Memorias de una vieja canción
En el principio fueron trece banderas: las del número de municipios que conformaron el Departamento de Risaralda aquél 1º de febrero de 1967. En 1972 se les uniría Dosquebradas, hasta entonces corregimiento de Santa Rosa de Cabal. A partir de ese año son catorce las banderas que se izan en fechas especiales en esta pequeña plazoleta contigua a la Unidad Residencial 1º de Febrero, el primer conjunto habitacional cerrado construido en Pereira. En realidad es apenas una franja de terreno cubierta de adoquines que algunos utilizan para patinar o jugar al baloncesto y al microfútbol, pero a alguien le dio por bautizarla así: Parque de Banderas.
Tiene historia este vecindario. Sobre la carrera octava, entre calles treinta y seis y treinta y siete se levanta el Coliseo Mayor Rafael Cuartas Gaviria. Su nombre le rinde tributo a un liberal radical llegado de Santa Rosa de Osos, que con el tiempo se convirtió en un líder cívico de gran recordación en Pereira. De hecho, Rafael Cuartas Gaviria fue presidente de la Sociedad de Mejoras públicas hasta su muerte en 1978.
Los pereiranos han visto de todo en este escenario: patinaje sobre el hielo, circos, lucha libre, mucho baloncesto y presentaciones de grandes cantantes populares, como el argentino Sabú, quien provocó desmayos de las muchachas de entonces durante su paso por Pereira en 1975. Sandra Vargas, una de esas admiradoras que ya ronda los sesenta y regenta un pequeño estanquillo en el sector, recuerda que hizo fila durante dieciocho horas para ver a su ídolo. Razones de sobra tenía Sabú para pedir que al morir cubrieran su ataúd con la bandera de Colombia.
Como si fuera poco, en el Rafael Cuartas Gaviria se disputaron los partidos de los Juegos Atléticos Nacionales de 1974, que para muchos constituyeron la carta de presentación de Pereira ante el país. Al menos eso dicen personas como Mario Jiménez Correa, gobernador de Risaralda en esa época. “La historia de Pereira se divide en antes y después de los juegos nacionales” aseguró Jiménez en una entrevista concedida con motivo de la celebración de los cincuenta años de Risaralda.
La ruta del pecado
Cuentan algunos parroquianos que los hombres caminaban con lentitud a lo largo de la carrera séptima y de repente giraban con pasos de siete leguas para tomar la calle treinta cinco abajo, donde desaparecían como arrastrados por un sortilegio. Otros llegaban en taxi y se esfumaban en un abrir y cerrar de ojos envueltos en una gabardina. Las responsables de esa suerte de magia se llamaban Zulma, Aura, Sonia y Gloria, las más célebres anfitrionas de las Casas de Citas esparcidas entre las carreras tercera y quinta entre calles treinta y cinco y treinta y siete. Eran jóvenes estudiantes, secretarias o amas de casa que escapaban de sus rutinas y aprovechaban de paso para completar sus ingresos en el ejercicio de una forma de prostitución que ahora llaman prepago.
“Eso viene desde los días cuando por aquí funcionaba una plaza de mercado. Como a este sector llegaban hombres con mucho billete, algunas propietarias de casas aprovechaban para alquilarles cuartos y de paso conseguirles muchachas jóvenes y bonitas, algunas de ellas hasta de buena familia. Todavía quedan dos o tres casas de citas en la zona, pero ya no es como antes, porque ahora es más fácil llevarse una vieja a la cama sin tanto misterio”, dice Eliécer, ojos grises, dientes y dedos manchados por la nicotina y el café, vecino del Parque de Banderas desde hace cuarenta años.No sé si exista una conexión entre uno y otro fenómeno, pero ahora funciona por aquí un enorme templo del pastor Pablo Portela, uno de esos supermercados de la fe donde los desesperados del siglo XXI encuentran la receta exacta para su desazón
Rebeldes con causa
A siete cuadras del Parque de Banderas nos aguarda la Historia en persona. En el sector de Turín, justo en el punto donde la quebrada Egoyá empieza su descenso en busca de las aguas del río Otún, funcionó un palenque, uno de esos enclaves de negros cimarrones escapados de las plantaciones o de las minas donde trabajaban como esclavos.
Entre esos hombres estaba el negro Prudencio. El historiador Víctor Zuluaga Gómez cuenta que, luego de escapar de sus dueños en 1871, Prudencio remontó el río La Vieja en compañía de veintisiete esclavos hasta llegar a las inmediaciones de Turín. Luego de levantar una ranchería en la que cultivaron algunos productos para su supervivencia, los esclavos fueron descubiertos por sus perseguidores, siendo sometidos a los brutales castigos que las autoridades de la época tenían establecidos para quienes se atrevían a levantarse contra la esclavitud.
Con el paso de los años, Turín fue lugar de tránsito hacia las haciendas cañeras de Llanogrande, donde ahora se extiende la Ciudadela del Café. Allí se creó un nuevo mercado de víveres y abarrotes, así como de cabalgaduras y mano de obra para las plantaciones de caña. El vasallaje empezaba a cobrar otras formas.
Las antiguas vías del tren trazan sus propias rutas de la marginalidad. Si en lugar de seguir la carrera séptima el caminante prefiere tomar la calle treinta y siete bordeando el Coliseo Mayor, desembocará en un parque tomado durante años por toda suerte de expresiones marginales que van desde el Punk al Heavy Metal, pasando- cómo no- por unos cuantos viajes prodigados por la marihuana y las pastillas.
Las autoridades y los censores, más preocupados por imponer estigmas que por crear cartografías urbanas, bautizaron al parque ubicado entre los antiguos rieles del tren y la carrera novena con un nombre tendencioso: “El Infierno”. A partir de ese momento, atendiendo al poder de las palabras, el miedo y la oscuridad descendieron sobre el sector. Después de varios años, los habitantes del barrio Buenos Aires han conseguido cambiar no solo el nombre sino los usos. Ahora es posible encontrarse con patinadores, pintores de grafitis, músicos, deportistas y hasta con enamorados pobres, de esos que todavía pueden disfrutar de un beso con sabor a helado de vainilla sin contar con más cobijo que las añosas ramas de un árbol. De alguna manera, estos son también rebeldes con causa.
El camino de vuelta.
En la ruta que conduce del Parque de Banderas al lago Uribe Uribe, funcionó hasta los años ochenta el Teatro Centenario, una de esas enormes salas de cine en las que proyectaban películas de chinos, dobles del oeste y, en horario nocturno, una que otra tanda de porno suave a la que acudían procesiones de hombres escapados de su reino doméstico. Hoy funciona en ese local un supermercado que trata de sobrevivir entre la andanada de los nuevos modelos de tiendas. Algunos vecinos de la Unidad Residencial 1º de febrero todavía se desplazan hasta allí por fidelidad, por la esperanza de buenos precios o acaso alentando la ilusión de ver desplegarse en la pared donde estaba la pantalla del teatro una de esas imágenes de dicha o pavor que alentaron sus ilusiones de juventud.
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