Con aliento Caribe
Con su manera detallada y surcada de recursos
literarios, el cronista Pedro Cieza de León da cuenta de la partida del
conquistador Jorge Robledo desde la
población de Santafe de Antioquia, en las riberas ardientes del río
Cauca, hasta llegar a las no menos calurosas tierras del norte del Valle,
en las orillas del río La vieja.
Con su pluma
minuciosa Cieza de León nos acerca a los
padecimientos de los conquistadores cuando subieron desde el Cauca hacia unas tierras de
neblina en las que los contornos de hombres
y cosas se desdibujaban hasta alcanzar la inconsistencia de los fantasmas.
Habían llegado a
las tierras de unos indígenas pertenecientes al pueblo Caribe, conocidos como
los Guaqueramaes y los Tapascos.
Estos pueblos las habían bautizado con
el nombre de Guacuma.
Siguiendo la voz
del narrador descubrimos que cuando Robledo y Badillo arribaron al poblado Tapasco de Chiricha descubrieron unos cercos de guadua agitados por el viento,
en cuyos extremos destacaban cráneos humanos.
A esos cercos de
guadua coronados por la imagen de la muerte los llamaron “Quinchos”, vocablo que acabó por convertirse en el nombre de una
población clave en el poblamiento del occidente de lo que hoy es el
Departamento de Risaralda.
A su paso, las huestes conquistadoras oyeron
hablar de ricos tesoros enterrados por los indígenas en cuevas naturales o en
socavones cavados por ellos en los cerros
que circundan el lugar.
Esos relatos perviven hasta hoy, cuando una nueve fiebre
del oro amenaza el equilibrio ambiental de la zona.
“Nos vamos a quedar sin agua”, dice Alirio, un campesino
cincuentón que mira con aprensión como se multiplican las formas de explotación minera en sus territorios.
“Quiero forrarme de plata”
declara Rigoberto Largo, un hombre de
acentuados rasgos indígenas que sonríe
y muestra la que parece ser la prueba
física de su voluntad de enriquecimiento: un diente de oro.
No todo lo que
brilla es oro.
Así ha transcurrido la historia de Quinchía desde el
paso de los conquistadores europeos hasta el arribo de las empresas
trasnacionales en el siglo XX: entre el miedo y la codicia. Entre el
escepticismo y la esperanza.
Pero no todo lo
que brilla es oro en esta población que se precia de levantarse una y otra vez desde sus propias cenizas.
Gabriel Guapacha
es uno de esos hombres fornidos y
montaraces que un día abandonó el azadón y el
hacha para dedicarse a conducir
una motocicleta en la que presta un servicio de transporte informal
hacia veredas como Mapura, La Loma y El Callao.
De regreso a la
cabecera municipal, Gabriel hace un alto en el camino para tomar un refrigerio
en una fonda caminera. Una fotografía en
tono sepia de El Caballero Gaucho preside el lugar, cuya decoración es, de hecho,
una estampa de otro tiempo: una lámpara
caperuza para los frecuentes apagones nocturnos, un mostrador en el que se exhiben cera para pisos
de madera, sal de frutas para el guayabo
y la indigestión, agujas capoteras para
coser costales, paquetes de cigarrillos,
botellas de aguardiente amarillo, purgantes para animales, pastillas para el
dolor de cabeza, botas pantaneras y condones.
Desde lo
alto de un mueble de madera reinan un
computador portátil y un tocadiscos marca
Sanyo que luce como nuevo después
de medio siglo de uso. Los dos son los
responsables de que la música no pare
de sonar en esta fonda que ostenta el nombre de Pescador, Lucero y Río. Está ubicada a
la orilla de una quebrada de aguas rumorosas de la que algunos vecinos sacan
barbudos, corronchos y sabaletas.
En noches sin
luna los bohemios se plantan en la puerta a contemplar las estrellas dibujadas
sobre un cielo límpido que se encarga de remover el rescoldo de sus
nostalgias.
Las canciones de
Nano Molina, Oscar Agudelo, Tito Cortés,
Julio Jaramillo y Olimpo Cárdenas, humedecidas con unos tragos de aguardiente
se encargan del resto.
Ese es el
momento en que Gabriel Guapacha enhebra
la aguja de los recuerdos y empieza a tejer su historia.
“Todos mis antepasados recorrieron estas tierras al
derecho y al revés en busca de fortuna. Mis abuelos Nicanor y Seferina tumbaron
monte para sembrar yuca, maíz y plátano hasta convertirse en cultivadores de
café. Mis papás Genaro y Matilde se
enterraron en los socavones en busca de oro. A veces lo encontraron y lo
perdieron con la misma rapidez. Entonces volvieron a ensayar la
agricultura con nuevos productos: aguacate, lulo y mora, hasta que los bajos
precios, las plagas y los especuladores acabaron con sus ilusiones”
A todo lo largo
de su brazo y su antebrazo derecho, Gabriel luce un tatuaje de Nuestra
Señora del Perpetuo Socorro, que según él, lo ha salvado de todos
los peligros imaginables en estos caminos
“Desde niño me he encontrado con toda clase de
malandros: de día y de noche. Me he
cruzado con guerrilleros, paramilitares, traficantes de oro, ladrones de ganado
y unas cuantas joyas más. Y siempre he
salido sano y salvo para contar el cuento. Es que como la tierra de Quinchía es
tan rica en recursos de la tierra y la minería, desde los tiempos de los
conquistadores siempre ha atraído aventureros de todas partes del país y del
mundo. Hoy nada más se vive una situación muy complicada. Todo el mundo piensa en explotar pero a nadie
se la ocurre aprovechar parte de esos recursos
para apoyar a los campesinos con sus cultivos o patrocinar a las personas que trabajan con los
adornos de oro. Cosas de esas que nos mejorarían la vida a todos en otros
campos. Es que, como dice el dicho, no todo lo que brilla es oro.”.
En las rutas de
la memoria
Diana Marcela
Ladino y María José Correa son las
responsables de la biblioteca de Comfamiliar Risaralda en Quinchía.
Oriunda del municipio la primera y llegada de Antioquia la segunda, cada una a
su estilo ha encontrado el modo de hacer de su labor cotidiana una
ruta de aproximación al enorme legado histórico, social, económico y cultural
de su comunidad.
Para Diana Marcela, el incendio del templo
parroquial y el inmediato inicio de las
tareas de recuperación expresa toda una parábola.
“Era casi la media noche del viernes 16 de noviembre
de 2016 cuando todos nos vimos sacudidos
por el resplandor y las llamas que se veían salir del templo San Andrés
Apóstol. Si al comienzo hubo pánico, en pocos minutos el pueblo se unió en la tarea de ayudarles a
los bomberos a apagar las llamas. Y si
al final el incendio destruyó el templo casi en su totalidad, lo bonito vino
después: de todas partes empezaron a
surgir iniciativas para su reconstrucción. Apenas quince meses después, aunque
todavía falta mucho trabajo, la gente empieza a ver cómo ese espacio de oración y de encuentro vuelve a la vida, como en el mito aquél del
Ave Fénix”
Construida en el
año de 1855, la iglesia tuvo varias reparaciones, algo que a Diana se le antoja
un símbolo de lo que ha sucedido con
Quinchía a lo largo de los años.
“Como sucede
con tantos municipios de la región, en
mi pueblo hemos tenido que pasar por cosas muy duras. Aquí cometió sus
fechorías el Capitán Venganza, durante
la violencia entre liberales y conservadores. Después sería la gente del Epl,
con el sanguinario Leyton a la cabeza. Más tarde veredas enteras fueron arrasadas por los
paramilitares, hasta la infamia de la llamada Operación Libertad, cuando el 27
de septiembre de 2003 unas ciento veinte
personas fueron retenidas y acusadas de complicidad con las guerrillas. Después
se supo que todo había sido un montaje, pero ya muchas vidas habían quedado
arruinadas. Esa es una injusticia que
nuestra comunidad nunca olvidará.”
Entre las
personas que perdonan pero no olvidan
está Gloria Eunice. Para la época de la Operación Libertad cursaba estudios de
derecho en la Universidad Libre de
Pereira. Ese día vio como un grupo de cuarenta policías irrumpió en la casa de su abuelo materno,
Gilberto Cano Bolívar. El viejo se
desempeñaba como concejal después de haber sido alcalde de la localidad.
“Se lo llevaron con las manos atadas a la espalda con una soga, como a un criminal” diría Eunice después con el alma y la voz rotas por la humillación. “Mi abuelo, a quien le decían Cachaco murió en 2015 a los 86 años
y estuvo preso durante veintidós interminables meses. Cincuenta y siete años de su vida los consagró al
servicio público, y así le pagaron”.
Junto al drama
de Cachaco los parroquianos de
Quinchía evocan otro igual de doloroso:
el de José de los Santos Suárez, un campesino ciego a quien acusaron de
fabricar explosivos para la guerrilla, aparte de brindarles alojamiento y
comida.
Destrozado, José
de los Santos murió en 2010, a los sesenta y dos años. Junto al suyo, también
se recuerdan los nombres de Martiniano Manso- sí: Manso-, Wilfrey García, Arlés
Ocampo, Eduardo Castro y Aldemar Tusarma, estos tres últimos asesinados.
En el pueblo
todavía se comenta que los paramilitares del Bloque Simón Bolívar
participaron en algunos de estos crímenes.
“Pero, con todo y eso, en Quinchía siempre sabemos
reconstruirnos, igual que en el caso del templo de san Andrés Apóstol”, sentencia Diana Marcela ante
un grupo de líderes comunitarios que aguardan turno para utilizar los computadores de la biblioteca.
La palabra que
sana
Cada vez que
puede, María José Correa toma su maleta llena de libros y parte en busca de un jeep o
una moto que la lleven hacia alguna vereda donde siempre la esperan con un buen
desayuno o un “algo”, un refrigerio
que a veces parece otro almuerzo: es la forma como los campesinos le agradecen
un ritual que ha mejorado en mucho sus vidas, en no pocos casos rotas por la
violencia.
“La gente espera la llegada de María José y sus libros
con una alegría que no pueden imaginar los que siempre han vivido entre las
comodidades”, asegura María Elvia, una profesora
nacida en Aguadas, Caldas, que ha
trabajado en regiones tan dispares de Colombia como el departamento del
Cauca, el Quindío y Córdoba.
“Hay que vivirlo para comprenderlo”, dice desplegando las páginas
de un libro titulado Los amores de Afrodita. Con sus
historias les ayuda a los jóvenes de Quinchía a comprender sus propias
vivencias del amor y la sexualidad.
“Desde mi propia
experiencia como maestra he podido ser testigo de la forma como el contacto con
los libros, la música, las artesanías y los museos obra como un elemento de sanación para las personas y las
comunidades. Estoy convencida de que esa capacidad para la creación y para
valorar las producciones del espíritu es
una de las cosas que les han permitido a los quinchieños sobrevivir a tantos infortunios. Uno los ve y siempre parecen salir más fortalecidos para el
siguiente desafío”.
Recorriendo las
calles y los campos de Quinchía al visitante no le faltarán razones para
entender el optimismo invencible de María Elvia.
En la casa de
Xixaraca
Xixaraca era el dios del bien entre las tribus Anserma. Según los relatos de los
pueblos aborígenes, la divinidad habitaba en la cima del cerro Karambá, hoy conocido como Batero. Por eso el Museo Arqueológico de Quinchía, ubicado en la Casa de la Cultura,
lleva ese nombre. Pequeño, pero bien organizado bajo patrones técnicos de conservación, el Museo de Xixaraca supone un viaje a los
orígenes de pueblos que desarrollaron
valiosos avances en la explotación de
las minas de sal y de oro, así como en la orfebrería y la filigrana. De hecho,
los artesanos que hoy se agrupan alrededor de varias organizaciones son
herederos directos de esa tradición.
Y miren por
dónde : para completar el mito de Xixaraca y restablecer de paso el
equilibrio cósmico, tradiciones
campesinas posteriores sostienen que en
la base del Cerro de Batero,
en una cueva guardada por el diablo en persona, yacen tesoros de fábula
enterrados por los europeos desde los tiempos de la conquista.
La Historia local da cuenta de que el museo
empezó a nacer en 1979, cuando un grupo conocido como Cabalonga, encargado de la parte
documental en el club científico del Instituto
San Andrés se dio a la tarea de rastrear documentos y piezas de orfebrería
entre las tantas que abundan en la zona.
Una década más
adelante surgió un grupo ecológico liderado por Jorge Gómez, para la época
gerente del Comité Municipal de Cafeteros. A través de un trabajo
conjunto con Fernando Uribe, director de la Casa
de la Cultura, plantaron los cimientos de una memoria escrita en el
barro, en el oro y en las piedras de esta zona en la que
abundan los apellidos Trejos, Largo, Bueno y Tapasco, para mencionar solo
algunos de los grupos familiares ligados a esta población que a lo largo de su
historia ha cambiado de sitio varias veces.
El signo de la
errancia.
El historiador Alfredo Cardona Tobón y el
escritor Jaiber Ladino son, como quien dice, memoria viva de estas tierras. El
primero desde el relato documental y el segundo mediante los recursos de la
ficción, nos han aproximado al trasegar de unos hombres y mujeres empujados montaña abajo y montaña
arriba por la necesidad y por la ambición. O por el puro y duro desplazamiento
forzado.
A través de sus
relatos, el lector puede asomarse a las
múltiples formas de la errancia.
Con solo los
títulos de los libros de Cardona Tobón y sus coequiperos el viajero puede
armarse una ruta que lo lleve del pasado al presente y viceversa, en
un perpetuo viaje de ida y vuelta: Quinchía Mestizo; Ruanas y Bayonetas; Indios, curas y maiceros; Los
caudillos del desastre; Historia y Memoria. Guiado por la pluma de Cardona
Tobón el visitante inquieto puede
enterarse de la tozudez con que los
curas se opusieron a la construcción de una carretera que conectara a Quinchía
con el resto del país, convencidos de que por esa vía rudimentaria irrumpirían
en la aldea todas las formas conocidas del pecado, empezando por la bíblica
sodomía.
Transitando
otros caminos en pos de idéntico objetivo, Jaiber Ladino ha trasladado al mundo de la ficción
poética los hallazgos acumulados en una infancia vivida
en las tierras de los Ansermas, los
Tapascos, los Irras y los Guaqueramaes. Si bien no aparecen de manera
explícita, libros como Las aventuras de
la Barranquero, Andago y La línea K devienen
claves para acercarse por otros linderos a
la cosmovisión que corría por la sangre a veces apacible y en otras
turbulenta de sus mayores.
Allá en el
rancho grande.
Es curioso: a
los mercados donde comercializaban el oro y la sal los indígenas de esta zona los llamaban “Tianguez”, un vocablo casi idéntico a “Tianguis”, los mercados populares que
los fines de semana se toman la
Ciudad de México en nuestros
días.
Pero esa
búsqueda nos metería en un berenjenal
que podría terminar en la letra de un
corrido como Allá en el rancho grande,
que no para de sonar en la fonda Pescador
Lucero y Río donde Roberto Guapacha dirime
los pleitos con sus nostalgias.
A lo mejor las cosas empezaron cuando el dios
del bien y el diablo se repartieron las
partes alta y baja del cerro. En esas fechas situadas antes del inicio del tiempo podrían situarse
los orígenes de lo que fue Guacuma y
más tarde se convirtió en Quinchía.
La partida de
nacimiento dice que mediante ordenanza
número 5 del 12 de marzo de 1919 el
municipio cobró vida civil.
Pero ese ya es más
un asunto de notarios. Porque hoy muchas cosas esenciales del pueblo siguen
palpitando en un lugar del tiempo y el espacio ubicado entre el oro y los
quinchos.
NOTA: este texto fue escrito en el año 2017.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Lc1v4QVYwTI
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