Todo el dinero que gané en el fútbol lo invertí
en mujeres, autos y whisky. El resto lo dilapidé.
George Best, futbolista irlandés.
¿Qué tienen en común el Deportivo Pereira y el Fútbol Club Barcelona?. Salvo la fidelidad de dos hinchadas clamorosas, nada. O casi nada. El primero es un modesto equipo de provincias sin título alguno en su haber. El segundo es una multinacional del deporte, con sus vitrinas repletas de trofeos.
Sin embargo, algo los hermana por estos días. Ambos atraviesan su propia tormenta perfecta, a resultas de violentas pugnas por el poder, que en el caso del Pereira han estado rodeadas por amenazas de muerte contra dirigentes y jugadores y en el Barcelona por sucesivos escándalos de corrupción, incluida la captura de un expresidente en medio de una turbulenta campaña de sucesión.
¿Qué sucedió entretanto para que el fútbol cobrara semejantes dimensiones geopolíticas?
Bueno, son tantas cosas que es mejor ir de a poco. En primer lugar, el espíritu romántico de deportistas proclives a la bohemia, alentados sólo por el goce de una gambeta, de una atajada, de una sucesión de pases bastante cercana a la armonía de la música y de golazos próximos a la condición irrepetible de las obras de arte, desapareció para convertirse en un negocio de dimensiones billonarias.
Como sucede con todas las formas de riqueza, la codicia no tardó en medrar. De futbolistas que durante la semana se ganaban la vida trabajando en fábricas y oficinas, pasamos sin darnos cuenta a un entramado donde la publicidad, los derechos de televisión y las demenciales cifras de sueldos y trasferencias, engendraron un mundo sofisticado y corrupto, que convirtió a los equipos en máquinas de facturar y a las federaciones nacionales, encabezadas por la poderosa FIFA, en auténticos carteles, con capacidad para situarse por encima de los gobiernos.
En otras palabras, el fútbol pasó a ser clave en el negocio del espectáculo, esa sociedad anunciada por el filósofo Guy Debord, que en poco tiempo sobrepasó las previsiones del pensador.
Recuerdo que, de niño, al abordar el bus para el colegio a las seis de la mañana, a menudo me cruzaba en el camino con tres grandes futbolistas del Deportivo Pereira: el portero Hernando García, el volante Oswaldo Calero y el más que talentoso mediocampista Jairo Arboleda. Los tres solían frecuentar un sitio de rumba dura llamado Copacapana, cuya propietaria sabía domesticar a los borrachos contumaces utilizando el lomo de un machete aleccionador.
Jairo ArboledaNo había dilemas morales : los futbolistas jugaban y bailaban, bebían y volvían a jugar y no se cansaban de hacer goles o de impedirlos. No les pasaba por la cabeza la idea de que pudieran volverse millonarios haciendo cabriolas con una pelota.
De hecho, a muchos niños y jóvenes de hoy les resulta imposible conjugar la idea de un futbolista pobre, sin autos de lujo, sin mansiones, sin contratos de publicidad y sin mujeres glamorosas.
Fue en los años ochenta del siglo XX cuando los cambios se empezaron a sentir. Los entrenadores , siguiendo el ejemplo de César Luis Menotti en el Mundial Argentina 78, comenzaron a usar traje y corbata. Con ese acto en apariencia secundario dejaban claras dos cosas: que se mostraban para las cámaras de televisión y que pasaban a ser gerentes de poderosas empresas con un propósito financiero definido.
A partir de entonces se empezó a exigir a los jugadores que lucieran las medias ajustadas a la altura de la rodilla. Desaparecía así ese humilde símbolo de rebeldía y desparpajo resumido en las medias caídas sobre los tobillos.
Acto seguido, los jugadores fueron objeto de otro tipo de exigencias. Como toda empresa, los clubes debían cuidar su inversión a mediano y largo plazo. Las puertas se cerraron para los disolutos y bohemios, acostumbrados a jugar con horas de fiesta en el cuerpo y el alma. De ahí en adelante solo habría cabida para los que cuidaban su principal patrimonio y el más importante activo de la corporación : el propio cuerpo.
La censura moral no tardó en caer sobre ovejas descarriadas tan brillantes como el peruano Sotil, el argentino Houseman, el salvadoreño “ Mágico” González o los colombianos Víctor Campaz, Javier Tamayo o el ya mencionado Jairo Arboleda. Poco importaba ya que los aficionados los veneraran: ante tanto desenfreno, su cotización en el mercado era nula. El valor de uso y el valor de cambio se hacían uno solo.
La nueva situación acarreó otro fenómeno: la multiplicación de academias y escuelas de fútbol cuyo propósito es formar productos capaces de abastecer unos mercados en permanente expansión . ¿ O alguien se imaginaba que países tan disímiles como Estados Unidos, China y Japón se apropiarían rápidamente del juego como parte clave en el negocio del entretenimiento?
Atraídos por ese señuelo, niños y padres abandonaron desde temprano la idea del fútbol como actividad lúdica: un día empezaron a considerarlo opción de vida y fuente de enriquecimiento. De ahí que surgieran legiones de especuladores e intermediarios dispuestos a invertir grandes sumas en esa suerte de feria donde las transferencias lindan peligrosamente con el tráfico de personas, según consta en las denuncias sobre el creciente abandono de niños y jóvenes en ciudades remotas, luego de que no pasaran las pruebas en clubes saturados de talentos provenientes de todas partes.
Ese es el punto que aproxima al modesto Deportivo Pereira y al poderoso Barcelona : los apetitos desatados por un negocio en constante crecimiento, que no admite medianías y hace tiempo dejó claro que las pasiones de los hinchas son apenas una parte ínfima del producto a consumir.
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