martes, 31 de enero de 2023

El más alto vuelo



 

                                       Para Felipe Pérez, que me regaló esta maravilla

 

En todas las culturas conocidas una de las más reiteradas imágenes para aludir al surgimiento y evolución de las ideas es la del vuelo. En el origen de los relatos orales y escritos siempre encontraremos la historia de individuos y comunidades que tratan de dar un salto más allá de su espacio y de su tiempo.

Y aunque a menudo se quemen las alas, como le aconteció al Ícaro de la mitología griega, siempre habrá alguien dispuesto a intentarlo una vez más. Seguir la estela de ese vuelo es el propósito del descomunal libro del historiador, periodista y escritor inglés Peter Watson, titulado, así sin más: Ideas, Historia intelectual de la humanidad.

En un viaje a través de 1400 páginas, el autor nos conduce al centro mismo de la aventura del pensamiento, cuyos frutos son siempre impredecibles: la religión, los mitos, la poesía, la filosofía, la ciencia, las artes, las matemáticas, la geometría, la tecnología y el gobierno, para mencionar sólo algunos de ellos.

Para algunos exégetas de Platón, las ideas prefiguran el mundo material y corresponden a una suerte de prediseño del universo sensible, cuyas claves estarían en la mente de Dios. En esa medida, las ideas son concebidas como un viaje interior en pos de la ignota divinidad.

Por su lado, los herederos de Aristóteles consideran que la tarea de la mente consiste en explorar y conocer la estructura y las leyes del mundo exterior para ponerlo al servicio de los hombres. De entrada, nos encontramos pues ante una dicotomía que define la ruta seguida por individuos y sociedades hasta nuestros días: o la exploración de la vida interior, propia de la filosofía, la mística, la poesía y la religión, o la pregunta sobre el mundo sensible que es la base misma de la ciencia.

Peter Watson nos propone así un viaje de ida y vuelta en el que esos caminos se distancian muchas veces, en otras convergen y en no pocas ocasiones chocan de manera brutal, dando lugar a esas transformaciones definitivas que caracterizan la historia de la humanidad.

La elocuencia de las piedras




Lejos del mutismo que se les atribuye, las piedras cuentan historias. Eso lo saben muy bien los geólogos, los arqueólogos, los filólogos y los historiadores de la cultura. No es azaroso entonces que al comienzo del libro, Watson se remonte a 2.8 millones de años atrás cuando, según las investigaciones, los antepasados del hombre elaboraron las primeras herramientas de piedra y las convirtieron en extensión de sus manos. Nuestros antecesores iniciaron de esa manera la transformación del mundo exterior que es la esencia del pensamiento científico. Ese avance exigía la liberación de las manos, que sólo  pudo producirse cuando los primates se irguieron y empezaron a caminar sobre sus patas traseras.

Si bien la primera herramienta pudo ser un acto instintivo motivado por una reacción de defensa, pronto se empezaron a producir réplicas del modelo original. Es decir, sus forjadores hicieron asociaciones de imágenes y tuvieron la primera idea de lo que la herramienta debería ser; a partir de allí se dieron a la tarea de su perfeccionamiento. Para Peter Watson, ese fue el momento   germinal de la primera abstracción, vale decir, del nacimiento de las ideas.

De modo que la primera herramienta fue también un lenguaje. Sin embargo, al contrario de lo que  supone el lugar común, las transformaciones de las ideas no se dan en una línea recta y sin sobresaltos. Todo lo contrario, como lo advierte Watson en el texto de introducción a su obra, y a propósito de la contribución de Isaac Newton al desarrollo de la ciencia y el pensamiento:

“No obstante, la carrera del gran científico inglés nos recuerda que la situación es mucho más compleja. A lo largo de los siglos el desarrollo y el progreso (una idea que desarrollaremos con más detalle en el capítulo 26) han sido, por lo general, constantes, pero ello no significa que siempre haya ocurrido así: la historia ha sido testigo de cómo ciertos países y civilizaciones brillan durante un tiempo para luego, por una razón u otra, eclipsarse. La historia intelectual está muy lejos de ser una línea recta, y esto es parte de su atractivo”.

Ese atractivo es el que percibimos en las tablas de arcilla de la antigua Babilonia, en Stonehenge, en la Piedra de Rosetta, en las pirámides mayas, en las ruinas de Roma, en La gran muralla china o en las runas nórdicas: son las piedras con su rumor de voces  recordándoles a los habitantes de todo y tiempo y lugar que el ser humano es una criatura portentosa y no por eso menos contingente.

El alfabeto de esas piedras nos narra cómo en el crecimiento canceroso del Imperio Romano alentaba el germen de su propia destrucción, al tiempo que da cuenta del esplendor científico, filosófico, político y moral de la antigua China, antes de sumirse en centurias de confusión y decadencia. Por su lado, los monolitos de Stonehenge  dejan ver un esbozo del viejo contubernio entre astronomía y religión, que se extendió  por lo menos hasta los tiempos de Copérnico.

Así que los humanos estuvieron sumergidos durante siglos en la contemplación de la enormidad del zodiaco, de los monumentos de piedra, de las imágenes talladas en las montañas antes de concentrarse en el estudio de lo pequeño, incluso de lo invisible. Dicho de otra manera: la mente se tomó su tiempo antes de pasar de la intuición de Dios a las certezas del pensamiento científico. En ese recorrido ha tenido que cruzar un extenso territorio de luces y sombras.

Para minimizar el riesgo de que nos extraviemos en el camino, Peter Watson ha puesto, mojones, señales de orientación para que la mente esté siempre alerta. De ahí la precisa nomenclatura que cruza la obra: El fuego, Los dioses, El arte, El lenguaje, La escritura, El alfabeto, Los números, La ciudad, La medición del tiempo, La fundición de los metales, El derecho, El alma, El paraíso, La medicina, La democracia, El dinero, La idea de Jesús, La invención de Europa, El Islam, La banca, El libro, La invención de América, El Renacimiento, La Universidad, El método científico, La Revolución Industrial, La invención del público, Los periódicos, El Yo, La noción de progreso, El romanticismo, El orientalismo, El nacionalismo, El marxismo,  La selección natural, El inconsciente.

Las diosas tejedoras





La lista no es aleatoria ni tiene el simple propósito de etiquetar, propio de las taxonomías. Lo que pretende el libro de Watson es transmitirnos su idea del universo como urdimbre, en la que la totalidad de las líneas y puntos están relacionados, por disímiles y distantes que parezcan. En su mirada, la poesía y la física cuántica comparten a partes iguales sus intuiciones de cimas y abismos. La ciudad de Dios de, san Agustín y la ciudad del príncipe, de Maquiavelo, comparten más fronteras en común de lo que a primera vista podría parecer. Más allá de interpretaciones simplistas, en el discurso materialista de Marx alientan ideas propias del cristianismo temprano, al tiempo que los descubrimientos del ADN nos remiten a esas inquietantes visiones de los místicos en las que todos los componentes del universo están hermanados a través de unos lazos tan sutiles como ineludibles.

Por eso la estructura de la obra nos resulta tan próxima a la de la tarea de esas diosas que en tantas culturas tejen la madeja del universo y con ella el destino de todas las criaturas vivientes, desde las galaxias hasta los microorganismos.

Como el título mismo lo exige, Ideas supone un desafío crítico en el que nada puede ser asumido como una certeza: es de la esencia del pensamiento dudar siempre de todo y de todos. De ahí que el autor mantenga una atenta distancia frente a dogmas y fundamentalismos de toda índole, pertenezcan estos al campo de la ciencia, la religión o la política. Así, ante la cruzada desatada contra el Islam después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, Watson nos recuerda el papel de los árabes en el rescate, conservación y difusión del pensamiento de Aristóteles en Europa, sentando así las bases para el desarrollo de la ciencia que acabó por desequilibrar la balanza a favor de occidente. En contravía de la propaganda negra que hizo del marxismo una suerte de evangelio de todos los males, el autor reconoce en Marx uno de los pilares de la sociología, tal como la conocemos hoy. Para refutar a quienes, en efecto, vieron en La revolución francesa y en La ilustración un momento de luz y esperanza para la humanidad, Robert Watson hace énfasis en el carácter devastador de muchas de sus premisas, ancladas en el concepto de ciencia y razón como valores absolutos.


                                             Busto de Aristóteles

Siguiendo esa línea de razonamiento, el autor nos advierte que, si bien una novela como El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, desnuda en sus puras entrañas los horrores del colonialismo, en este caso el de los belgas, también es verdad que, en su proceso de expansión, el Imperio Británico sembró un legado que hoy constituye patrimonio cultural de la humanidad: la lengua inglesa, que  no sólo es la de Shakespeare, sino la que les permite entenderse entre sí  a  hablantes  nativos de mandarín, croata, árabe, italiano, portugués, español o incluso de dialectos regionales en los lugares más remotos de la tierra.

Duda y conocimiento


                                                       Estructura del átomo

Y llegamos ahora a un factor clave en el mundo de las ideas y el conocimiento: la duda. Para enfrentar el carácter paralizante de todo dogma, la mente crítica dispone de una fuente inagotable de preguntas.  Fue así como, para hacer frente al dogma católico de la infalibilidad del papa, enfocado a consolidar el poder terrenal de la iglesia, filósofos, escritores y científicos empezaron a formular cuestionamientos que la imprenta se encargó de multiplicar: no es casual que ésta última sea  considerada  un canal determinante para la difusión de las ideas de Lutero y lo que la iglesia protestante significó para el rumbo del hemisferio occidental.

Esa misma duda condujo a muchos pensadores a reconsiderar la idea de renacimiento como un fenómeno exclusivo de Italia, o incluso de Florencia. En realidad, hubo muchos renacimientos. China, India y el Islam tuvieron el suyo, para no hablar de quienes afirman que la tan mal publicitada Edad Media europea, concebida a menudo como una época de oscuridad, tuvo su propio periodo de renacimiento, fundamental para comprender las posteriores transformaciones del continente.

Así las cosas, con el poder en entredicho, el concepto de hereje fue entronizado para estigmatizar y exterminar a quienes se dieron a la tarea de cuestionar los poderes establecidos, fueran estos del cielo o de la tierra. Y es aquí cuando cobran fuerza las investigaciones de geólogos, arqueólogos e historiadores de la cultura. Interrogando a las cuevas y a los restos fósiles, pronto descubrieron que estos desmentían el relato bíblico de la creación del mundo en siete días, lo que con el paso del tiempo condujo a muchas dudas sobre la existencia de Dios. Físicos, astrónomos y químicos se sumaron al debate, al aludir a las cambiantes leyes de la materia en lugar de los inmutables designios divinos.

El debate de las ideas cobraba cada día más vigor y los herejes se hacían más atrevidos. Lo que en principio eran tímidas reformas se convirtió en auténticas revoluciones en el campo de la ciencia, la religión, la política y la cultura.

En el primero de los casos, revelaciones como la circulación de la sangre, la naturaleza de los gérmenes, las leyes de la gravedad, las órbitas planetarias y la estructura del átomo se conjugaron  para debilitar  la noción de una divinidad omnipotente capaz de gobernar sobre lo vivo y lo inerte.

Eso mismo hizo que la atención se desviara de lo divino a lo terrenal, dando origen al vertiginoso desarrollo de la ciencia que cambió para siempre la relación de los hombres con el mundo y devolviéndole, de paso, la razón a Aristóteles.

Entendido así, el pensamiento de Erasmo de Rotterdam obró a modo de bisagra entre las cavilaciones de los teólogos y las búsquedas de los científicos. Después de todo, en ambos casos se trata de aprovechar las facultades de la mente para interrogar el mundo en todas sus manifestaciones: las de adentro y las de afuera

Minado el rol de Dios en el control de la vida pública y privada, el poder de monarcas y papas- que en distintos momentos de la historia fueron los mismos- fue sometido a juicio y eso explica, entre otros factores, el movimiento telúrico que supuso La Revolución Francesa.

Para la mirada atenta de Robert Watson, la cultura no se quedó atrás. Y aunque su presencia es en sí misma la impronta del devenir humano, desde las herramientas de piedra hasta la interpretación de los sueños, para el escritor británico hay un periodo clave: el romanticismo en el arte.  En el romanticismo, entendido como una manifestación del espíritu, no como simple escuela, convergen las conocidas ideas platónicas sobre los arquetipos inmateriales del mundo objetual junto a las intuiciones sobre la existencia de un doble interior que los artistas pretendían explorar y liberar con el fin de “redimir” lo humano frente a los poderes de la instrumentalización tecnolátrica. No es casual que, para muchos estudiosos, L.V. Beethoven sea  la expresión más fiel del romanticismo y el encargado de abrir el camino para lo que vendría después.




Ese fue el preludio de lo muchos pensadores consideran algo tanto o más importante que la Teoría de la Relatividad o la estructura de ADN: el descubrimiento del Yo, para algunos una evidencia incontrastable y para otros una entelequia que les abrió las puertas a toda suerte de supercherías, entre ellas, “el espíritu alemán”, que animó los horrores perpetrados por los nazis.

Una vez más, el libro de Watson nos devuelve a esta encrucijada de luces y sombras que es la historia de la humanidad. En ese cruce de caminos, a modo de colofón, sugiere una parábola perturbadora: mientras, siguiendo la ruta de Aristóteles, los humanos no hemos cesado de explorar y dominar el mundo exterior, el “conócete a ti mismo” derivado de las enseñanzas de Sócrates y Platón se ha revelado hasta hoy como un completo fracaso. A pesar de los intentos de místicos, profetas, pintores, filósofos, músicos, teólogos y sicólogos, cada vez parecemos más alejados de nosotros mismos, si en realidad existe un “yo mismo” o al menos algo que pueda ser definido de esa manera.

En esa encrucijada nos deja este viaje a las ideas. Como todo gran libro, no ofrece moralejas ni fórmulas fáciles. Sólo una suma de preguntas que se multiplican sin cesar. Será el lector quien decida la ruta a seguir.


 PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=nbGV-MVfgec

 

 

 

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