miércoles, 23 de diciembre de 2015

Derechos sin deberes



                                                           Bertrand Russell

 Acaso sin conocer el célebre texto de Bertrand Russell, la  chica de veinte años intentaba consolar a su  amiga  con una frase  prefabricada: “Nada ni nadie tiene derecho a arrebatarte  tu felicidad”, le decía a través de Twitter, que es donde se dirimen ahora esos asuntos  que ayer se nos antojaban tan íntimos.
 Me parece demasiado espinoso definir  la felicidad, en caso de que exista tal cosa o algo parecido en este universo nuestro de olvidos y desencuentros, como para extraviarme  además  en la pregunta por el derecho a   conquistarla. Hasta ahora  he visto en los otros y comprobado  en el propio  pellejo que los mortales nos juntamos y nos desencontramos en  una lucha sin cuartel  por  algo de plenitud a través del otro, para descubrirnos al final con las manos vacías  y la mirada un tanto más opaca que la tarde anterior.   De ese combate todos salimos malheridos, algunos incluso muertos, pero nunca se me había ocurrido pensar que  las muchachas que alguna vez me hicieron añicos  alma, corazón  y vida  buscaban arrebatarme algún derecho: simplemente andaban tras lo suyo.
Egocéntricos  como somos, incluso antes de que la sicología inventara el yo, obramos como si la vida nos debiera algo tan intangible como mensurable: por eso reclamamos siempre algún derecho que gravita entre lo material y lo simbólico, verbigracia el techo o la libertad, sin  detenernos a pensar en lo inapelable: que  un azar nos puso en el mundo y lo demás es especulación.


Eso en lo relacionado con la contingente y tortuosa vida individual, porque la sociedad es otra cosa. En 1651 el filósofo inglés Thomas Hobbes publicó su Leviatán, una obra tan citada y malinterpretada como El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, el otro libro de referencia obligada para  corrientes políticas muchas veces antagónicas. La premisa de Hobbes es bien conocida: en esencia, los humanos somos seres ególatras y codiciosos, dispuestos a destrozarnos  en  aras de alcanzar los objetivos y defender los intereses privados. Una especie así no tiene  posibilidades de sobrevivir, sino aparece una bestia más fuerte, capaz de imponer acuerdos y hacerlos respetar. Dicho de otro modo: de  definir un conjunto de  normas  capaces de  garantizar  unos mínimos de  convivencia entre el grupo.  Para el pensador ese monstruo necesario es el Estado.  Recurriendo a una figura cara a la mitología y a  la imaginación popular lo asocia con el  Leviatán, el monstruo marino que aterrorizaba las noches de  marinos y aventureros.


Por eso en la mente del ciudadano el Estado siempre generó sentimientos contradictorios: es la figura poderosa que garantiza   los derechos y a la vez  la criatura terrible que obliga a cumplir los deberes y por eso amenaza su felicidad, es decir, los intereses individuales. Atrapados en esa encrucijada, reclamamos cada vez  más derechos, al tiempo que hacemos lo imposible  para soslayar los deberes. Nada como el campo de los impuestos para ilustrar las cosas. Todo el tiempo pedimos buenas vías,  mejores establecimientos educativos, excelentes servicios de salud, campos deportivos para todos. Damos por sentada la existencia de una cornucopia dadora de bienes.  Pero cuando Leviatán  nos reclama un razonable pago  de tributos para cofinanciar  esas  obras montamos en cólera. “¡Ladrones, bandidos, abusivos!” le escuché  gritar  a un ciudadano durante una jornada de asesorías para el pago de los impuestos por valorización. La destinataria de  sus reclamos era una serena funcionaria de hacienda  que  para el energúmeno representaba en ese instante  la materialización del Estado.


Como la muchacha del comienzo,  el señor en cuestión parecía pensar, no que debía cumplir un deber, es decir, dar algo a cambio de un bien, sino que alguien perverso intentaba arrebatarle su felicidad.
Durante los últimos  dos siglos, los seres humanos hemos conquistado más derechos que los  habitantes de la tierra en todas  las épocas anteriores.  Pero sería saludable que, por primera vez en mucho tiempo, volviéramos a pensar en los deberes. Cuestión de  equilibrio, nada más.

2 comentarios:

  1. Ah, el asunto de la felicidad es el pozo inagotable con que profetas de toda laya se andan forrando en este mundo de desencuentros.Con titulos como "10 pasos sencillos para alcanzar la felicidad" o "la llave de la felicidad" -como bien ilustra la viñeta- se han escrito demasiados libros y editado videos que son como una plaga en las estanterías de cualquier kiosco o feria librera. Pareciera que el cometido superior de la humanidad fuera tal cosa y andamos ahí arruinándonos la existencia hasta límites miserables.

    Por otro lado, aquello de los derechos y obligaciones como parámetro de vida civilizada es el cuento de nunca acabar en nuestras repúblicas bananeras donde impera la lógica del revés: los que menos aportan al
    pais con algun servicio, los que menos pagan impuestos, son los que más exigen obras y otros beneficios del Estado, y encima quieren todo regalado. Y con esto de los gobiernos populistas la situación empeora: pedir, pedir, pedir...bonos, subsidios, servicios gratis, cualquier cosa.

    PS. Y que aproveche muy bien esta navidad junto a los suyos. Por mi parte, procuraré ser "feliz" por un instante, con una prometedora cena y un buen vino no pido más. Un abrazo.

    ResponderBorrar
  2. Tanto buscar la felicidad nos vuelve infelices, apreciado José. Para empezar, por estos días de "Felices pascuas" , más de uno anda angustiado- y endeudado- buscando un regalo cuya posesión nada garantiza ni al dador ni al receptor.
    Ese tópico de la felicidad es considerado uno de nuestros más preciados derechos, por cuya conquista estamos dispuestos a todos... con tal de que no implique el cumplimiento de deberes.

    ResponderBorrar

Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: