“ Sólo
Dios sabe quién está vivo
y
quién está muerto”.
Gustavo Ibarra Merlano
Ordalías
Fingerbone
es un pueblo situado un tanto más allá de la nada y otro poco más acá de las
nieves perpetuas. La vida de sus habitantes discurre a orillas de un lago que
se congela en invierno y cuando los primeros rayos de sol derriten el
hielo el agua inunda las casas y reduce
a sus ocupantes a poco menos que una sustancia
resbaladiza bastante cercana a la
condición de los peces.
La
narradora lo presenta así:
“ Una primavera mi abuelo salió de su casa
subterránea, fue caminando hasta la estación y cogió un tren hacia el oeste. Le
dijo al taquillero que quería ir a las montañas, y aquel empleado dispuso que
llegara hasta aquí, lo que no tuvo por qué ser una broma pesada, ni siquiera
una broma, pues montañas hay, hay montañas incontables, y donde no las hay, hay colinas. El terreno
sobre el que se levanta el pueblo es relativamente plano porque había formado
parte del lago. Parece que hubo un tiempo en el que las dimensiones de las
cosas se modificaron por sí solas, dejando varios márgenes misteriosos, como
entre las montañas tal como debían de
haber sido y las montañas que son de hecho en la actualidad, o entre el lago
como había sido en el pasado y el que es
ahora. A veces, en primavera, regresa el antiguo lago. Uno abre la puerta del
sótano y se encuentra las botas
impermeables flotando grasientas con las suelas hacia arriba y las tablas y los
cubos golpeándose contra el umbral, y la escalera ha desaparecido de la vista
más allá del segundo peldaño”. ( página 10).
Esa
será la atmósfera en la que transcurra esta historia: plena de márgenes
misteriosos y de un montón de seres y de cosas golpeándose contra un umbral: el
que separa – o une- este mundo y el otro, cuyas fronteras sólo pueden ser
conocidas por Dios, sea cual fuere el papel que
este desempeña en la vida de los personajes. Poco importa si Dios es una
esperanza o una negación. Una paz infinita o un desasosiego sin remedio. A
veces, la blancura del cielo es una promesa y en otras deviene amenaza. Para
empezar, nunca se sabe si el acto de
tomar un tren fue para el abuelo una decisión, un impulso o un designio del
taquillero de la estación (¿Un ser de carne y hueso? ¿ Una metáfora? ¿Un
avatar de la divinidad?).
En todo caso es allí donde el viejo funda una
familia, aunque a lo largo de la novela uno empieza a dudar si esa es la
palabra adecuada para referirse a esos seres unidos por una cadena de azares… aunque, bien
visto ¿ Habrá una sola familia que no
sea producto del azar? La fina ironía
del título de la obra ( Vida hogareña) ya es suficiente para
sembrar de dudas el camino. El del lector y el de los protagonistas.
Porque
en esta historia no hay certezas como,
por lo demás, no existen en ninguna vida. No la tienen Ruth ni Lucille, las dos
hermanas protagonistas, ni su madre que opta por un suicidio no carente de
mensajes crípticos, ni la abuela , bajo cuyo cuidado quedan las niñas hasta su
temprana muerte, ni las tías abuelas solteronas extraviadas en su propio bosque
de sombras, ni mucho menos la tía Sylvia, una errática criatura dotada sin
embargo de la suficiente lucidez para aceptar que todo está perdido y por eso
se abandona a lo que el destino le brinde cada día, empezando por la
responsabilidad de cuidar de sus sobrinas.
Ese
destino ya está prefigurado en la llegada del abuelo ( un singular patriarca
fundador) y su muerte en un accidente
del tren donde trabaja. La narradora nos cuenta con detalle el episodio:
“ Mi abuelo consiguió un empleo en el ferrocarril
antes de llegar a su destino. Parece que se hizo amigo de un revisor que tenía
más influencia de la habitual. El empleo no era nada del otro mundo. Era
vigilante o tal vez guardavía. En
cualquier caso, se iba a trabajar al anochecer y se pasaba la noche dando
vueltas hasta el amanecer, con un farol.
Pero era un trabajador cumplidor y diligente, destinado a ascender. En menos de
una década supervisaba la carga y descarga de ganado y mercancías, y seis años
más tarde era ayudante de jefe de estación. Llevaba dos años en ese cargo
cuando, de regreso de ciertos asuntos que le habían llevado a Spokane, su
trayectoria, tanto profesional como vital, llegó a su fin en un descarrilamiento espectacular”. (
Página 11).
Así
de sencillo: tanto los trenes como las vidas se descarrilan en cualquier
momento. Más adelante se nos informa de
que el tren se precipitó a las aguas del lago mientras sus ocupantes dormían.
De ahí en adelante les resultará imposible
diferenciar el sueño de la
muerte. Después de todo, las fronteras entre los dos mundos son tan
imprecisas. Tanto, que el poeta
colombiano Gustavo Ibarra Merlano lo
precisó en sus Ordalías : “ Sólo Dios sabe quién está vivo y quién
está muerto”.
Los
cuerpos nunca pudieron ser rescatados.
Su recuerdo adquirió unos contornos acuáticos, anfibios. Desde la noche
del accidente pasaron a engrosar la población de ahogados entrevista por los
vecinos de Fingerbone en inviernos de noches cerradas. La tía Sylvie, que
se ocupa del cuidado de sus dos sobrinas
con un talante adusto , más hijo de un sentido
atávico de la responsabilidad familiar
que de un genuino amor filial, pertenece a esa doble condición: se
materializa para ocuparse de las niñas
y se desvanece después en sus ensoñaciones de agua y niebla.
Como
en todo pueblo chico, los rumores surgen y se multiplican al ritmo del tedio de
quienes lo habitan. Cuanto más se amplía la línea del aburrimiento, más crecen
las conjeturas sobre la vida del prójimo. De ellas se alimentan los miedos y
resentimientos que un día cualquiera
terminan en un asesinato. Eso
conduce a dudar cada vez más de Sylvie y de su idoneidad para hacerse
cargo de las niñas. La maestría de
Marilynne Robinson recrea esa atmósfera opresiva con un lenguaje sobrio
y sin estridencias:
“ Las damas que venían a hablar con Sylvie
tenían una intención clara, un propósito definido, pero les asustaba colarse en
los laberintos de nuestra intimidad. Tenían unas nociones generales de lo que
era el tacto, pero muy poca práctica en su uso, así que tendían a pecar de
cautelosas, utilizar indirectas y acababan sintiéndose incómodas. Obedeciendo
el mandato bíblico, habían aliviado el dolor de los heridos, cuidado a los
enfermos, confortado y llorado con los dolientes, y a aquellos que eran
demasiado tristes o solitarios para querer su comprensión los habían alimentado
o vestido, hasta donde llegaban sus escasos medios, con el silencio de corazón
que haría su caridad aceptable. Si sus buenas obras compensaban la falta de
otras diversiones, eso no quería decir que no fueran buenas mujeres. Habían
sido educadas para reproducir los gestos y actitudes de la benevolencia
cristiana desde su más tierna juventud, hasta que esos gestos y actitudes se
convirtieron en una costumbre y la costumbre se arraigó tan profundamente, que
acabó pareciendo impulso o instinto. Porque si Fingerbone era notable por algo,
aparte de la soledad y los asesinatos, era por su fervor religioso, un fervor
en su versión más rara y pura”. ( Página 183).
Por
lo visto, los vecinos de Fingerborne sabían
llegar al cielo por el mismo camino del infierno.
Para
los teólogos, el infierno es la incapacidad de amar. O, para ser más precisos:
la imposibilidad de conocer a Dios. Por eso
una de nuestras tareas en este mundo consiste en tejer relaciones, construir
lazos para no perdernos en las montañas de la locura.
En
esa medida, el infierno es metáfora del destierro. Los círculos del Infierno de
Dante expresan los distintos grados de una ruta que, en la cosmovisión
cristiana, es descenso y ascenso. Muchos
lugares se corresponden con esa clase de
metáforas : están situados en un punto de no retorno que excluye toda
posibilidad de redención. El amor está ausente de los corazones y Dios es apenas
otra forma de la añoranza.
Fingerbone
participa de esa condición. El nombre mismo despliega inquietantes resonancias:
un dedo que señala, que acusa y un hueso que prefigura el ineludible desenlace
de toda vida. A ese rincón van a parar los olvidados de Dios y de los hombres.
En la página 67 de Vida hogareña la
narradora recrea ese aire de fatalidad que sucede a toda tragedia:
“ Esta catástrofe dejó tres nuevas viudas en
Fingerbone: mi abuela y las esposas de dos hermanos ancianos dueños de una
tienda de tejidos. Las dos mujeres mayores llevaban treinta años o más viviendo
en Fingerbone, pero se marcharon a vivir
con una hija casada en Dakota del Norte y la otra para buscar los amigos
o parientes que le quedaban en Sewickley, Pennsylvania, de donde había salido
la novia. Dijeron que no podían seguir
viviendo junto al lago. Dijeron que el viento les traía su olor y que notaban
su sabor en el agua potable; y que no
soportaban el olor, el sabor ni la visión del lago”.
Adoctrinada
por quienes fungen de buenas conciencias
Lucille, la hermana mayor, decide
abandonar la casa. A Sylvie y Ruth no les queda una salida distinta a la de
convertirse en viajeras furtivas de los trenes, algo en lo
que ya es experta la tía, acostumbrada a
dormir en parques y estaciones. También
sabe sobrevivir comiendo un día si y otro no, de modo que hasta en eso
se convierte en maestra de su sobrina. Sin ser conscientes, desandan el camino
del padre y abuelo, que yace en su lecho
de agua, agazapado tras una cortina
líquida que para muchos pueblos es metáfora del olvido. Al fin y al cabo:
“La memoria es la percepción de la pérdida,
y la pérdida nos arrastra tras ella. Dios en persona se vio arrastrado tras
nosotros al remolino que creamos al caer, o eso se cuenta. Y mientras Él
permaneció en la tierra recompuso familias. Devolvió a Lázaro a su madre, y al
centurión le devolvió a su hija. Incluso recompuso la oreja amputada del soldado que fue a detenerle, un hecho que
nos permite albergar la esperanza de que la resurrección prestará una atención
considerable a los detalles. Pero eso no eran más que apaños menores. Siendo
hombre, sintió la llamada de la muerte y, siendo Dios, debía de preguntarse aún
más que nosotros cómo sería. Se sabe que
caminó sobre el agua, pero no había nacido para ahogarse. Y cuando murió fue
muy triste: un hombre tan joven, con tanta vida por delante, y Su madre lloró y
Sus amigos no daban crédito a la
pérdida, y el relato se difundió por todas partes, y el duelo no encontraba
consuelo, hasta que se Le echó tanto en falta y se Le recordó con tanta fuerza
que sus amigos sintieron Su presencia a su lado cuando andaban por el camino, y
vieron a alguien que cocinaba pescado en la orilla y supieron que era Él,
herido como estaba. Se recuerda muy poco de una persona:una anécdota, una
conversación en la mesa”. ( Página 195).
En
el inagotable simbolismo cristiano se recuerda, sobre todo, la conversación de
Jesús sentado a la mesa con sus amigos el día de la última cena. La belleza de
esa parábola sigue tan viva que hasta los no creyentes se conmueven ante su
representación. Un hombre celebra la inminencia
de su muerte y resurrección
dándose en ofrenda a sus camaradas que, como bien lo sabemos, son la
humanidad entera.
Y
ese es el terrible sentido de la parábola de los habitantes de Fingerbone: no
pueden sentarse a la mesa con los vecinos y ni siquiera con sus propias
familias, porque se quedaron extraviados en su tierra de nadie, donde , más que
un hecho físico, el agua es reminiscencia del olvido y su destino una
fantasmagoría tan irremediable como la de los ahogados que se debaten una y otra vez en su reino de almas en pena.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=xyDKezDLGTM
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