Entre Jesús y Karagaví
El jueves 24 de
agosto de 2017 empezó la romería.
Una docena
de camperos Carpatti
provenientes de distintos lugares del país partieron desde el poblado de
Mistrató rumbo al resguardo indígena de Purembará.
La comunidad se aprestaba a celebrar los treinta y nueve años de vida
administrativa con un evento en el que se afirmaban las convicciones políticas
y el patrimonio cultural de un pueblo perteneciente a la etnia embera- chamí.
La caravana, en
la que destacaban los coloridos vestidos de las mujeres y los collares y
pectorales de los hombres, bordeó las aguas del río san Juan hasta un sitio conocido como El Mandarino.
A partir de ese
sitio, hombres, mujeres, niños y bestias cargadas con mercados ascendieron por
una escarpada ladera plagada de desfiladeros
a los que resulta fácil despeñarse al menor descuido.
Es la misma ruta
seguida por los misioneros y los colonizadores que desde hace
varios siglos practican tanto el pastoreo de almas como el desmonte y el
cultivo de tierras para la supervivencia.
Hasta estos
parajes llegaron los antepasados de Miguel González, un clan de baquianos vecinos de Jericó, Andes y Jardín que
hicieron el recorrido a pie siguiendo la
leyenda del oro que se encontraría a manos llenas en los ríos del Chocó, allá
muy adentro a dos días o, mejor dicho, a
cuatro paquetes de tabaco de
distancia.
Así medían el tiempo y el espacio estos hombres y
mujeres: según el número de tabacos fumados en el recorrido.
En 2017 los
asistentes al encuentro midieron el
tiempo en sus relojes digitales de origen chino y en las pantallas de sus
teléfonos móviles.
Es más, durante
la travesía de un bosque particularmente espeso, todos alcanzaron a sentir una
variante moderna de la angustia metafísica. Fue
en el momento en que se perdió la señal satelital.
Algo así como si
los israelitas perdieran a su Moisés justo en la mitad del Mar Rojo.
Al llegar a Purembará, luego de tres horas de ascenso, los peregrinos se toparon de frente con un símbolo
viviente de su propia historia:
un ritual indígena inspirado en vivencias ancestrales, al lado de un templo católico cuyo nombre no podía ser más certero: Nuestra
señora del Carmen de Purembará.
A lo anterior se
sumaron otros elementos: amplificadores
en los que sonaba el reguetón, más teléfonos móviles y mucha, muchísima
comida chatarra, sobre todo Big Cola y
papas fritas.
La expresión precisa de lo que unos llaman globalización y otros prefieren definir como
colonización pura y dura.
La danza de las
loras
Tanto los
indígenas como los colonos se
acostumbraron a iniciar la jornada diaria con la algarabía de miles de
loras que encuentran su alimento en los árboles de estos bosques que se
conectan a través de cientos de trochas con las selvas del Chocó profundo,
donde se dan las riquezas y las serpientes por igual.
Una de esas
familias anónimas que no aparecen en la lista de los fundadores fue la de
Miguel González. A sus noventa y cuatro años, disfrutando de un café mañanero
en la casa de su parcela en Guática,
rememora los días de su niñez cuando se hizo al camino en compañía de sus
mayores.
“Eso fue un recorrido hecho a pata limpia, porque ni
para zapatos había. Recuerdo que un día mis padres nos dijeron: alístense que a
las dos de la mañana salimos. Eso sí, nunca nos dijeron para dónde, porque
ni ellos mismos lo sabían. Igual habían
hecho otras familias y con ellas se armó una recua de mulas en las que se
cargaban los víveres y las mujeres embarazadas o las que llevaban niños de
brazos. Los demás a voliar pata. Yo tendría unos siete años y me terciaron al
hombro un líchigo con panela y un pedazo de carne salada. Esa era la comida para la jornada. Al llegar al punto
escogido para dormir se prendía un fogón
para preparar fríjoles y aguapanela. En
la misma candela se asaban las arepas para el desayuno y la comida del
día siguiente. De almuerzo, ni hablar, porque teníamos que aprovechar la luz
del día, lloviera o hiciera sol, para avanzar lo más que pudiéramos.
“No recuerdo cuántos días nos demoramos para llegar al
caserío de Mistrató. Pero si tengo viva la dicha que sentimos cuando nos
metimos a las aguas del río. Fue como un día de fiesta para todos. Fuimos a misa, compramos algunas cosas para el resto
del camino y a seguir voliando pata. Allí nos separamos. Varias familias iban en busca de monte para
tumbar y cultivar en tierras de los indígenas y otras, como la mía
iban en busca del oro. Unos paisanos les
habían contado a nuestros padres que a nueve horas de camino encontrarían un sitio en el que abundaba el oro, pero la verdad es que no recuerdo haber visto mucho. A lo
mejor llegamos tarde o nos instalamos en el punto que no era.”
Largo y
culebrero.
Pero de lo que
si supieron sin excepción todos los
aventureros fue de la abundancia de serpientes en un
bosque que a cada paso se convertía en selva. La coral, la rabodeají y sobre
todo el temible verrugoso eran
una amenaza constante. Todavía no habían llegado los tiempos de las botas pantaneras y la gente se
adentraba en esos meandros descalza o en
alpargatas, que es casi lo mismo.
“Las mordeduras eran el pan de cada día”, dice Miguel y se santigua agradeciendo a todo el santoral el
haber recorrido sano y salvo el camino de ida y vuelta. “Los que conocían las contras para el veneno eran los indios y a veces
ni ellos se salvaban. Además, todavía nos faltaba un buen trecho para
llegar a esas tierras. Por eso mucha
gente murió y quedó enterrada en medio del rastrojo. Uno podía encontrarse con
personas a las que les faltaban dedos, la mano, el brazo o el pie. Cuando las
mordía una culebra el único remedio era cortarse con el machete la parte donde
el animal había clavado los colmillos ¿Ahora
entiende por qué se habla de un camino largo y culebrero?”
El camino de
Nazareth
El historiador
Alfredo Cardona Tobón narra en su blog que en 1892 el gobierno del Cauca creó el
distrito de Nazareth. Su cabecera era
Guática, con jurisdicción sobre los
caseríos de Arrayanal y Quinchía. En ese momento, algunos colonizadores
de origen antioqueño, cuyos apellidos es posible rastrear hoy entre los habitantes más
prósperos de Mistrató, ya se habían apoderado de salados, minas y tierras
pertenecientes hasta entonces a los pueblos indígenas. Era tan fuerte esa presencia que hasta las
bandadas de loras que le dieron nombre al poblado- En lengua embera Mistrató
quiere decir Río de las loras- empezaron a emigrar a otros lugares, puestas en
fuga por los perdigonazos de los
cazadores.
Es en abril de
1923 cuando se crea el municipio de Risaralda,
del cual formaban parte los corregimientos de Arrayanal y Mampay, a su vez pertenecientes al Distrito de Belén
de Umbría y por el corregimiento de san Antonio del Chamí, adscrito a Pueblo
Rico. Toda una urdimbre de trochas
conectaban a Mampay con Pueblo Rico. Indígenas y colonizadores se
cruzaban muchas veces en ese ir y venir. En algunas ocasiones, siguiendo viejas
costumbres, los aborígenes se postraban ante los intrusos y en otras oponían
alguna resistencia.
Miguel
González recuerda en su casa de Guática
que un día él y los suyos pusieron
pies en polvorosa ante una arremetida indígena.
“Aunque muchos
se habían pasado a la fe de Cristo y habían bautizado a sus hijos con
nombres como Jesús, María y José, para no hablar de los apóstoles, a nosotros
nos tocó salir corriendo un día, perseguidos por unos cien indios en pelotos
que no querían saber nada de blancos en
sus territorios. Y nosotros sí que éramos blancos, y de ojos azules, para acabar
de completar. El susto fue tan verraco
que dejamos abandonadas un par de bestias y un bulto de comida. Fue por eso que
nos tocó alimentarnos de plátanos y
frutas que encontrábamos entre el bosque. Ahora que lo pienso, creo que ellos
tenían la razón: éramos nosotros los que nos estábamos metiendo sin permiso a
sus tierras”.
Entre la
integración y la resistencia.
Así ha transcurrido siempre la historia de estos
territorios, desde la llegada de los primeros misioneros y colonizadores: entre
la fascinación por los nuevos dioses y
la necesidad de ponerse al amparo
de sus divinidades ancestrales. Entre el deslumbramiento ante los utensilios y armas de los
aventureros y el imperativo de conservar los instrumentos utilizados para
relacionarse con el mundo.
Algunos
vestigios de esos universos enfrentados
pudieron verse a partir de ese jueves 24
de agosto de 2017, durante la
celebración de los treinta y nueve años
de vida administrativa del
resguardo de Purembará.
Tanto, que durante la segunda jornada las fuerzas en
tensión alcanzaron un límite: un rito de bautismo planeado un par de meses atrás en el templo de
Purembará coincidió con los actos centrales del encuentro.
El gobernador
del resguardo amenazó incluso con enviar
a la guardia indígena a suspender la ceremonia.
Juliana Rojas, rasgos mestizos, voz
vehemente y ademanes desafiantes es toda
una muestra viviente de mochilas,
collares, pulseras y brazaletes
confeccionados en la zona. Ha hecho un alto en sus estudios de antropología
para hacerse presente en el encuentro.
Para lograrlo abordó un bus en Popayán, viajó en un
vehículo oficial desde Pereira hasta Mistrató y allí se colgó de un campero
Carpatti que la condujo a El Mandarino.
Con un pesado morral a la espalda recorrió
las tres horas hasta llegar al resguardo al caer la tarde de ese jueves 24 de
agosto.
“Aquí no se trata de invocar el purismo, un imposible
en cualquier sociedad que aspire a mantenerse viva sin convertirse en un objeto de museo. Claro, debemos buscar un punto de
encuentro entre los pueblos sin que
uno avasalle al otro. Pero también es necesario luchar para que se entienda algo esencial: como todas las poblaciones habitadas
en principio por pueblos indígenas y posteriormente sometidas a la llegada de colonizadores, Mistrató ha
vivido una lucha desigual, acelerada por la irrupción de las tecnologías de la
comunicación. No se trata de suprimir y
menos de prohibir estas últimas, pero si de propender por un aprovechamiento
distinto en la educación, en la cultura, en la política y en todas las prácticas cotidianas”.
Silenciosa. Una
antena de televisión satelital es
testigo de las palabras de Juliana.
Sangre en el
bosque
Uno podría
recorrer la geografía de Colombia
siguiendo un rastro de sangre en el bosque: el de los desplazados y
muertos dejados por nuestra particular
forma de la insensatez. Si dejamos de lado la violencia entre liberales y
conservadores- de la que ya sabemos bastante, la más reciente oleada de
bárbaros conformada por guerrillas, paramilitares, mineros, narcos y un sector de la institucionalidad, sembró
de cruces estos caminos. Para la
muestra, una lista de hombres abatidos a tiros o a machete por prójimos
poseídos por la iracundia y el rencor: Benigno
Siágama, Anastasio Niasa, Lázaro Gutiérrez, José Dionisio Córdoba y
Paulino Siágama.
Nombres, cruces.
Simples formas del pavor en los caminos que el niño Miguel González recorrió una
vez con su familia de colonos.
Y muchas,
cantidades de viudas obligadas a reinventarse la vida en un abrir y cerrar de ojos.
Entre mujeres
Igual que en
todos los lugares de la tierra, mientras los hombres se van a la guerra, las mujeres se dan a la tarea
de mantener con vida a su comunidad.
Siembran, recogen, limpian, amamantan, oran y conservan el orden del mundo para
cuando los hijos, los esposos y los
padres vuelvan a casa.
Si vuelven.
Mistrató es un buen ejemplo. Miriam, Reinelda,
Norfilia, Martha Liliana, Florinda, Claudia y María Cecilia son apenas siete entre muchas que se
levantan al despuntar el día y no se
detienen hasta bien entrada la noche.
Algunas fueron a la universidad y otras
han aprendido en la tierra y en sus propias entrañas las cosas esenciales de la
vida.
Para entonces,
un orador destaca el rol de las mujeres en las luchas de la comunidad: Miriam,
Reinelda, Norfilia, Martha Liliana, Florinda, Claudia y María Cecilia son solo
siete nombres entre varias decenas de ellas.
Martha Liliana
toma la palabra para hacerse eco de un
malestar colectivo.
“Es inaceptable que una comunidad con un patrimonio cultural de gran magnitud,
haya sido conocida a nivel nacional y
hasta internacional solo porque hace
diez años un párroco de paso por aquí asesinó a su amante y a su pequeña hija.
Desde entonces, no hemos visto que los periodistas y las cámaras se acerquen a
contar que en marzo, durante la celebración de las fiestas aniversarias, el
pueblo entero en sus áreas urbana y rural se dedica a reconocer y difundir los resultados del encuentro no siempre pacífico entre
aborígenes y colonizadores. El Concurso
Nacional de Danzas y el de Música Parrandera
reúnen lo mejor de ambas tradiciones.
“Pero hay todavía más: Las ferias ganaderas, la Semana
Santa en Vivo, el Día del Campesino, el
encuentro de la Cultura embera chamí y el
Encuentro Departamental de Coros. Sería injusta si no hablara del
patrimonio histórico y cultural concentrado en Mampay, en Barcinal, en La
María, en San Antonio del Chamí y, desde luego, en el resguardo de Purembará.
Entre nosotros, como en todas partes la cultura es la mejor manera de oponerse
a la muerte”.
Martha Liliana
fue una de las mujeres que se congregaron durante esos tres días de agosto en
el resguardo de Purembará. No solo
participó en la discusiones políticas sino que disfrutó de principio a fin
La Danza del Oso, interpretada por la delegación llegada desde la vereda
Cantarrana.
Es su manera de
reconectar el hilo entre dos mundos,
para muchos roto desde el día en que los primeros fundadores llegaron a la zona. Unos hablan de
1539. Otros se remiten a 1925.
Pero son solo
fechas: para bien de todos, la vida es caprichosa y suele tomar atajos
imprevistos.
En Mistrató, por ejemplo, le
gusta seguir el coro y la danza de las loras en el bosque.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=TWhi935qE2k
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