Por lo menos desde que los
hombres forjaron el mito de Sísifo, los escritores han intentado aprehender
la esencia del absurdo, así en la
vida personal como en la historia colectiva.
La gran diferencia reside en
que William Gaddis se propuso encerrar todo el absurdo en las 1133 páginas de
su novela Jota Erre, que complementa la desmesurada estela de Los reconocimientos y de Ágape
se paga, sus otras dos obras más
reconocidas.
Cuando digo todo el absurdo no estoy apelando a una hipérbole. Utilizando
como telón de fondo la omnipresente
pantalla del televisor y como santo y seña el In god we trust que aparece a modo de mantra en los billetes de
dólar, Gaddis se consagra, como quien
pela una cebolla, a desplegar cada uno de los componentes del sinsentido
norteamericano y, por lo tanto, de la existencia toda de un mundo cuya
única motivación es la multiplicación
del capital.
La economía, la política, los medios de comunicación, el
modelo educativo, el sexo, la religión, la cultura y el arte son sometidos a un
ejercicio de demolición del que al final
solo sobrevive la mueca, la risa de una divinidad que juega con el mundo como
una manera de distraer su propio
aburrimiento.
Esa divinidad se hace carne en Jota Erre, un niño que controla el mundo con la ayuda de un
teléfono, un lápiz y sobre todo de esa codicia sin medidas que constituye la gran seña de identidad de
los Estados Unidos.
No por casualidad sus líderes
aseveran una y otra vez que no gobiernan un país sino una empresa.
Por eso, cuando necesitan iniciar
a los niños en los secretos del alma nacional, los llevan a la bolsa de valores
y les enseñan a especular con papeles: de esa materia está hecho el sueño
americano, según lo ve la mirada implacable y lúcida de Gaddis.
En su tarea de socavarlo todo, el
autor no se fija en gastos al desplegar
la inagotable dosis de humor corrosivo que atraviesa su obra entera.
Así, para burlarse del improbable
carácter trascendente del comercio sexual no duda en echar mano de un símil
extraído del mundo de la física:
“Micro Faradio, sí, eso es, el
faradio es una entidad eléctrica, con la resistencia al mínimo y el campo completamente excitado, cogió a Mili Amperio
la tumbó con todo su potencial de tierra,
le subió la frecuencia y le bajó la capacitancia, sacó su sonda de alto voltaje
y la insertó en el enchufe de ella
conectándolos en paralelo, y le provocó un cortocircuito en el canal…”
¿Puede concebirse una imagen más apartada de los
tópicos románticos?
Quien se propone desenmascarar el
mundo en el que le correspondió en
suerte vivir no puede pararse en miramientos.
Esa decisión hermana a Gaddis con
otro de los grandes de la literatura norteamericana contemporánea: el invisible Thomas Pynchon.
Los dos comparten el descreimiento y el odio feroz por el sistema de valores de
una sociedad fundada en la hipocresía y la avaricia.
A esos valores pertenece el mundo del arte y la cultura,
cuya banalidad exaspera a algunos personajes de Gaddis, al punto de que ni
siquiera anhelan congraciarse con los
lectores.
“Muy bien. Espero que a todos los lectores esta historia les sirva para
estar prevenidos y para hacer alguna aportación a las alas del tiempo,
problema, joder, es que casi todos los lectores preferirían estar en el cine.
Prestar atención, pensar algo, sacar una
conclusión, problema, joder, es que casi todos los libros están escritos para
lectores completamente satisfechos con lo que son, preferirían estar en el
cine, llegan con las manos vacías y se van igual, joder, lo que le decía a
Schramm Bast. Si les pides que hagan un mínimo esfuerzo, joder, quieren que se
lo den todo hecho, se levantan y se van
al cine…”
Este Bast es un prospecto de músico que se la pasa
hablando de acciones, de especulación, de transacciones en la bolsa. Es el típico caso del que quiere ser artista
pero no está dispuesto a pagar el precio: la
soledad, el desencanto, la frustración.
Esos especímenes abundan en los libros de Gaddis, tanto como las parejas
que siguen juntas porque dar marcha atrás puede ser un pésimo negocio. Para
muestra, una conversación en la página 406:
-
Eres como
una, a veces eres como una enfermedad, Marian, joder, eres como una enfermedad
incurable que he cogido en alguna parte…
-
Tú eres tu
propia enfermedad, Tom, joder- dijo ella, pasó a su lado con el vaso en
dirección al pasillo y ahí, por encima del hombro de él- : Qué vas a hacer con estos periódicos.
Esa clase de diálogos letales es lo único capaz
de acercar a los personajes de la
novela.
Letales y por completo desasidos
de lo que se considera la esencia de lo humano: la ternura, la comprensión, la
piedad.
Pero no hay lugar para esas cosas en un mundo regido por la segunda ley de la
termodinámica: como en el universo físico, en Jota Erre todo tiende hacia
el caos, a la entropía.
De ahí la nostalgia de los
hombres por la racionalidad, el orden: lo anhelan tanto que están dispuestos a
exterminarse con tal de instaurarlo en la tierra.
Pero toda tentativa resulta
inútil.
Ante lo inapelable, la única manera
de aproximarse al caos, de dar cuenta de su esencia es a
través de un lenguaje igual de caótico.
Por eso Gaddis le tuerce el cuello a la sintaxis y edifica su obra a través de frases y párrafos que se cruzan, se anulan y dan lugar
a un barullo que es igual a la vida de todos los días. Lo que algunos
optimistas llaman el mundo real. Ese
donde un pistolero no tiene reparos en irrumpir en una taberna del oeste y acribillar a tiros al pianista, dando lugar a
la conocida súplica:
No disparen, soy sólo el pianista.
“Colgada en un saloon de
Leadville, esta petición llamó la atención del arte en su madura
procesión de un único individuo cruzando la nueva frontera de los ochenta donde
el frágil elemento humano todavía abundaba incluso en las artes”.
Poco o nada queda del frágil
elemento humano y el arte es apenas otro producto en la bolsa de valores. Nada lo diferencia de los papeles con los que se especula con
hipotéticos descubrimientos de minerales,
con la reactivación de una
decadente empresa cervecera o con el talento de un músico predestinado
al fracaso.
Poseído por el humor sin remedio de los lúcidos, Jota Erre planea con su puñado de
papeles sobre estas vidas que se desintegran y van a parar al cesto de la
basura. De vez en cuando, cuando quiere asomarse al alma de su país, extrae de
su bolsillo un arrugado billete de dólar y recita el mantra:
In God
we trust.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Aun me sigo preguntando de dónde saca usted tanta energía para 'devorarse' más de mil páginas como si nada. Por diversas razones suelo esquivar las obras demasiado voluminosas. Bastante tuve con intentar acometer las novelas de Foster Wallace, me digo.
ResponderBorrarQué magnífica forma de resumir el alma de un pais tan extenso en una sola palabra: el dólar como inmejorable metáfora de la codicia o la búsqueda insaciable del sueño americano. Sueños y caros anhelos que son solo humo en la gran mayoria de los casos.
Apreciado, José : no por casualidad, en el billete de dólar aparece escrito ese sucedáneo del Padrenuestro : " In god we trust".
ResponderBorrarGustavo, parece que en el auge de la verticalidad de las transacciones económicas, en el juego de mercados, está la muerte de esa historia que los posmodernos aseguraron en los noventas luego de lo de Muro de Berlín. Se desvaneció el contexto y los relatos promovieron un presentismo acelerado por la manera de manipular la información en internet. Esta reseña estimula la lectura de la novela en código para comprender lo que pasa ahora con Facebook y Cambridge Analytica.
ResponderBorrarMe parece una gran idea, apreciado Eskimal. Digo, eso de abordar la lectura en esos códigos. A propósito, Jota Erre tiene muchas cosas en común con La broma infinita, la novela de David Foster Wallace- aparte de la inmersión en la locura norteamericana, claro-.
ResponderBorrarMe refiero a la manera como expresan lo que hasta hace medio siglo era apenas una sospecha: que las corporaciones suplantarían a los estados y, por ese camino, convertirían a los ciudadanos en simples autómatas consumidores.
Esos escritores gringos se las traen.