A esta altura del camino persisten para mí dos cosas
insondables: el misterio de la Santísima Trinidad y el talante de las personas
carentes de sentido del humor. Cómo se las arreglan estas para sobrevivir es
algo que no alcanzo a entender del todo. Suficiente con el carácter absurdo de
la existencia como para además tomársela en serio. Pero lo hacen. Es más: no
contentas con eso, se toman en serio a sí
mismas, al punto de padecer lo que llamo el síndrome de Atlas, es decir, la
convicción de que si no acarrean el mundo sobre sus hombros puede llegar a
suceder algo terrible, como que los
océanos se desborden, la tierra pierda su eje o alguna estrella se salga de su
órbita, por ejemplo. El resultado de esa visión del mundo se traduce en
cefalgias, úlceras, arritmias cardíacas y toda suerte de dolencias. Eso en el
aspecto físico, porque en el mental se expresa en una intolerancia mortal frente a lo distinto o desconocido, lo
que genera un choque constante con los vecinos, asunto de por sí bastante espinoso, sobre todo si el
prójimo también está incapacitado para la risa.
En las antípodas de esos
individuos se encuentra Esteban París, el
ilustrador y caricaturista invitado a exponer parte de su obra y a orientar una charla
en Comfamiliar Risaralda, con motivo de
la celebración del día clásico de los periodistas colombianos, el que rinde tributo a la
memoria de don Manuel del Socorro Rodriguez, fundador del
Papel Periódico de Santafé de Bogotá.
Lo conocí hace más de veinte
años, cuando afinaba y afilaba su lápiz en el diario El Colombiano, de
Medellín. Bien dotado de alas en los
pies, como la mayoría de los seres lúcidos era un tipo tímido y ensimismado, que no desaprovechaba
ocasión para asomarse a la esencia de lo humano y a lo que llaman el tuétano de
los acontecimientos. Siguiendo la línea de los grandes humoristas, sus
obsesiones tempranas eran las arbitrariedades, la desmesura y la no
poca dosis de locura que rodean el
ejercicio del poder, así en el ámbito
doméstico como en el público. Gobernantes, curas, estrellas del espectáculo,
maestros, burócratas, padres de familia,
deportistas y maridos o mujeres dominantes han sido desde entonces blanco constante de su diaria dosis de ácido.
Supongo que, como sucede con la escritura, dibujar también obsesiona. Por eso los buenos
caricaturistas vuelven siempre a sus dos o tres ideas fijas. Aparte de los
estropicios causados por quienes detentan alguna forma de poder, en París alienta una especie de eterno retorno a la
pregunta por la pérdida de la inocencia. De allí la constante presencia de niños y adultos desengañados en
sus caricaturas. Y como bien lo lo intuían los sabios de la antigüedad, frente
al desencanto del mundo solo queda la verdad desnuda de la risa. Por eso mismo,
ni los dictadores, ni los profetas ni
Dios pueden reír: el menor asomo de duda o humor echaría por tierra los
cimientos de su construcción.
Recuerdo con persistente
admiración una saga de viñetas protagonizadas por espermatozoides. Los diálogos
, apuntes y conclusiones de esas
microscópicas entidades prehumanas me
obligan a pensar en el feroz humor de
escritores como Jonathan Swift o Ambroce
Bierce. Al fin y al cabo un
caricaturista debe ser primero un pensador. Por eso, dos décadas después de su
primera exposición en Pereira, puedo repetir como entonces que París es una
fiesta.
Se me ocurre que el gran caricaturista es aquel que logra condensar, con un estilo y pocas líneas, temas demasiado serios como para que quepan en una caricatura. ¿Me contradije, cierto? Lo digo en otras palabras: el mérito está en hacer de la caricatura -deformación por esencia- un compendio de cuestiones trascendentales. Es lo que yo le reprocharía a su amigo Matador, que puede llegar a ser muy bueno pero también muy frívolo en ocasiones, o demasiado obvio. El caricaturista también debe imponerse retos, barreras, cuchillos de fakhir que lo obliguen a sacrificarse en aras de consolidar su estilo, digamos por ejemplo, los papeles de Garzón, capaces de abordar cuestiones complejísimas sin acudir a las palabras, o la consabida Mafalda que le impuso a Quino la necesidad de renovarse sin repetirse cada semana, hasta conducirlo al borde de la locura.
ResponderBorrarUno de los mejores hoy es El Roto, español, paradójicamente, hace de la caricatura una curiosa versión de la tristeza y el desencanto.
Sin más, allá estaremos. Saludos.
Cami.
No le quepa ninguna duda: el humor es cosa seria, apreciado Camilo. En el caso de la caricatura deben conjugarse la capacidad de observación del cronista, la mirada aguda del columnista, la precisión del trazo del dibujante, el talante certero del aforismo... y la capacidad para morirse de la risa del que sabe que todo está perdido y por lo tanto no hay nada que perder.
ResponderBorrarAh, comparto plenamente su admiración por El Roto.
La gente solemne cree que el humor es algo superficial, como el deporte o el baile; un entretenimiento, un pasatiempo para relajar el espíritu y alistarse para la próxima aventura intelectual, que deberá despacharse sin sonrisas, claro, con la deliberación y seriedad del que deguella al pavo. Toda esta solemnidad causa gracia, por supuesto. Bienvenidos, entonces, París y todos sus colegas.
ResponderBorrarCasi siempre se confunde el humor con el chiste fácil, o incluso vulgar, mi querido don Lalo. Nada más lejos de la realidad, porque el buen humor, incluído el más negro, es hijo natural de la inteligencia.
ResponderBorrarDe acuerdo. Agrego, de paso, que el deporte y el baile también me parecen requeteserios... El comentario anterior dejaba dudas...
ResponderBorrarAh, el humor siempre es el mejor arma contra los solemnes. A tono con su título, hace poco el periodista argentino Joaquín Caparros se mofaba de la selección de una tropa de escritores, que el gobierno de Cristina Fernández estaba alistando para representar a su país en una feria parisina dedicada a la Argentina. Por supuesto que él no estaba entre los seleccionados y en vez de cabrearse recurría a la sorna, matizando que él vivía en Barcelona y solo “estaba a 38 euros de Paris” cuando le viniese en gana, a diferencia de los otros compatriotas que veían el viaje como el sueño de sus vidas. “Paris, bien vale una risa”, sus curvados bigotes habían escrito.
ResponderBorrarApreciado José : pienso en el peligro que llegó a correr un caricaturista danés por ocuparse del profeta Mahoma y me convenzo del terror que el poder experimenta ante la risa. Claro: toda su fuerza depende de que los aúlicos- y sobre todo las potenciales víctimas- se lo tomen en serio.
ResponderBorrarAlguna vez le escuché a usted en una clase que le era difícil ser caricaturista. Recuerdo que se refería a que su manera de hacer humor no le salía. Yo lo intenté, Gustavo, solo por intentarlo, y tiene razón. Además de que son personas muy inteligentes, tienen una habilidad para condensar en una imagen todo un contexto con sus conceptos y posibilidades. Saben extraer el humor de manera genial. Le dejo acá el ejemplo más reciente en cuanto a una polémica causada por un caricaturista, Xavier Bonilla. Viene dese Ecuador. Saludos.
ResponderBorrarhttp://www.libertaddigital.com/internacional/latinoamerica/2014-02-06/genial-rectificacion-de-un-caricaturista-en-ecuador-1276510110/
Apreciado Eskimal : sospecho que el secreto de los grandes caricaturistas tiene mucho que ver con aquél viejo precepto del budismo zen : es el blanco el que debe buscar la flecha, y no al revés.
ResponderBorrarSobre Ecuador; allí tenemos otra muestra del pavor que los poderosos de toda laya experimentan ante la risa de quien no se los toma en serio.