¡Esto parece la hora de llegada! Clamaban las abuelas cuando una
situación intempestiva sembraba el caos
en una cotidianidad solo en apariencia controlada por la rutina.
Cuando diciembre asoma detrás de
la última hoja del calendario una saludable confusión, combinada con una
refrescante laxitud, se instala en la vida de la gente.
Una de las razones es el regreso
de miles de personas que un día viajaron
a otros lugares del país o del mundo y
se quedaron lejos de casa para volver,
después de muchas navidades, en busca de unos reencuentros que a veces solo existen en la propia memoria
porque el talante inexorable de la vida ha seguido su propio curso.
Aeropuertos y terminales
terrestres se convierten por estas fechas en escenario de la dicha o la desolación. De un volverse a
ver que a la menor fisura se convierte en desencuentro.
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Desde la última semana de
noviembre el aeropuerto Matecaña es
un hervidero de gente ansiosa.
Familias enteras corretean por los pasillos
apretando ramos de flores contra el
pecho. Mujeres que se han puesto muy bellas para la ocasión aplastan la
nariz contra la vidriera buscando los rasgos de un rostro amado entre la hilera de cuerpos cansados que descienden del avión. Todos los viajeros agitan la mano a la
multitud aunque su saludo solo vaya dirigido a
un alguien en especial. Por ahora es como encender una bengala en la oscuridad por si alguien los ve.
En este avión llegan viajeros que llevan cinco, diez,
veinte, treinta y hasta cuarenta y ocho
horas saltando de aeropuerto en
aeropuerto en busca de sus propios pasos perdidos.
Miami, Nueva York, Ciudad de
México Santiago, Buenos Aires, Sao Paulo, Madrid, Barcelona, Las Palmas, París,
Londres, Berlín, Roma, Sidney, Pekín,
Tokio, Delhi o Moscú son los lugares a donde ha ido a parar y a parir esta
diáspora de personas originarias
del Eje cafetero que coincidieron en el vuelo Bogotá – Pereira
que suele arribar a esta ciudad a eso de las 10.30 de la noche.
Se llaman Clemencia, Ricardo,
Adrián, Amanda, Luisa, James, Gabriel, Etelvina Mariela, Maicol, Andrea,
Pastora, Niray, Ángela, Rubiela, Miguel,
Martha y una centena de nombres más.
Son bebés, niños, jóvenes,
adultos y viejos fundidos en una confusión momentánea de gritos, lágrimas y
abrazos.
Muchos de ellos jamás se habían
visto en la vida, pero durante los cuarenta y cinco minutos que dura el viaje
entre Bogotá y Pereira se sintieron
hermanados por una fuerza que los ayudó
a sobreponerse al cansancio: la certeza de pertenecer a una especie de
cofradía: la de millones de colombianos que desde mediados del siglo XX,
empujados por la curiosidad o la necesidad, tomaron sus maletas y emprendieron
viaje hacia lo desconocido.
Miles de esos peregrinos han
muerto fuera de casa y sus cenizas
fueron esparcidas a un viento que, en principio, no era el suyo. Otros,
simplemente no quisieron regresar porque
un día se despertaron y descubrieron que
ya no albergaban nostalgia alguna en el pecho. Unos cuantos sintieron que, por
alguna razón insondable, odiaban de
veras el lugar donde habían nacido y cortaron de tajo todo contacto.
Pero ese no es el caso de los
ocupantes de este vuelo.
Para ellos los carteles de bienvenida y las fiestas
con música vallenata que los esperan en
casa son suficiente recompensa.
Los pasos perdidos.
¡Comer mondongo en la galería!
¡Escuchar baladas en Iskidara!
¡Ir a un partido de la Copa
Ciudad Pereira!
¡Bailar en Mango
biche!
¡Tirar baño en San José!
¡Escuchar tangos en La
Milonguita!
¡Comer fritanga en El palacio de la chunchurria!
¡Moteliar en Amoblados el
Jardín de Caracol- La Curva!
Los pedidos son tantos como las
dichas aplazadas de quienes vuelven a casa.
Muchos no saben que buena parte
de los lugares donde creen haber sido felices ya no existen porque el secreto
de la vida consiste en no parar.
Así que deberán eludir las
trampas de la nostalgia y abrirse a otros descubrimientos si quieren aprovechar
estas tres o cuatro semanas de vacaciones.
Bienvenido a casa, papá.
Te amo, Miguel
Eres lo máximo, Mariana.
Se lee en pancartas improvisadas con cartulinas y
lápices de colores.
Al fondo suenan canciones de
Darío Gómez, Dora Libia, Diomedes Díaz y Jhony Rivera, esa especie de
panteón de la nostalgia y el desarraigo que anida en los corazones de la gente
de esta región.
Afuera una noche de lluvia hiere con sus alfileres
de hielo, pero eso no le importa a nadie.
Un improvisado carnaval de
familias aguarda en taxis, motos, busetas y automóviles entonando coros
entusiastas antes de emprender la última parte de la ruta hacia barrios donde la dureza de la vida es
conjurada a punta de rumba: Corocito,
Berlín, San Judas, Santa Isabel,
Frailes, Ciudadela del Café, Galán, Panorama, San Fernando, Boston, Kennedy.
A otros los aguarda un camino más
largo hacia sus pueblos de origen: Belén de Umbría, Montenegro, Quimbaya,
Anserma, Chinchiná, Marsella o La Virginia.
Les da lo mismo. La espera
de varios años ahorrando cada centavo
para el viaje ya pasó.
Mejor dicho: A la hora de volver
en busca de sus propios pasos perdidos lo mejor es tirar la casa por la ventana.
Por eso mismo mañana emprenderán una romería en busca de pólvora para prender
la fiesta, de ediciones piratas de los 14
Cañonazos bailables, de helecho para chamuscar el marrano, y lo último pero no menos importante, del
infortunado cerdo en persona.
Entonces, descubrirán que no hay matadero junto al Puente Mosquera, ni
polvoreros a lo largo de la Avenida del
Río y que tampoco abundan los vendedores de helecho en el vecindario.
Lo único que conserva su vigor
son las grabaciones piratas de la música favorita.
La ciudad que tenían en la
memoria ya no existe y les tocará
forjarse otra para llevarse de recuerdo.
Porque también descubrirán que la
antigua galería es un importante centro cultural y que los campesinos, las
verduleras, las putas y los
malandrines que le daban vida y muerte
fueron desplazados hacia
otros lugares de la ciudad donde aguardan la llegada del próximo plan de renovación urbana para mudarse a otro
rincón.
Una semana después doña Maruja Largo, una abuela
indígena que en los años setenta del siglo XX
viajó desde Riosucio hasta Caracas, donde décadas más tarde se volvió
chavista, se quedará atónita al escuchar los relatos de médicos
venezolanos que recolectan café en fincas de Risaralda, de antiguos burócratas
que venden arepas en barrios periféricos de Pereira y Dosquebradas y hasta de
curas abandonados de la mano de Dios que pregonan rifas clandestinas en esquinas céntricas.
Vueltas que da la vida.
PDT . les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada...Y que tengan una muy buena navidad.
Entrañable, colorida y simpática colección de estampas locales, estimado amigo. Sigo aprendiendo mucho acerca de su país y debo reconocer que le da mil vueltas al mío (al fin y al cabo, Colombia cuadriplica en población a Bolivia, así que por lo menos hay más cabezas que tienen algo que pensar para sobrellevar la existencia). Me he quedado intrigado con ese curioso uso del ‘helecho para chamuscar el marrano’, suena apetitoso el asunto desde ya. Siguiendo con las coincidencias, acá también tenemos platos como el mondongo (una sopa con ají amarillo, carne picada de cerdo y pollo, servida con mote de maíz pelado) y por supuesto nuestra fritanga local (un plato a base de cerdo horneado del departamento de Chuquisaca). Lo mismo, que tenga una excelente y, a ser posible, suculenta navidad.
ResponderBorrarAsí es, José. A pesar de prohibiciones recientes, la tradición es más fuerte y mucha gente sigue vendiendo helecho seco de manera semiclandestina durante los días de Navidad y Año Nuevo. Como parte del ritual, en esos momentos el aguardiente fluye a grifo abierto, con la grave consecuencia de que no pocas veces los comensales suelen dirimir viejos pleitos utilizando los mismos cuchillos con los que acaban de destazar el animal.
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