“La copia del cuadro de un pintor
que nunca existió...¿Es una falsificación?” pregunta uno de los personajes de
Los reconocimientos, la colosal novela de William Gaddis, que a lo largo de sus
más de mil trescientas páginas vuelve a la
inquietud que ha desvelado a poetas, científicos, filósofos y artistas a
lo largo de miles de años: ¿Qué es la
realidad? ¿Existe algo que, con alguna dosis de proximidad, podamos denominar
de esa manera? ¿Disponemos de instrumentos
fiables para conocerla, o al menos para acercarnos a ella?
Como muchos de ustedes lo
notaron, la pregunta inicial pertenece a la naturaleza del budismo zen.
“Conocemos el sonido de la palmada de
dos manos... Pero ¿Sabemos cómo suena la palmada de una sola mano?” Reza uno de los koan más conocidos. Se trata de
frases que rompen las llamadas leyes de
la lógica y nos preparan de ese modo para comprender que la realidad no existe o, en caso de
existir, no es aprehensible para
nosotros. Si seguimos con cuidado el razonamiento, al final solo tendremos una suma de convencionalismos
conocidos como honor, poder, amor, valor. Es decir, una colección de máscaras
útiles para nombrar y desvelar los rostros de la nada.
“Wyatt tenía cuatro años cuando
su padre volvió solo de España, y era un crío malhumorado de pelo color arena,
ojos avellana que ardían en verde cuando se enfadaba y manos constantemente
ocupadas, abriéndose y cerrándose sobre nada, rompiendo algo o hurgándose la nariz”, nos dice el narrador en una
temprana descripción del personaje.
Con ayuda de esas manos Wyatt,
que una vez también quiso ser sacerdote como su padre Gwyon, emprenderá su tortuosa carrera de pintor. Lo suyo será la restauración y falsificación de cuadros
de grandes artistas. Mientras lo
intenta, Esther, su mujer, se desvanece en
ese reino incierto amasado con
las obsesiones y la indiferencia de su marido. No tardaremos mucho en descubrir
que, como todo lo que rodea a Wyatt, su
existencia es también una suposición.
Muy pronto entra en contacto con
lo que, de manera bastante vaga, se
conoce como el mundo del arte. Es decir,
una legión de hombres y mujeres aspirantes a genios, manipulados por marchantes
que oscilan entre el cinismo y la lucidez, dependiendo de la dirección que tome el dinero. Entre estos
últimos se encuentran Basil
Valentine y Recktall Brown. Su visión de las cosas es
lapidaria. Una obra es original
si los expertos, pagados por los mercaderes, dicen que lo es. Y lo ilustran con
profusión de ejemplos sobre cuadros célebres
copiados tantas veces que ni sus
mismos autores podrían asegurar si salieron a no de sus manos. “Estamos en
manos de los expertos y nunca se puede saber hacia dónde apuntan sus hocicos”,
sugiere uno de los artistas, extraviado
en las noches sin fin de la bohemia de Greenwich Village a la espera de
algún atisbo de la gloria.
Pero la creación artística y sus aspiraciones de originalidad son
para el narrador solo una metáfora, Un
anuncio de preocupaciones mucho más hondas.
Un mundo creado por un dios que no existe ¿Puede de alguna manera ser
real? Resulta imposible saberlo si el
presente es inasible porque
siempre está disolviéndose en el pasado,
y el futuro no tiene consistencia porque
se desvanece en el presente, que a su vez se pierde en el pasado en una rueda
infinita que solo puede conducir a ese absurdo sugerido por los filósofos de
todos los tiempos.
Ya en la primera página nos lo
advierten: “Hasta Camilla había disfrutado de las mascaradas, del tipo seguro
donde se puede dejar caer la máscara en ese momento crítico que pretende ser
realidad”. Camilla es la madre de Wyatt, muerta en un tortuoso viaje a España. Su recuerdo es tan incompleto y
difuso como el cuadro que su hijo pretende pintar a partir de un viejo
retrato. Pero siempre está al lado de
acá de su improbable culminación, porque
ni las más sublimes expresiones
del arte y la poesía pueden brindarnos la certeza de que ese cuerpo amado existió alguna vez.
.
Me llama la atención esta obra basada, al parecer, en ese escamoteo de la realidad que tan bien le viene al arte... Arte que a fin de cuentas es una fantasía, o un capricho del gusto. Y bien observado lo del budismo zen y los koan. A esto agrego un comentario de Viviana, mi mujer, que es sinologa: los koans vienen de perlas a idiomas como el chino, en los que sonidos semejantes pueden significar cosas diversas, y lo mismo con los caracteres en la escritura. Lo de la palmada nos resulta más difícil de tragar a nosotros, que no podemos o queremos renunciar a la necesidad del choque de DOS palmas. El arte ayuda a soslayar el sentido común, y esto es positivo, claro, pero me pregunto hasta donde se sostiene el andamiaje... Dices que el libro tiene 1.300 páginas...
ResponderBorrarMi querido don Lalo: los escritores gringos son expertos en ese tipo de desmesuras. Pienso en Del tiempo y del río ( Thomas Wolfe); El plantador de tabaco ( John Barth); La broma infinita ( David Foster Wallace) y , por supuesto, casi todo Pynchon. Es como si quisieran abarcar el espíritu de su disparatado país en las páginas de un libro.
BorrarAh y muchas gracias a su esposa Viviana por los descubrimientos acerca del zen. Vistos de esa manera, los koan vendrían a ser algo así como el zumo de ese idioma.
Sobre el andamiaje de la novela... bueno , ya conocemos el viejo truco de meter una novela dentro de otra, como en el juego de las muñecas rusas... o las cajas chinas, para seguir con los símiles orientales.
No sé cómo le hará usted para sacar tiempo y, sobre todo, paciencia para enfrascarse en la lectura de esas obras que conllevan monumentales esfuerzos, y más aun si hay que adentrarse en el intrincado follaje de las novelas dentro de otras. Quise hacerle caso a Rodrigo Fresán quien recomendaba en un divertido artículo que hay que aprender a leer en “Wallace”, pero por mucho que me esforcé no pude pasar de las cincuenta páginas de ‘La broma infinita’, demasiada engorrosa y densa para mi gusto; a algunos autores hay que abordarlos por sus obras iniciales para entenderlos y DFW parece ilustrar bien el caso. Y sobre aquello de que los gringos son dados a las novelas extensas (Franzen, James Michener, Irving Wallace también se apuntan a la carrera) me hace recordar aquella teoría de que los autores yanquis están desde hace rato en una suerte de competencia por ver quién escribe la “gran novela americana”. Tal parece que es la gran asignatura pendiente para los hijos de la superpotencia, o eso dejan entrever.
ResponderBorrarApreciado José : es tal la desmesura de todos los propósitos norteamericanos ( en lo bueno y en lo malo) , que la teoría de la " gran novela" tiene su asidero. Insisto: es como si sus grandes autores quisieran abarcarlo todo : el fundamentalismo religioso, el fetichismo del consumo, la hipocresía rampante, el imperialismo como forma de soberbia política, la tecnolatría, la fascinación por ciertos deportes, la religión del espectáculo.
BorrarCada uno de esos elementos da para una novela, pero ellos se empecinan en abarcarlos todos en una sola.