jueves, 30 de abril de 2020

El futuro ya pasó




Es tan vertiginoso el ritmo de los cambios que el futuro siempre está un paso atrás de  nosotros.

Cerramos los ojos durante un par de segundos, volvemos a abrirlos y el paisaje ha cambiado por completo.

Somos a la vez una avanzada y un anacronismo.

Los escritores de otras épocas solían predecir muchos  acontecimientos a través de sus relatos cifrados.  Julio Verne  es uno de los ejemplo más citados.

Pero hay más : George Orwell  y H.G Wells ,  también forman parte de   esa trilogía de visionarios.

Lejos está  esa facultad de ser potestad exclusiva de los genios. En el mundo de la cultura popular y sobre todo en el género del cómic abundan las ilustraciones.



El reloj de Dick Tracy, los teléfonos móviles en Los Supersónicos, los artilugios de  Viaje a las estrellas o la saga surgida después de 2001, Odisea del espacio, se suman a esa extensa antología.

Hoy funciona al revés: el futuro está ahí, desenrollándose ante nuestra mirada y, por una curiosa ilusión óptica derivada de la velocidad  se convierte en pasado sin haber sido del todo presente.

Presas del vértigo,  y por lo  tanto impedidos para ser protagonistas, los humanos devenimos simples testigos de lo  que pasa.

La vieja noción experiencia-conocimiento se desvanece.

Al despuntar el siglo XXI los magos del mundo de la administración nos advertían : el teletrabajo cambiará el mundo laboral en particular y las relaciones de producción en general. Y añadían, seductores : el  trabajo en casa   reducirá las jerarquías a su mínima expresión, devolviéndole a la gente los espacios de libertad, intimidad y autonomía perdidos desde la primera revolución industrial.

Y miren por donde: una pandemia aceleró el futuro y ahora más gente de lo esperado trabaja desde casa.

Pero, como sucede siempre, hay una sutil y decisiva distancia entre los pronósticos y la realidad.

Al final resultó ser que no hay tal independencia y libertad.  El teléfono suena por aquí,un fulano invita a conectarse por  allá , mientras un alguien más recibe o  imparte órdenes  a granel.

Hasta el baño, “ ese último lugar filosóficamente puro” del que hablara Ernesto Sábato, ha dejado de ser un fortín inexpugnable, sobre todo desde que la gente adquirió la costumbre de llevar el teléfono a todas partes.

“ Perdón, olvidé decirle algo”, recita una voz entre autoritaria y apenada desde algún lugar del mundo que puede estar a la vuelta de la esquina.

“Yaaavoooy”, responde la víctima, con tiempo apenas para abrocharse el cinturón.

Con la digestión hecha trizas, el solicitado suspende la lectura de su historieta favorita y se dirige, derrotado, hacia el escritorio donde lo aguarda el ojo implacable del computador.

Como tuvo que atender a todas las solicitudes, muchas de ellas simultáneas, al final  de la jornada se sentirá  más cansado que en los tiempos cuando debía desplazarse hasta el lugar de trabajo durante un lapso que podía ir de minutos a horas, dependiendo  del tráfico o del tamaño de la ciudad.



Eso implicaba mover las piernas, mirar al cielo, sentir el aleteo del viento en la cara, patear una piedra y gritar¡ Gol! detenerse a saludar conocidos,  putear bajito, comprar golosinas callejeras, esquivar mierdas de perro y lanzar unos cuantos piropos políticamente incorrectos a las damas apetecidas.

Con suerte lo esperaba una recompensa, una especie en vía de extinción. Un auténtico lujo contemporáneo: el sexo en la oficina.



Todo eso pertenece al pasado.   A la hora del balance, las empresas sobrevivientes a  la pandemia harán cuentas y encontrarán que ahorraron en café, en agua, en azúcar, en aromáticas, en papel higiénico, en energía eléctrica, en mobiliario y unos cuantos gastos más.

Y no desaprovecharán la oportunidad. Faltaba más. Todos a trabajar  desde casa.

De nuevo dejamos atrás al futuro y pasada la cuarentena miles, millones de trabajadores en el mundo seguirán en casa atados a esa red que no cesa de expandirse  y multiplicarse.

La pandemia funcionó a modo de prueba piloto del teletrabajo y ahora ya no hay tiempo de revertirlo, por la razón más simple de todas: el futuro ya pasó.

PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

jueves, 23 de abril de 2020

Aquí entre nos




A menudo, la enfermedad suele ser la expresión física de una perturbación moral : lo que los expertos llaman somatización.

Dicho de otra manera, lo que se desajusta en nuestras mentes se expresa en una gastritis, en una alteración cardíaca- iba a decir coronaria pero la palabreja tiene resonancias sospechosas por estos días- en una inflamación del colon,  en una erupción de la piel, en una cefalgia, en una afección respiratoria.

Si eso pasa con los individuos algo similar acontece con el organismo de la sociedad y  el del minúsculo fragmento de universo que habitamos.

La paciente Gaia de los antiguos.

En la era de internet acuñamos la expresión viral para referirnos a la vertiginosa manera como se multiplican los fenómenos a través de la red.

Ni en el más paranoico de nuestros delirios imaginamos que la naturaleza, la biología, la química  se expresarían de la misma manera.

Un enemigo invisible y, por lo tanto, letal, surgió- nos dicen- en la ya no remota China y se expandió por el Mapamundi a un ritmo que nos dejó inermes.

O  a lo mejor se trate de un enemigo sólo en apariencia.  Quizás la vida pretende decirnos algo que por ahora no entendemos . Estamos  demasiado atareados tratando de sobrevivir.

Tal vez se trate de una advertencia acerca del errático camino que hemos recorrido hasta  ahora en  todos los términos: políticos, sociales, económicos, culturales.

Si lo entendemos así resultaría que estamos ante una oportunidad- acaso la última- para revisar el modelo de la sociedad en su conjunto, empezando por los cimientos que soportan su existencia: la codicia, el egoísmo, el saqueo, la corrupción, el consumo y el derroche insensatos legitimados como razones de vida.

Veámoslo de esta manera: por primera vez en nuestra historia reciente la masa incontable de turistas no pudo lanzarse a invadir playas,  páramos, balnearios, hoteles y museos durante los días de Semana Santa.

Y eso es malo, muy malo para la economía.

Pero puede ser bueno, muy bueno para emprender el viaje de regreso a ese completo desconocido que somos nosotros mismos. Esa criatura indescifrable que nos inspira tanto miedo como el Coronavirus.

Por eso huimos de ella a través de los viajes, del entretenimiento, de los pasatiempos.

                                               Tomada de BBC Mundo

¿Notan cómo  han cobrado de importancia los pasatiempos, los juegos de mesa a resultas de la cuarentena?

Tenemos una cantidad infinita de tiempo entre las manos y no sabemos qué hacer con él.

Una curiosidad : durante la última semana he recibido decenas de enlaces a  artículos de toda laya. También me envían  archivos con tratados enteros acerca de  los más disímiles asuntos.

Pero  nadie  me pregunta cómo estoy. He aquí otra oportunidad para ocuparnos del prójimo, del próximo, esa figura despojada de todo valor, a no ser como agente de producción   y consumo.

El escritor colombiano Eduardo Zalamea  Borda publicó en 1934 una vigorosa novela titulada  Cuatro años a bordo de mí mismo, hoy olvidada como tantas otras cosas.

A esta altura del camino, cuando lo más empinado de la cuesta apenas comienza, un viaje al fondo de nosotros mismos- lo que los viejos teólogos llamaban examen de conciencia y contrición de corazón- nos  devolvería al mundo  más lúcidos y fuertes, más ligeros de equipaje y por lo tanto mejor dotados para reconocer en su pleno valor a los que caminan a nuestro lado.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

                                     
                     

jueves, 16 de abril de 2020

La dura irrealidad




Lo tenía como una información distante entre la suma de datos que se dan por sentados: el estado del clima, los boletines del gobierno, la retórica de los políticos, las veleidades de la farándula, los resultados del  fútbol. En fin, toda esa suma de cifras que abruman  y confunden a los ciudadanos bien informados.

Pero sólo en estos días de cuarentena he podido comprobarlo: las personas  - dormidas o despiertas- se pasan  las veinticuatro horas del día conectadas a  la pantalla del televisor.

Es decir, a la pura irrealidad.  A la inconmensurable dimensión de la mentira.

¿ O que son, sino, los noticieros, la publicidad, los dramatizados, las telenovelas, los  realities, el mundo de la farándula y el de las estrellas del deporte?

En el mejor de los casos son verdades a medias, que al final resultan ser peores que las mentiras completas.

Con estas últimas al menos uno sabe a qué atenerse.



Durante el día el estruendo llega  en todas las formas imaginables.

En los presentadores de televisión que regurgitan cifras sobre el  Covid- 19, esa criatura de pesadilla que asaltó nuestras vidas mientras dormíamos el sueño de los felices y en cuestión de días hizo trizas nuestras aparentes seguridades.

En los gritos de una pareja que se promete odio eterno en el nuevo capítulo de una telenovela mexicana.

En las distorsiones sonoras del participante en un reality que, contra todas las advertencias de la naturaleza , pretende imitar la genialidad interpretativa de Nino Bravo.

En la insistencia de los mensajes publicitarios, empeñados en vendernos perfumes, autos, teléfonos, espectáculos, mujeres, ropa, viajes, como si el dinero para la supervivencia diaria no estuviera agotándose en los bolsillos.



En las minucias sobre la vida sexual de las estrellas de la farándula y el deporte, en las que se cuantifica  hasta el número de polvos que se echan por semana.

En la alta noche, a medida que desaparecen los sonidos producidos por los actos humanos- cocinar, bañarse, reír, discutir, cantar, caminar, jugar- reinan los tiroteos  y las sirenas de las ambulancias.

Al parecer todo el vecindario se puso de acuerdo para ver las mismas películas de policías y mafiosos.

Supongo que después discuten los detalles a través de sus redes sociales, lo que no deja de tener su lado positivo:  así al menos no se olvidan del prójimo.



Como un manto helado, el resplandor verdoso de las pantallas se refleja en todas las ventanas.

¿ Cómo puede un espíritu discernir o alcanzar alguna clase de sosiego con ese montón de basura asaltándole los sentidos? Me pregunto  mientras escucho, ilusionado, el jadeo de una pareja de amantes. Los imagino abrumados por el miedo y conjeturo que eso incrementa su placer.

Falsa alarma:  los gemidos también provienen del televisor.

De golpe, recuerdo la escena de una película visionaria del gran Sidney Lumet sobre los medios de comunicación. Es una producción de 1976.

Se trata de Network, traducida al español con el título de Poder que mata.

En la escena mencionada, uno de los personajes alza su dedo índice y suelta, como de pasada, la siguiente frase: “ El infierno acaecerá sobre la tierra cuando todo el mundo esté  conectado”. Acto seguido, la atribuye a otro  personaje, esta vez literario: uno de los protagonistas de 1984, la profética novela de George Orwell.

Supongo que el  sabio Lumet y su guionista  tenían sus espíritus puestos en este momento de la Historia Universal, cuando las vibraciones  de millones de televisores y teléfonos surcan en todas direcciones  el planeta entero, tejiendo una red invisible y densa que aprieta los cuellos y  obstruye los corazones, dificultando la llegada de sangre al cerebro.

Faltas de oxígeno y, por lo tanto imposibilitadas para la lucidez, nuestras mentes se resignan a esas formas de irrealidad, como si en efecto  se estuvieran ocupando del mundo en general y de nuestras vidas en particular.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada


jueves, 9 de abril de 2020

El fin de un mundo




Después  de la caída del Muro de Berlín, el teórico norteamericano Francis  Fukuyama  sentenció El  fin de la  Historia y postuló al capitalismo  no sólo como el mejor sino como el único de los mundos posibles.

Se refería, claro, al capitalismo en su más pura versión norteamericana y la de sus  aliados. Es decir, la basada en los principios liberales que en el plano económico lo dejan todo en manos de unas hipotéticas “ Leyes del mercado”.

Porque existían- y aún sobreviven-  otras versiones : las de las social democracias que  conciben la acumulación de capital no como un fin en si mismo sino como un medio para  elevar el nivel de vida de la sociedad en su conjunto.

Lo que sus detractores bautizaron  con el sobrenombre de Estado Bienestar.

Los promotores de la socialdemocracia insisten en que se puede y se debe conciliar la indudable capacidad del capitalismo para producir bienes materiales con el espíritu socialista de la distribución de la riqueza.

En realidad, Fukuyama no planteaba nada nuevo. Mas bien resumía en un libro  las claves  del espíritu de una época, traducido en los planos político y económico en dos gobiernos que supusieron un punto de quiebre en el orden surgido después de  dos guerras mundiales.

Hablamos de las administraciones  de Margaret Thatcher en Inglaterra y de Ronald Reagan en  los Estados Unidos de América. La primera transcurrió entre 1979 y 1990 y la segunda  tuvo lugar  de  1981 a 1989.

Es decir, que sus ejecuciones se adelantaron de forma paralela y casi siempre  concertada. Por esos días se hablaba de un teléfono  abierto entre Londres y  Washington que acabó por determinar el destino del planeta entero.

Porque muy pronto, encandilados por las estadísticas y una muy bien orquestada campaña de propaganda, el resto de países grandes, medianos y pequeños se consagraron  a copiar a pie juntillas un modelo que bien podemos definir como el catecismo neoliberal : el decálogo para construir un mundo feliz basado en el consumo y el derroche.



El primero en desaparecer de la escena fue el concepto de justicia, tan valorado desde    los orígenes del cristianismo. La siguiente víctima fue  el prójimo. En el mercado no hay personas. Solo productores y consumidores.

El código  ético  basado en el reconocimiento  del valor de las personas fue arrojado al tiesto de la basura.

En términos de política real, los gobiernos de Tatcher, Reagan y sus áulicos en  todas partes se consagraron con ahínco a  tres tareas  fundamentales : la privatización de las empresas estatales, de la educación y de los sistemas de seguridad social.

Dicho de otra manera: al desmonte del Estado mismo como gestionador  de los intereses de la sociedad.  Quedaba así abierta la puerta para un fenómeno anunciado por muchos pensadores  varias décadas atrás: el control del planeta entero por parte de las grandes corporaciones y por el capital financiero- distinto del productivo- que acabaron por hacer de los gobiernos nacionales meros  amanuenses suyos.

Domesticados por el lenguaje de la corrección  política, intelectuales, políticos y académicos empezaron  a hablar de  globalización. En realidad se trataba del viejo imperialismo puro y duro, disfrazado con la sofisticación  de las tecnologías.

El capitalismo se volvió así, viral. El centro comercial devino templo. Principio y fin del espíritu de una época. Por eso los centros  comerciales son los mismos- idénticas mercancías, idénticos consumidores encandilados- en todas las ciudades del mundo, de  San Francisco a  Shangai  y de San Petersburgo a  Buenos Aires.

No es casual que por estos días de pandemia y cuarentenas  todos luzcan igual de vacíos: si los paraísos artificiales son planetarios los infiernos reales lo son en grado sumo.



De paso, la dupla Reagan- Thatcher revalidó una vieja discusión protagonizada por dos de los más brillantes  economistas del siglo veinte, ubicados en dos frentes que al final se revelaron irreconciliables:  John  Maynard Keynes, británico y Friedrich Hayek, austriaco.  El primero defendió hasta el final  la necesidad del Estado como agente  dinamizador del desarrollo económico y social. Prestos a poner etiquetas, algunos lo definieron como un conservador.

Del otro lado,  Hayek se hizo vocero de las facetas más radicales del liberalismo: aquellas que consideran cualquier intervención exterior como  una amenaza para el  potencial del individuo. En esa cosmovisión,  impulsado  por sus intereses, el individuo produce riquezas que irradian hacia el resto de la sociedad.



Por  eso no se necesita de la justicia: las fuerzas del mercado  acaban siempre por equilibrar las cargas. Pura cinética ciega.

Pero…¿ Realmente ha sido así?

A  esta altura del camino, cuando a raíz  de la pandemia del Coronavirus, muchos hablan de  apocalipsis mientras la cuesta se hace  cada vez más empinada, vale la pena detenerse al menos en un par de de cosas.

La primera : en su acepción más honda, apocalipsis no quiere decir destrucción o aniquilación.

En realidad, la palabra alude a la renovación necesaria para que los ciclos de la vida vuelvan a  empezar. La vieja rueda de la vida y la muerte en su girar incesante.

Si traducimos esa evidencia  cósmica a términos  terrenales  y, por lo tanto, políticos podemos vislumbrar  las cosas de otra manera,  aunque por el momento la zozobra nos rodee.

Resulta que, a despecho del profesor Fukuyama, la Historia no terminó. Es más: para muchos ni siquiera ha comenzado, porque hasta ahora han vivido una  historia prestada :  las migajas que la metrópoli les permite recoger.



Para ellos, acostumbrados a plagas y  pestes sin cuento -la violencia, la corrupción y la miseria entre ellas- el fin del  Neoliberalismo- o de la Historia, si seguimos al profesor-  plantea en realidad la alternativa de  forjarse otros caminos a la  medida de su cultura, de sus recursos materiales, de  su recuperado sentido de la solidaridad.

Así las cosas, El Apocalipsis no es su final: es su comienzo.

En el  otro punto, resulta claro que la pandemia nos dejó desnudos, como al rey de la fábula.

Millones de pobres y marginales que durante décadas- acaso siglos- hicieron del rebusque en la calle su medio de supervivencia tuvieron que ser confinados.

Eso  obligó a contarlos y entonces la realidad   desagradable nos saltó a la cara : la fabulosa    riqueza acumulada por una oprobiosa minoría  a lo largo de   la era Reagan – Thatcher fue amasada, como siempre, con la miseria y la sangre  de millones.

Ahora no tenemos donde esconderlos.



Y  lo último, pero no menos importante. En medio de la emergencia, los gobiernos han  soslayado  un drama de fondo:  que en buena medida la mortandad es el resultado, no tanto de la virulencia de la peste como de la debilidad de un modelo de salud pública reducido a  su mínima expresión por las privatizaciones.

 Desde esa perspectiva, es imposible ocultar el canceroso crecimiento de la salud como un negocio de  enormes proporciones en manos de particulares. En esa lógica, quienes se lucran no tienen pacientes sino clientes.

De otra forma no se explica que el país más poderoso entre los más ricos tenga uno de los sistemas de salud más precarios del mundo.  El coronavirus ya empezó a pasarle cuenta.  Al sistema y al conjunto de la sociedad toda.

Así que lo mejor es aprender a vivir de otras maneras.  Aligerar el equipaje es una de ellas. Comprender que asistimos al fin de una era es otra.

Esa certeza nos obliga a inventar cosas aquí   y ahora. Y en  eso somos expertos todos, sin excepción. Por eso estamos  todavía en el camino.

PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

miércoles, 1 de abril de 2020

El miedo devora el alma





Por estos días las palabras  incertidumbre y desasosiego han cobrado consistencia material.

Como no había sucedido en mucho tiempo, el verbo se ha hecho carne.

Una vecina  duerme- si duerme- con el televisor encendido. Cree que esa luz de tonalidad enfermiza puede rodearla con su halo protector y  preservarla de los horrores del mundo.

Es una versión profana y degradada de El Ángel de la Guarda.

El tendero de la  esquina cobra veinte mil pesos por productos que hasta hace una semana costaban cinco mil.

Asegura que es una bendición del cielo  y que debemos sentirnos  agradecidos con él por suministrarlos.

Como en sus mejores tiempos, la codicia se disfraza de solidaridad.



Por su lado, el farmaceuta, sin  tapabocas ni guantes, desafía la amenaza y sentencia, salpicando chispas de saliva  en todas las direcciones ,que la pandemia es una patraña urdida  por tenebrosos poderes globales.

Eso no le impide seguir vendiendo paños húmedos, acetaminofén,  tapabocas, guantes y botellas de alcohol antiséptico por miles.

Al precio que sea, la patraña vende.

Atrincherada en su  cuarto, mi madre enhebra  decenas de rosarios al día : a la Virgen del Perpetuo Socorro, al Misericordioso,  al Milagroso de Buga. Noto que pone especial devoción en dos  santos: san Lázaro y san Roque.

En las jerarquías celestiales deben ser algo así como los expertos en atención y prevención de desastres.



Generosa como es, mi vieja invoca  protección para un número cada vez mayor de personas :  una amiga  a la que no ve desde la infancia, la comadre que vive en Pitalito, las sobrinas de Madrid, el primo de Nueva York.

Enterados de sus rogativas varios amigos- entre ellos unos cuantos  ateos confesos- me solicitan que los incluya en sus súplicas en caso  de que el sistema inmunológico  de sus organismos no responda.

Nunca se sabe:  el viejo debate  entre la fe y la razón no tiene final.

Excelente contadora de cuentos ,  hace un par de noches mi vieja me hizo un detallado  relato de las pestes que azotaron a los suyos en los  días de su infancia : huequera, niguas, piojos, pulgas, chinches, fiebre amarilla, tifo negro, colerín calambroso y unas cuantas más.

Y a todas sobrevivió. Debe ser por eso que es tan fuerte de cuerpo y alma.

Pero a sus ochenta y cinco años tiene miedo. Como todos. Y no porque su fe en el santoral haya  menguado.



Tiene miedo, como los que  hilvanan una sucesión interminable de chistes buenos, malos, pésimos, regulares y geniales para disimular la aprensión y  el desasosiego que les roe- que nos roe- las  entrañas.

Es un acceso colectivo- y tan contagioso como el virus-  de risa nerviosa

Cada mañana saco un libro distinto de los anaqueles y no termino ninguno.

Mi vecino   me lleva ventaja: al menos él termina los partidos de fútbol en diferido que ve una y otra vez las veinticuatro horas del  día. Dice que  cierra los ojos y es capaz de rememorar cada jugada, incluidas las repeticiones en cámara lenta.

Bueno, si el escritor Alessandro Baricco  confinado en su  apartamento de Turín confiesa que ha visto media docena de veces el Liverpool- Atlético de Madrid, debo creerle a mi vecino.

Ya lo advirtió el poeta : cuando el mar está enfurecido, todos buscamos el madero de la talla exacta de nuestro naufragio.

Porque, como en el título de  aquella película terrible de R.W Fassbinder,  en tiempos de pestes el miedo devora el alma.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada