“Cmon feel de noize”
Canción de Slade (1973)
Cada vez que escucho un mensajero oficial anunciando el inicio de una campaña para prevenir y mitigar los altos niveles de ruido que nos aquejan, pienso en la irremediable inclinación humana hacia las causas perdidas.
Controlar el ruido no es asunto de campañas y sanciones. Está en nuestra
condición ser ruidosos. El ruido nos ayuda a escapar del silencio. ¿Y qué es el
silencio, en últimas? Es estar a solas con nosotros mismos y eso ya de por sí
es una experiencia pavorosa. Usted cierra los ojos, mira hacia adentro y lo que
ve es el vacío, la nada, la negrura: pequeñas muestras gratis de la Gran
Muerte, la definitiva. De inmediato corre a encender el televisor, la radio, el
aparato de sonido, el teléfono, la computadora: cualquier cosa que lo haga sentirse a salvo de ese encuentro con
lo inexorable.
Por eso son cada vez más las personas que prefieren estar conectadas las
veinticuatro horas a cualquier cosa, antes que correr el riesgo de abismarse en
esas profundidades.
El gran arte siempre ha tenido un sesgo premonitorio. Es como si sus
artífices pudieran ver más allá del aquí y el ahora. Recuerdo una película de
1976, dirigida por Sidney Lumet, protagonizada por Faye Dunaway, William
Holden, Peter Finch y Robert Duvall. Su título en inglés es Network, traducida al castellano como Poder que Mata. Se refiere, claro, al
poder de los medios de comunicación. En algún momento, uno de los personajes le
dice a su interlocutor “El infierno
acaecerá sobre la tierra cuando todo el mundo esté conectado”.
El personaje en cuestión dice estar citando a uno de los protagonistas de 1984, la distopía concebida por el genio
de George Orwell, publicada por primera vez el 8 de junio de 1949.
He buscado en distintas ediciones en español y en inglés la frase
mencionada y nunca he podido dar con ella. Le he preguntado a los oráculos de
internet y, faltando a su costumbre, no responden ni media palabra. Hagan el
ensayo y me cuentan si corren con mejor suerte.
A lo mejor es apócrifa, como tantas citas célebres de Borges. Eso poco
importa: las citas apócrifas suelen ser las más certeras. Den una vuelta por el
Antiguo o el Nuevo Testamento y verán. Lo esencial es que no sólo ya vivimos en
el mundo prefigurado por el escritor británico, sino que pasamos de largo. Piensen en el ritual cotidiano de ponerse los
audífonos de un teléfono: es lo primero que mucha gente hace al comienzo de la
jornada. Uno los ve en el transporte público, en la calle, en el trabajo o en
el parque y se diría que están ensimismados en lo más hondo de sus
pensamientos.
Grave error: están conectados a ese ruido imperceptible que fluye como una
corriente que recorre el globo, se estrella contra una roca y desanda el camino
en un ir y venir sin fin. En mis tiempos de profesor tuve una estudiante que
faltaba a menudo a clases porque estaba tratándose con un especialista su
adicción a la tecnología: si no estaba conectada era presa de la angustia y el
pánico. Supe que le pagaba una fortuna al experto de marras. A lo mejor su
negocio residía en que los pacientes no se curaran. Pero ese es un terreno que
no quiero transitar ahora.
Quiero volver es al ruido. A esa necesidad de aturdirse para no escuchar
los rumores que nos hablan desde muy adentro. A lo mejor nos advierten de cosas
que no estamos en condiciones de soportar sin caer en los círculos concéntricos
de la locura. Preferimos la locura que nos llega del mundo exterior.
Esa necesidad de ruido es la clave de la moderna industria del
entretenimiento. Ese llamado constante que se nos hace para que nos volquemos
hacia el espectáculo como droga. La oferta está diseñada para que cada quien
encuentre la dosis justa a la medida de su desesperación. De su tedio. De la certeza de que atravesamos
el tiempo y estamos atravesados por él: esa convicción engendra la necesidad
del pasatiempo. De ahí la constante renovación del portafolio: viajes,
películas, gimnasios centros comerciales, deportes convencionales y extremos,
conciertos, comidas, vestuarios, músicas y cultos religiosos. Con seguridad ustedes se habrán fijado en el
detalle: el formato de los cultos religiosos se parece cada vez más al de la
industria del espectáculo.
Por supuesto, la incitación pasa por el hecho de que la gente esté siempre
conectada. El estímulo hacia el consumo y
el derroche está anclado allí. Poco importa si se trata de ropa, música, sexo o
tendencias ideológicas. El mecanismo es igual para todos. Tipos como Donald
Trump o el presidente Bukele de El Salvador lo conocen muy bien.
El resultado final será siempre la alienación, la pérdida de uno mismo y,
por lo tanto, de los otros. La enajenación de nuestra parcela de silencio,
nuestro único paraíso posible sobre la tierra, como lo han advertido siempre
los místicos y los grandes poetas.
Prefiero pensar que no todo está perdido. Que existe una manera de cerrar
los ojos y mantenerlos así, sin sucumbir al tedio o a la desesperación, que al
final resultan ser lo mismo. Que todavía podemos encontrar atajos para atravesar el laberinto de las
conexiones infinitas sin morir en el
intento.
PDT. Les comparto enlaces a dos bandas sonoras para esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=uTEGxVDHpGU
https://www.youtube.com/watch?v=QDPx1DzuK_s
Caray Martiniano, como describes de bien a mi mujer que mantiene atada a dos aparatos al mismo tiempo y ahora no entiende a mi lenguaje. Pregunta y pregunta aunque asegura que el ruido de los deportes, las noticias, los comentarios y los polemistas, eso no le molesta. Solo el canto de los grillos y los pájaros en el patio. Vaya vaya vida ,como nos ha cambiado del silencio rural a esta barahúnda.
ResponderBorrarPrefiero esta: https://www.youtube.com/watch?v=QKy_th4I7NE
ResponderBorrarAh, carajo. No era mi intención escudriñar detrás de esas cortinas, pero bueno: ese es el mundo que nos tocó. Y sobre la banda sonora, bueno, como reza el viejo refrán " Entre gustos no hay disgustos". Mil gracias por el diálogo.
ResponderBorrarGustavo/ Martiniano.