ejemplo. Aunque vaya en un grupo, es un grupo de cuatro o cinco personas solas. Con la soledad de compañía, digamos, es feliz. Y es cierto que la presencia de un teléfono en este cuadro es un poco anómala, ¿no? Como rara, no encaja bien. Una intrusión, una violación del derecho a disfrutar de la soledad. Es como si atendieras el teléfono durante tus vacaciones con tu nueva novia en un bungalow en las Seychelles y es el patrón con la noticia de que debes regresar para atender una emergencia. Tengo la impresión de que el ciclista de tu narración, el que atendió el teléfono y tuvo la bronca, no es un buen cultor de la soledad, o no es un buen ciclista. Vaya uno a saber.
ResponderBorrarTiene toda la razón, mi querido don Lalo: de tratarse de un buen cultor del silencio y la soledad no llevaría teléfono en sus travesías por las montañas. A propósito del paseo con la nueva novia, recuerdo una noticia en internet ( apócrifa o real, el sentido último del relato es el mismo) sobre un sujeto que interumpió un polvo para atender una llamada en su móvil. Como correspondía a la situación , su compañera de cama fue presa de la indignación y a modo de represalia lo abandonó en el hotel sin ropa, sin dinero y sin documentos de identificación.
ResponderBorrarJa, ja, muy buenos, el coitus interruptus y el rostro enrabietado azul de Prusia, esta ultima descripcion me hace recuerdo a un espléndido articulo de Gay Talese donde hablaba de un dia "gris acorazado" o algo similar, que mi memoria anda bastante convulsa. Cierto, el celular es como un invento del demonio, ya no se puede andar sin él, como si fuera un apendice mas de nuestra anatomia. Vivimos pendientes de cualquier asuntillo por muy banal que resulte, y si tampoco nos llama alguien, tambien incurrimos en la desesperacion. Ya no podemos con nuestro silencio, necesitmos de ruido de fondo aun cuando efectuamos una caminata, llevando el reproductor de mp3 a todo volumen. Hemos perdido la capacidad de contemplacion. (disculpas por la falta de tildes, el teclado que se me descompuso).
ResponderBorrarApreciado José: el filósofo Jean Baudrillard propone una serie de imágenes para ilustrar el fin del mundo. Una de ellas se parece bastante a la evocada por usted: un tipo ataviado con prendas deportivas, corriendo a la orilla del mar. Pegados a sus oidos van- cómo no- los auriculares de su aparato reproductor de sonido. Entre tanto, las gaviotas revolotean sobre su cabeza, preguntándose tal vez por las razones de tan absurda estampa.
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