Joel Pérez (+) y sus alegres pillastres
Hace cosa de dos décadas, cuando
la cruzada de la corrección política
decidió que no llamar las cosas por el nombre equivalía a la solución de los
problemas en los que están inmersas, uno de los sectores afectados por esa voluntad aséptica fue el de los viejos. Desde
entonces, no solo se les despojó de su condición
individual sino que se les agrupó bajo generalidades bautizadas con nombres tan
impersonales como: tercera edad, edad dorada, adultos mayores y otras perlas.
Desde que lo descubrí en mi ya lejana adolescencia- ahora también soy un viejo- me sedujo la diversidad de matices del vocablo
anglosajón ancient: antiguo, anciano, viejo, añoso, es decir, lleno de
años y, por lo tanto, de conocimiento
del mundo. Por eso, en
civilizaciones acaso más decentes que la nuestra a los viejos se
les tributaba un respeto especial como
depositarios de la memoria y a nadie se
le ocurría someterlos al escarnio de llamarlos “adultos mayores”.
Pero así vamos. Obsesionados con parecer jóvenes, nos olvidamos de
aprender a ser viejos y por ese camino a asumir el deterioro y la muerte con dignidad. Una
mujer de mi generación, es decir, una vieja, se ha gastado una fortuna en remendar el cuerpo, obviando de paso lo
esencial: que cada noche la almohada le
recuerda el talante inapelable de nuestra mortalidad.
“¡No me jodan carajo que no soy ningún adulto
mayor!” “¿No ven, pendejos, que soy un simple viejo?" Truena Miguel González, el
papá de mi mujer, cada vez que alguien le llega con sensiblerías al uso.
Siempre que lo escucho pienso en el
anciano loco de la tribu, esa entrañable figura que en sociedades pasadas
encarnaba toda forma posible de
conocimiento : la crianza de los niños,
las plantas curativas, la reproducción de los animales, el ritmo de las
cosechas, los códigos éticos, los criterios de valoración, el cumplimiento de
la palabra empeñada y muchas cosas más. Al menos en lo personal, mis abuelos
Martiniano y Ana María no solo siguen
siendo los ancianos locos de la tribu, sino
que permanecen prestos a acompañarme a la hora de las decisiones
más esenciales.
Vuelvo al viejo Miguel: cuando reinventa el mundo al
ritmo de su voz cadenciosa y de su prodigiosa memoria, me devuelve de golpe un montón de cosas perdidas: la
solidaridad, la amistad, la complicidad y, por encima de todo, el respeto a
toda criatura viviente. Su mirada de
agua parece auscultar a un tiempo el
pasado y el futuro, lo que le permite vivir el presente sin esas
ilusiones absurdas alimentadas por quienes, fieles al tono de los
tiempos, quieren convertir sus tormentos
y necesidades en una cuestión de
mercadeo. Al menos eso leo en un plegable publicitario: “La edad no
importa. Déjenos ocuparnos de su
felicidad...”. No sé, debe ser mi mala leche. Pero sospecho que detrás de esos
puntos suspensivos alienta el ángel de la muerte.
No puedo terminar mi conversa de hoy sin ocuparme de otro viejo
querido: mi amigo, el médico cardiólogo Joel Pérez Soto. Desde hace dos años
duerme el sueño eterno a la
sombra de uno de sus grandes amores: un joven árbol de ceiba que se alimenta de
sus cenizas y lo devuelve al mundo hecho
una fiesta de colores, olores y sonidos: los
tonos de sus cuadros amados, el olor del ron curado en toneles de roble
y los acordes de sus músicos predilectos: Stravinsky, Haydn, Chopin,
Mozart. Cuando lo evoco en tardes de domingo sin fútbol pienso siempre en la certera sentencia de algún sabio cuyo nombre olvidé “Uno debe
vivir como piensa, o no pensar en absoluto”.
Arrinconados por un sistema que desprecia el conocimiento del ser y
privilegia la producción y el derroche de bienes de consumo, nuestros viejos
malviven hoy a merced de un puñado de
tecnócratas entrenados para lucrarse de su extrañamiento del mundo. Por ellos
apuro un trago largo de ron de las Antillas a la espera de tiempos mejores.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=An2a1_Do_fc
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=An2a1_Do_fc
Nunca hay que perder de vista los signos vitales que sobreviven de generación en generación, esos que los viejos, algunos viejos, detectan como pepitas en la arena. Siempre me ha causado gracia el dicho de que uno sabe que se está volviendo viejo cuando descubre que los policías son jóvenes. A esto se podría agregar que uno ya sabe que está muy viejo cuando descubre que hasta los jueces son jóvenes. (Y no cuesta imaginar que algún día resultará evidente que hasta el Papa es joven.) Vaya un saludo para tus viejos queridos.
ResponderBorrarRecibido y transmitido el mensaje, mi querido don Lalo. De paso, recuerdo la frase de un artículo de Gabriel García Márquez,escrito con motivo del asesinato de John Lennon. Dice así : " Viejos no somos los que tenemos muchos años, sino los que no se subieron a tiempo en el tren de sus hijos".
ResponderBorrarCreo que a los muchachos les resultaría saludable subirse de vez en cuando en el tren de sus viejos.
Hablando de tardes de domingo, bien recuerdo que cuando hace años acudía al estadio, no había mejor insulto para una hinchada que gritar “viejo” o “abuelo” a los jugadores más veteranos del equipo contrario para supuestamente agraviarlos o hacerles sentir que no valían nada. Y ahora con esto de la corrección política, mentar esas palabras equivale a delito, prefiriendo escudarnos en la hipocresía de los eufemismos, como si eso desmintiera lo que viene ocurriendo desde hace mucho en nuestra sociedad devorada por el consumismo: desde que una persona deja de ser productiva, según los cánones actuales, pasa a ser considerada “gente de la tercera edad” e inmediatamente retirada de circulación como un objeto obsoleto o inservible. A propósito, su reflexión de hoy me hizo recordar una, poéticamente dolorosa, película de Imamura, “La balada de Narayama”, que seguramente la ha visto, y que desgraciadamente la ficción cobra realidad actualmente con los innumerables casos de desalmados que abandonan a sus viejos en gasolineras o puertas de asilos, como vergonzosa muestra de degradación de la sociedad.
ResponderBorrarApreciado José : el sistema de " seguridad social" en Colombia tiene una definición lapidaria para clasificar a las personas según el riesgo de enfermedad y los costos que implique el tratamiento de esta . Así, los mayores de 45 años estamos en la " edad catastrófica".
ResponderBorrarDe ese tamaño andan las cosas en una sociedad para la que el único valor digno de tener en cuenta es el de uso.