He vuelto a los poemas de Octavio Paz después de varias
décadas: tres, poco más o menos.
Es la única manera de asomarse a
la hondura de los grandes poetas:
frecuentarlos durante mucho tiempo, ojalá en la juventud, y abandonarlos por
largas temporadas para volver a ellos cuando el camino nos ha dotado de otras
miradas.
Madurez, llaman algunos a eso,
aunque la palabra ha sido bastante manoseada.
Pero en fin, en esta temporada de
fin y comienzo de año regresé a esos versos limpios, transparentes y
afilados que nos ofrecen otras
dimensiones del mundo y de nosotros mismos.
Poemas ingrávidos y a la vez densos, hechos de
piedra, aire, agua, amor, fuego, viento, madera calcinada.
Porque para Paz el infinito
universo está hecho de esas formas de la
materia, animada siempre por la fuerza del amor, o de Eros, para ser más precisos.
Y la palabra poética, al ser
cifra del mundo, participa de esa condición aérea y terrestre: dice y no dice; nombra y calla.
Para el reencuentro con la obra
del escritor mexicano escogí el libro titulado
Mi casa fueron mis palabras,
Antología poética de Octavio Paz, con selección, prólogo y notas de César
Arístides, en una edición del Gobierno de Colombia para el programa Leer es mi cuento.
El primer acierto del editor fue
la elección del título: es toda una
declaración de principios que recoge una antigua sospecha de la humanidad, fundada en la idea
de que nuestra única residencia es el
lenguaje.
Lo demás son sombras, simulacros.
Las palabras en tanto casa del
ser: he ahí el arte poética de Paz. Gravitando sobre esa idea, el autor
despliega un universo de imágenes y metáforas que va de las ideas limpias y descarnadas de
Platón para descender pronto a lo más
telúrico: la sexualidad como expresión de
una condición que es a la vez
instintiva y trascendente.
Dicho de otra forma, el
cuerpo como medio para desvelar los
misterios del alma.
Esa visión del mundo, explorada
en un libro de ensayos que lleva el elocuente título de La llama doble, cruza en
todas las direcciones los poemas de Paz.
Después de todo, para el poeta la existencia se resume en un incesante ir y venir, un irse y
quedarse; un permanente viaje entre la eternidad y el instante.
Así lo expresa en este poema:
Entre irse y quedarse duda el día,
enamorado de su transparencia.
La tarde circular es ya bahía:
en su quieto vaivén se mece el
mundo.
Todo es visible y todo es elusivo,
todo está cerca y todo es intocable.
Esos versos contienen las claves sobre las que gira la obra toda del poeta: la
transparencia que es otra forma de la oscuridad, como bien lo advierte en uno
de sus ensayos, cuando nos recuerda que la mucha luz es como la mucha sombra:
no deja ver.
Tenemos también la idea de lo circular como expresión de lo eterno, resumida en la conocida imagen de la
serpiente que se muerde la cola.
Y no puede faltar tampoco su visión diáfana del talante elusivo de todas
las cosas incluido, desde luego, el hombre.
En esa visión, la consistencia de
lo visible, del mundo material es pura ilusión. Apenas adelantamos la mano para palparlo, todo se nos escapa.
Es justo en ese
instante cuando aparecen las palabras. Esa suerte de sombras de las cosas que,
sin embargo, son lo único que tenemos
para probar nuestra propia existencia.
Con todo, no tarda en emerger una
certeza: frente al lenguaje infinito del universo, todos somos analfabetos. Eso
nos dice este breve poema:
Alcé la cara al cielo,
inmensa piedra de gastadas letras:
nada me revelaron las estrellas
El poeta colombiano Darío
Jaramillo Agudelo expresa esa misma idea en estos versos:
La poesía, esa batalla de palabras
cansadas;
Nombres de cosas que el ruido escamotea
El poeta sabe que las palabras no
alcanzan para desvelar la vastedad del mundo
y sin embargo se empecina, porque sabe también que no dispone de otro instrumento, como el astrónomo que
conoce las limitaciones de sus lentes, pero no tiene más remedio que seguir oteando
con ellos el firmamento.
En ese empeño debe
enfrentarse una y otra vez con la
disonancia del propio ser, con el eterno desencuentro entre el universo y sus criaturas, como en este
poema de Paz:
Los insectos atareados,
Los caballos color de sol,
los burros color de nube,
las nubes, rocas enormes que no pesan,
los montes como cielos desplomados,
la manada de árboles bebiendo en el arroyo,
todos están ahí, dichosos en su estar,
frente a nosotros que no estamos,
comidos por la rabia, por el odio,
por el amor comidos, por la muerte.
De modo que siguiendo ese
camino circular, regresamos al punto de
partida. A las dos grandes sustancias de la poesía: el amor y la muerte, dos rostros de una divinidad
bifronte.
A modo de recompensa, ese
dios tornadizo nos entregó los tortuosos
deleites del cuerpo. Pero no el cuerpo como organismo, sino como
territorio donde lo fugaz y lo
perdurable se tocan.
A la captura de ese instante sagrado que alumbra y fulmina con la fuerza
del rayo, consagró Octavio Paz su vida entera, así en sus versos como en sus
ensayos
Fue su manera de comprender lo
humano, esa extraña aventura que se
debate siempre en el acertijo de irse o quedarse.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
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