Bertrand Russell
Acaso sin conocer el célebre
texto de Bertrand Russell, la chica de
veinte años intentaba consolar a su amiga con una frase
prefabricada: “Nada ni nadie tiene derecho a arrebatarte tu felicidad”, le decía a través de Twitter,
que es donde se dirimen ahora esos asuntos
que ayer se nos antojaban tan íntimos.
Me parece demasiado espinoso definir la felicidad, en caso de que exista tal cosa
o algo parecido en este universo nuestro de olvidos y desencuentros, como para
extraviarme además en la pregunta por el derecho a conquistarla. Hasta ahora he visto en los otros y comprobado en el propio
pellejo que los mortales nos juntamos y nos desencontramos en una lucha sin cuartel por
algo de plenitud a través del otro, para descubrirnos al final con las
manos vacías y la mirada un tanto más
opaca que la tarde anterior. De ese
combate todos salimos malheridos, algunos incluso muertos, pero nunca se me
había ocurrido pensar que las muchachas
que alguna vez me hicieron añicos alma, corazón y vida
buscaban arrebatarme algún derecho: simplemente andaban tras lo suyo.
Egocéntricos como somos, incluso antes de que la sicología
inventara el yo, obramos como si la vida nos debiera algo tan intangible como
mensurable: por eso reclamamos siempre algún derecho que gravita entre lo
material y lo simbólico, verbigracia el techo o la libertad, sin detenernos a pensar en lo inapelable: que un azar nos puso en el mundo y lo demás es
especulación.
Eso en lo relacionado con la
contingente y tortuosa vida individual, porque la sociedad es otra cosa. En
1651 el filósofo inglés Thomas Hobbes publicó su Leviatán, una obra tan citada
y malinterpretada como El príncipe, de Nicolás Maquiavelo, el otro libro de
referencia obligada para corrientes
políticas muchas veces antagónicas. La premisa de Hobbes es bien conocida: en
esencia, los humanos somos seres ególatras y codiciosos, dispuestos a
destrozarnos en aras de alcanzar los objetivos y defender los
intereses privados. Una especie así no tiene
posibilidades de sobrevivir, sino aparece una bestia más fuerte, capaz
de imponer acuerdos y hacerlos respetar. Dicho de otro modo: de definir un conjunto de normas
capaces de garantizar unos mínimos de convivencia entre el grupo. Para el pensador ese monstruo necesario es el
Estado. Recurriendo a una figura cara a
la mitología y a la imaginación popular
lo asocia con el Leviatán, el monstruo
marino que aterrorizaba las noches de
marinos y aventureros.
Por eso en la mente del ciudadano
el Estado siempre generó sentimientos contradictorios: es la figura poderosa
que garantiza los derechos y a la
vez la criatura terrible que obliga a
cumplir los deberes y por eso amenaza su felicidad, es decir, los intereses
individuales. Atrapados en esa encrucijada, reclamamos cada vez más derechos, al tiempo que hacemos lo
imposible para soslayar los deberes.
Nada como el campo de los impuestos para ilustrar las cosas. Todo el tiempo pedimos
buenas vías, mejores establecimientos
educativos, excelentes servicios de salud, campos deportivos para todos. Damos
por sentada la existencia de una cornucopia dadora de bienes. Pero cuando Leviatán nos reclama un razonable pago de tributos para cofinanciar esas
obras montamos en cólera. “¡Ladrones, bandidos, abusivos!” le
escuché gritar a un ciudadano durante una jornada de
asesorías para el pago de los impuestos por valorización. La destinataria
de sus reclamos era una serena
funcionaria de hacienda que para el energúmeno representaba en ese
instante la materialización del Estado.
Como la muchacha del
comienzo, el señor en cuestión parecía
pensar, no que debía cumplir un deber, es decir, dar algo a cambio de un bien,
sino que alguien perverso intentaba arrebatarle su felicidad.
Durante los últimos dos siglos, los seres humanos hemos
conquistado más derechos que los
habitantes de la tierra en todas
las épocas anteriores. Pero sería
saludable que, por primera vez en mucho tiempo, volviéramos a pensar en los
deberes. Cuestión de equilibrio, nada
más.
Ah, el asunto de la felicidad es el pozo inagotable con que profetas de toda laya se andan forrando en este mundo de desencuentros.Con titulos como "10 pasos sencillos para alcanzar la felicidad" o "la llave de la felicidad" -como bien ilustra la viñeta- se han escrito demasiados libros y editado videos que son como una plaga en las estanterías de cualquier kiosco o feria librera. Pareciera que el cometido superior de la humanidad fuera tal cosa y andamos ahí arruinándonos la existencia hasta límites miserables.
ResponderBorrarPor otro lado, aquello de los derechos y obligaciones como parámetro de vida civilizada es el cuento de nunca acabar en nuestras repúblicas bananeras donde impera la lógica del revés: los que menos aportan al
pais con algun servicio, los que menos pagan impuestos, son los que más exigen obras y otros beneficios del Estado, y encima quieren todo regalado. Y con esto de los gobiernos populistas la situación empeora: pedir, pedir, pedir...bonos, subsidios, servicios gratis, cualquier cosa.
PS. Y que aproveche muy bien esta navidad junto a los suyos. Por mi parte, procuraré ser "feliz" por un instante, con una prometedora cena y un buen vino no pido más. Un abrazo.
Tanto buscar la felicidad nos vuelve infelices, apreciado José. Para empezar, por estos días de "Felices pascuas" , más de uno anda angustiado- y endeudado- buscando un regalo cuya posesión nada garantiza ni al dador ni al receptor.
ResponderBorrarEse tópico de la felicidad es considerado uno de nuestros más preciados derechos, por cuya conquista estamos dispuestos a todos... con tal de que no implique el cumplimiento de deberes.