Según relata el poeta Robert Graves, en los mitos
griegos Aqueronte era uno de los cinco
ríos del Inframundo. En sus aguas todo se hundía, excepto la barca de Caronte.
Este último transportaba las almas de los difuntos a cambio de monedas de ceniza que se ponían
en los ojos de los muertos a modo de
pago.
A juzgar por los
bellos y terribles versos de su libro Ataúd tallado a mano, el poeta
colombiano Flóbert Zapata es un hombre acostumbrado desde siempre a las transacciones pagadas con ese tipo de
monedas. Desde el primero hasta el
último de los poemas la materia es la misma, amasada de cien maneras distintas:
la muerte como forma suprema en la que se diluyen y concretan
todas las formas.
Si hay algo
falto de originalidad en este mundo es la creación literaria. Tanto que resulta
fácil precisar sus tópicos: el amor, la
soledad, la guerra, el poder, la ambición y, por supuesto, la muerte que lo
redondea todo y le da sentido a la extraña
aventura de estar vivo. Lo que resulta de verdad original es la
experiencia vital del creador, el camino recorrido para llegar a la obra.
Es eso lo que define su estilo, la
inconfundible impronta de su voz personal.
La voz de
Flóbert Zapata es la de un Aqueronte redivivo
cada día en ese leve temblor del aire que es la existencia de todo hombre. Por
eso siempre formula una eterna y única
pregunta destinada a descifrar el sentido de los pasos de las criaturas sobre
la tierra. Desde el comienzo sabe que solo la poesía puede ayudarle a encontrar
la palabra precisa para aproximarse al misterio: “La vida siempre se negó a
decirme / las cosas que sabía”, confiesa el poeta, pero acto seguido reinicia
la tarea con la tozudez de un Sísisfo indómito empujando su piedra cuesta arriba. Si todo está perdido nada se pierde
con intentarlo otra vez
No hay
dioses en el universo poético del autor.
Por eso tampoco puede haber esperanzas. La voz que canta es la de alguien
convencido a fuerza de infortunios de
que el tiempo, la vida y la muerte son apenas ilusión que surge y se desvanece en un teatrino de
sombras chinas. Por eso mismo solo el relámpago de la palabra precisa puede iluminar la breve eternidad de esa
puesta en escena. “Somos huesitos con recuerdos”, afirma, aunque sería mejor
decir que somos apenas huesitos sostenidos por la ficción de un recuerdo:
después de todo, lo que llamamos historia
personal resulta ser una antología de recuerdos inventados a la medida de la necesidad.
Un poeta enorme,
Friedrich Holderlin, optó por consagrar su corazón “a la tierra grave y
doliente”. Hijo de una tierra herida por la zarpa de muchas violencias, el
escritor de Ataúd tallado a mano, emprende un camino similar. Mientras
Empédocles, el personaje de Holderlin,
se arroja al cráter del volcán Etna en un intento de comunión suprema, el
cantor solitario de Zapata hace su recorrido entre tumbas: la del padre
asesinado, las de sus hermanos, la del amigo vencido por la enfermedad, las de
los muertos por venir, que en un
abrir y cerrar de ojos son ya presente y
pasado.
Las viejas
sabidurías de oriente recomendaban a cada hombre tallar a mano su propio sarcófago. Es más:
según esa cosmovisión, no existe tarea
más noble y difícil en este mundo. No sé si Flóbert Zapata conoce las
resonancias milenarias del título de su libro. En realidad no importa. Acaso
sin saberlo viene haciendo juicioso su tarea desde el momento en que
tomó por primera vez la pluma o la máquina de escribir. Para probarlo tenemos
este puñado de versos escritos con el tono de quien, como los
grandes iniciados, descendió a los infiernos, a las insondables moradas del
silencio y regresó para contarlo.
Esa experiencia
le permite hablarnos con toda autoridad de “ese instante justo de silencio
absoluto”. La gran poesía está hecha de esa sustancia, de lo que alienta entre dos
instantes de silencio. Por eso, un par de versos más adelante nos remite
a “la obstinada insistencia del calor en lo triste”. El calor, la vida, el
polvo enamorado de Quevedo, los huesos febriles de aquél poema de Octavio Paz,
en suma, la colección de monedas de ceniza con que los mortales debemos recompensar el impagable milagro de haber vivido. En todo caso, la
lectura de los poemas de Flóbert Zapata puede ser una buena manera de emprender el aprendizaje de ese duro oficio.
Es francamente esperanzador que todavia quede gente que se arriesga con la poesia a pesar de lo trillado que están los temas, como usted bien apunta. Con toda franqueza yo huyo de los poetas demasiado barrocos o de lenguaje recargado, prefiero la poesia que rezuma sencillez sin perder ritmo y elegancia. La clave es el estilo, la manera de contar las cosas, considerando que no queda nada nuevo bajo el sol.
ResponderBorrarLa buena poesía es como una flecha, apreciado José. De modo que el poeta necesita de total claridad para apuntar bien y precisión para dar en el blanco. Por eso es , quizá, el más complejo y exigente de los géneros . Sobre todo porque es muy difícil encontrar al buen poeta entre los miles de versificadores de tres al cuarto que brotan como maleza en los talleres literarios.
ResponderBorrarHe estado muchas veces en Sicilia, porque tengo amigos muy queridos en Palermo. Al Etna he ido varias veces, es un volcán como ningún otro, en permanente actividad, vasto, con numerosos cráteres y bocas… Es un territorio habitado, mucho más que una montaña . Uno piensa en la novela de Malcolm Lowry, por supuesto, y también imagina a Empédocles y fantasea con la idea de suicidio, o del terror ante la posibilidad de ser empujado. ¿Se arrojó Empédocles o se hizo empujar por un esclavo? Yo supe que el suicidio no era para mí cuando me cuestioné si me lanzaría de cabeza o de pie… ¿Cómo te lanzarías tú al volcán, Gustavo, de cabeza o de pie? ¿Cómo se lanzaría Flóbert Zapata? Ah, los poetas tienen posiciones y razones que no conocemos…
ResponderBorrarja, ja, ja : me lanzaría en un paracaídas especial para cráteres de volcanes, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarA propósito de Empédocles : un genio del humor negro sugiere que no hubo tal suicidio. Según su tesis el hombre simplemente se quitó las sandalias, las abandonó al pie del cráter y bajó descalzo como si nada por el otro lado. El resto lo inventaron los poetas.
¿Por qué será que tenemos tanto temor a la muerte si es algo tan cotidiano? ¿Deberíamos de aprender sobre ella y aceptarla ? Quizá el temerle nos ayuda a abrazar la vida y tener a esa mujer "aciaga" para algunos por misteriosa. En realidad es cotidiana la muerte. A veces creo que los poetas son nuestros maestros sobre la muerte; nos ayudan a observarla y hasta admirarla.
ResponderBorrarCaso fascinante acá en México son los días de muerto Gustavo. De verdad es increíble ver como celebran a la muerte, como los mexicanos celebran el regreso de los difuntos a casa por esos días. Además hay una especie de virgen no aceptada por la Iglesia Católica, La santa muerte.
La pálida dama no solo es la más fiel: en realidad es nuestra única compañera de viaje, apreciado Eskimal. De allí su profunda raigambre en los ritos cotidianos de tantos pueblos. Aunque al caso mexicano aduiere de verdad unas dimensiones especiales, tal como usted lo plantea. Nada más las prácticas relacionadas con la Santa Muerte dan para tratados enteros. De modo que mire a ver si se le apunta.
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