A la memoria de mi hermana Amparo
Hace un par de meses, en su
comentario a una de las entradas de este blog, mi contertulio Gustavo Vargas
sugirió un relato y una reflexión sobre
el porqué de las bandas sonoras escogidas cada semana para ambientar y
complementar los textos.
Muchos de ustedes saben que,
desde hace medio siglo, millones de bailarines colombianos esperan una
grabación denominada 14 Cañonazos
Bailables, sin la cual la navidad no cobra para ellos toda su sabrosura.
Bueno, algo así me pidió Gustavo
Vargas, un periodista y escritor que se
presenta en estos mundos virtuales como El
Eskimal.
De inmediato le respondí que lo
haría.
Así que cumplo con lo prometido.
J. Brahms
Aquí van mis cañonazos, aunque no
propiamente bailables. Como todos los roqueros ortodoxos, soy torpe hasta la
exasperación. Solo atino a mover la cabeza al ritmo de una batería y una
guitarra desbocada.
No sobra advertir que no puedo
hablar de música sino de músicas: son innumerables los ritmos y las formas de
la poesía cantada que me corren cuerpo adentro.
Dependiendo del momento, desde
que tengo memoria celebro cada día con ellos el milagro de estar vivo… y de
constatar que aquellos a quienes amo siguen a mi lado.
Y si no están, porque se
murieron, se fueron, o porque ya no quieren estar, ni modo: que suene otra
canción.
Empiezo por decir que, descontada aquella de “Los pollitos dicen/pío/pío/pío”, la
primera tonada de la que tengo memoria es Esperanza,
un pasillo en solo de cuerdas interpretado por Ibarra y Medina.
Vivía con mis
abuelos Martiniano y Ana María en una vereda llamada El Tigre, cubierta casi todo el tiempo de una neblina densa que asocio siempre con el olor de las
vacas recién ordeñadas y con el aroma de unos desayunos descomunales que
todavía añoro cuando me enfrento, estoico, a mi escuálido plato matutino de cereal con frutas.
Cada madrugada el viejo
Martiniano encendía su radio Philips y
escuchaba un programa llamado Mañanitas
campesinas.
La banda sonora del programa era-
cómo no- Esperanza.
Y entonces llegó una legión de
cantores a los que, todavía hoy, les
endilgo la responsabilidad de mi errática educación sentimental. Hablo de
Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo, Nano
Molina, Oscar Agudelo y, por encima de todos El Caballero Gaucho, ese
ebanista capaz de traducir en versos el desasosiego y la incurable dosis
de melancolía que acompaña la vida y la
muerte de los hijos de este territorio
de plantadores y cosecheros que algunos bautizaron como Paisaje
Cultural Cafetero.
Ese legado se lo debo a mi padre
Argemiro, un hombre desarraigado, borracho y a veces violento que hizo de esas
canciones el santo y seña de su honda desesperación.
Cuando las hormonas empezaron a
hacer estragos y me convirtieron en un
saco de huesos pálido y ansioso la
balada se encargó de ponerle nombre a la
bestia que galopaba por mis venas:
enamoramiento.
Fue el turno de mi mamá Amelia:
mientras le daba vueltas y vueltas al mundo pedaleando en su máquina de coser Singer, enhebraba canciones de Claudia de Colombia, Rodolfo Aicardi y Leo Dan. Ellos me enseñaron a apreciar
la inefable dosis de belleza que alienta en las formas supremas de la
cursilería.
Tantos años después, cuando
vuelvo a escucharlos entiendo por qué mi hermana Amparo, alma bendita, decidió militar siempre en el bando del sufrimiento. Con esos maestros
no había otro remedio.
Mientras apaciguaba las hormonas con las siempre
sabias artes de Onán, más conocido entre los eruditos como El autodidacta y entre mis amigos malandrines como El pajizo, llegó el rock. Qué digo el rock:
una tormenta de fuego y belleza me pasó por encima y me dejó, para utilizar una expresión feliz de Julio
Cortázar, “estaqueado en la mitad del patio”. De The Rolling Stones a Yes y de Paul Simon a Metallica y The Ramones, esas crónicas de los
grandes desencuentros urbanos han estado ahí, acompañando todos mis momentos de
lucidez y de tinieblas, de dicha y de dolor.
Para decirlo con palabras de mi
hermano Mauricio Pérez: cada vez que escucho una buena canción de rock vuelvo a
creer en Dios, así con mayúsculas.
Como si se abriera una compuerta,
con esa música llegaron todas las demás: las sinfonías de Johannes Brahms y la
poesía de Joan Manuel Serrat; las crónicas bailables de Ruben Blades y las
plegarias de Louis Amstrong; las melodías de Arrabal de Gardel y las parábolas
de Chico Buarque.
Desde luego, no puedo nombrarlos
a todos porque la música es como el
universo: infinita. Lo único cierto es que no concibo un solo minuto de mi vida- apacible o feroz- sin alguna canción
sonando al fondo.
Espero entonces haber satisfecho – al menos en parte- la
inquietud de mi contertulio Gustavo Vargas.
Si no fue así, ya vendrá una nueva edición de cañonazos apenas bailables.
PDT : Aquí van los enlaces a las bandas sonoras mencionadas
Ja, más que cañonazos usted se ha disparado con misiles. Prometo piratearle alguna vez la idea de evocar pasajes de su vida a través de canciones, al màs puro estilo proustiano. En algo nos parecemos, coincido en el gusto ecléctico por todas las ‘mùsicas’, independientemente de su origen. Muchas gracias por la lista, ya mismo me pongo a la tarea de ilustrarme.
ResponderBorrarQué maravilla, apreciado José. no por casualidad se habla de " música de las esferas" para referirse al sonido que, según algunas teorías, producen los astros en su desplazamiento a través del universo.
ResponderBorrarY sobre la pirarería : "métale no más".
Qué bueno! Tu experiencia refleja la verdadera naturaleza de la cultura, que es una argamasa, una combinación íntima y mágica de elementos, en lugar de la superposición de capas que muchos creen. Dicen que el "arte" en una canción también depende del oyente, y en tu selección, por ejemplo en la última, de "Cuesta abajo", escuchamos un par de líneas maravillosas, "el valor que representa/ el coraje de querer", que borran cualquier sentimentalismo del resto, igual que el hallazgo en otro tango de "El día que me quieras/ no habrá más que armonía". Armonía, una palabra que encierra un rico mundo de significados, para nada altisonantes, como es el caso de las estrellas celosas y los manantiales alegres que la rodean. Donde tú ves a tu familia, yo veo a mi padre jugando al solitario, esperando, siempre esperando esa llamada de larga distancia que nunca llegaba, o que llegaba cuando yo me había dormido.
ResponderBorrar¡ Ay! Mi querido don Lalo. Mucho me temo que todas las llamadas llegan cuando uno ya se ha dormido.
ResponderBorrarY entonces queda la música para hablarnos de lo que pudo haber sido.
Gustavo, más que satisfecho, agradecido. El humor y la nostalgia en sus músicas, en sus cañonazos. La crónica, porque para mí es una crónica, me recordó a Klim, a Samper Pizano. Ya sé de que memoria suya viene su otro nombre, Martiniano. La evocación de sus abuelos por medio de Esperanza (Ese pasillo tiene un solo que ni en las grandes bandas de heavy metal). Mientras leía, comí ese desayuno descomunal. Además, pudo dibujar ese Paisaje cultural cafetero en un párrafo donde están los grandes.
ResponderBorrarY la referencia a Onán, sólo lo diré en el lenguaje esquinero de El Pavo y San Gregorio "Muy fino",
Más que los cañonazos, esta crónica es una ruta de las músicas que persisten y construyen nuestros tiempos. Muchas gracias, tocayo.
Pues no sabe cuánto me alegra que los cañonazos hayan dado en el blanco, apreciado Eskimal.
ResponderBorrarY coincido en esa percepción de Esperanza como un solo de cuerdas perfecto. Existe una canción de Fleetwood Mac( aquí va el enlace) titulada Never going back again, que algo se le acerca pero no la alcanza.
https://www.youtube.com/watch?v=sKj1EFeU-cM