Fotografía : John Wilson Ospina
John Wilson Ospina es un
andariego que va por los caminos
llevando por todo equipaje sus botas de siete leguas y una cámara de video en la que registra toda suerte de bellezas y horrores. Es decir,
la esencia misma de lo que es la
historia de nuestro país.
De su último viaje por el Chocó trajo de
vuelta el recuerdo del sabor de un
pescado de nombre impronunciable, la perfecta belleza de los rostros negros y la obstinación de viejos maestros de
música empeñados en defender sus chirimías frente a la invasión del reguetón.
Pero sobre todo regresó con el pálpito de algo terrible. Detrás de la estereotipada alegría del chocoano alientan los pasos de
una de esas bestias que con distinto nombre han sembrado de horror los
rincones de Colombia a lo largo de los
siglos. La primera sospecha la tuvo
cuando vio a los habitantes de Itsmina
armar una especie de carnaval espontáneo. El objetivo no era honrar la imagen
de su santo patrono sino celebrar que, por
primera vez en veinte años, las aguas del río San Juan no tenían ese tono gris
plomo o marrón mierda que promete graves afecciones intestinales o severas
lesiones cutáneas. Durante cuatro días la corriente recuperó el tono verde claro que algunos conservaban como el recuerdo de tiempos mejores.
El motivo de ese milagro fue un
paro de mineros que a su vez detuvo el
vertido constante de mercurio y otros
agentes tóxicos a las aguas. Porque para
miles de chocoanos, como para los
pueblos de todo el mundo afectados por fenómenos similares, la explotación
minera es una especie de maldición que llena
las arcas de unos cuantos y siembra la miseria y el miedo en la vida de muchos.
Entre estos últimos están los
pescadores de poblaciones como Andagoya, Unión Panamericana y la
mencionada Itsmina. Su destino se parece
cada vez más al suplicio de Tántalo:
rodeados de ríos, quebradas y riachuelos por todas partes, ya no pueden
nutrirse con su alimento ancestral, pues los peces están llenos de gusanos producidos por tanto veneno arrojado a la
corriente. Lo más grave es que no se trata solo de la minería ilegal a pequeña
escala, como pretenden los voceros oficiales.
Las grandes corporaciones y
distintos grupos armados que se lucran del negocio son los responsables
de ese desastre ambiental.
Fotografía : John Wilson Ospina
El relato de John Wilson es
agridulce, como el sabor del arequipe de borojó, una de las golosinas típicas
de la zona. De labios de una mujer escuchó como, a pesar de la abundancia de
agua, solo se bañan cada dos o tres días:
el tiempo que tardan en caminar hasta
una fuente todavía incontaminada. Un
solo fruto de chontaduro, considerado por muchos el producto típico de la
región es hoy artículo de lujo desde que una plaga acabó con los cultivos. El
principal medio de transporte en algunos pueblos es “El chocho”, un peligroso vehículo improvisado con
motocicletas vetustas dotadas de cabinas en las que se acomodan tres personas.
Dicen que pueden circular 1200 de ellas
solo por las calles de Itsmina.
“Detrás de la gozadera de los habitantes de esos pueblos alienta el miedo”, me dice. “Todo el mundo lo
comenta en privado pero nadie lo dice en
público porque eso puede anticipar el
desplazamiento o la masacre”. Las retro excavadoras están destruyendo la
selva a una velocidad de vértigo. Las únicas leyes que funcionan aquí son las de la propia ambición. Escuchando su
narración uno entiende por qué las viejas
tradiciones se refieren al oro como el cagajón del diablo.
Fotografía : John Wilson Ospina
Al final me deja con el
desasosiego de una imagen que no se corresponde con la lógica de las tarjetas
postales. Una capital de departamento sin acueducto, surcada por calles de
tierra y un montón de basura bajando por las aguas del río Atrato. Selva
adentro, las miserias no hacen sino multiplicarse. Lo supo cuando a vio a la gente recogiendo
agua lluvia para el baño diario o para
cocer los alimentos. Y eso que
hablamos de una región que, a juzgar por el monto de sus recursos naturales, es
una de las más ricas de Colombia.
No hace falta ser Erin Brocovich para saber que este problema existe y es de los más graves. Lo trágico es que el "progreso" ampara a los infractores más flagrantes...
ResponderBorrarPeor aún, mi querido don Lalo: las políticas de Estado parecen dirigidas a perseguir a los infractores más débiles y a proteger a los más poderosos... aunque, a decir verdad, esto último tampoco es una novedad.
ResponderBorrarAy, al leer esta crónica rememoro el drama del rio Pilcomayo, que nace en Bolivia y continua por el noreste argentino. Cuantas veces habré oído historias de que en la región de Villamontes y todo el Chaco tarijeño, la abundancia del sábalo era tal que solo había que poner una red y atrapar los peces incluso con la mano. Eran celebérrimos los camiones que llegaban con pescado a las ciudades andinas como Cochabamba. Hoy hasta los chaqueños se ven obligados a comer sábalo importado de Argentina o Paraguay, resultado del triste fenómeno de que los peces ya no remontan hasta las nacientes del rio, a consecuencia de que los ríos que alimentan al Pilcomayo todos están contaminados con mercurio y otros desechos químicos por la intensa explotación minera del departamento de Potosí, desgraciadamente el más pobre de Bolivia y que casualmente vive exclusivamente de la minería. Resulta complicado sopesar el asunto de la sobrevivencia versus las consecuencias ambientales. Y en esta década, con el boom de los precios internacionales, el problema se ha agravado, con los mineros ilegales escarbando su parte. Sucede en cualquier parte del mundo.
ResponderBorrarTal como están las cosas, apreciado José, en estos tiempos y en nuestros países, resultaría imposible repetir el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.
ResponderBorrarQué dolor!! Minería, incendios forestales, y el eterno abandono del gobierno. De todos los gobiernos que hemos tenido!! Por eso es que me cuestiono desesperadamente el dejar el exilio y volver. Para qué? Para ver más de cerca y morir de impotencia frente a la realidad y a la indiferencia de la aberrante burocracia que nos gobierna? Para sufrir el doble de lo que se sufre aquí, siguiendo las noticias de allá?. Comparto su artículo con el gran dolor de su realidad. Su denuncia quedará seguramente en el olvido, pero, es necesario hacerla y hacerla todo el tiempo que tengamos un espacio para ello. Me ha tocado mucho, y el dolor de y por la Colombia lejana es una herida incurable. Desde la errancia, un abrazo de la más solitaria entre las solitarias estrellas errantes. Olga Lucía B
ResponderBorrarClaro, como todo- y como todos- la denuncia quedará en el olvido, apreciada Olga Lucía. Al fin y al cabo esa es la materia de la que estamos hechos: desmemoria pura.
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