La
vida es una montaña que se vuelve más escarpada a medida que trepas.
John Updike
Conejo en paz
On the road again
Con agudos presentimientos alojados en su corazón recién sometido a una
angioplastia, Harry Angstrom, apodado Conejo
desde su remota infancia, conduce su Toyota Celica hacia el sur de Estados
Unidos, en la calurosa Florida. Saltando de autopista en autopista y de motel
en motel engulle los kilómetros que lo separan de Deleon, la población donde
posee a medias con su mujer (¿o su exmujer?) una vivienda en un condominio de
clase media alta. En la radio sintoniza viejas canciones de crooners y de
cantantes negras que lo mantienen en contacto con lo que no se atreve a llamar
del todo su pasado.
Abajo, en una barriada negra y marginal lo espera algo oscuro que cobra un
perfil más definido a medida que avanza: es su propia muerte que alcanza cada
vez más consistencia luego de un segundo infarto mientras intentaba competir jugando
al baloncesto con un adolescente del lugar. De joven, en los tiempos del
instituto, Conejo fue un promisorio
jugador que llegó a levantar admiradores entre la gente de su generación,
sobre todo entre el público femenino.
Pero eso fue en un pasado tan remoto que se antoja irreal: ahora, su
corazón fatigado por las palizas de la vida le recuerda que envejece, que ya es
el turno para otra gente pletórica de energías.
Ese pasado resulta tan irreconocible como la quimérica grandeza de unos
Estados Unidos de América golpeados por la inflación, por la crisis de los
combustibles, por la especulación financiera, por enemigos agazapados en todos
los rincones del planeta y por un nuevo huracán que se aproxima a sus costas y
bautizado con el nombre de Hugo.
Extraña costumbre esa de bautizar a los huracanes con nombres humanos, como si
con ese simple acto se pudiera conjurarlos.
En la superficie, Harry Angstrom, descendiente de inmigrantes suecos, huye
de su casa familiar en Brewer, Pennsylvania, la localidad donde nació en 1933, durante
uno de los coletazos de la Gran Depresión. Su esposa Janice, su hijo Nelson-
que intenta salir de su adicción a la cocaína- y sus nietos Roy y Judice,
acaban de ser enterados por Pru, la esposa de Nelson, de que una noche lluviosa
de hace apenas unas semanas, tuvo una sesión de sexo con su suegro mientras el
resto de la familia andaba fuera de casa.
Eso en la superficie, porque en el fondo intenta escapar de esa suerte de
nata oscura que nos rodea a todos. Algunos la llaman alma, otros hablan de El
destino y unos cuantos más la reconocen como la nada, a secas. De cualquier
forma, es imposible escapar de ella. El amor, o el sexo para ser más precisos,
es apenas uno de los muchos resquicios por los que tratamos de ponernos lejos
del alcance de esa nata oscura. Al final, sólo conseguimos añadir otra
capa. Para Conejo el resultado de esa lucha fue una enfermedad del corazón, en
el sentido fisiológico y poético de esa palabra ¿ No repiten todos esos
cantantes que están enfermos del corazón?
Conducirnos a la entraña de ese inútil combate es el propósito del escritor
norteamericano John Updike (1932, Reading, Pennsylvania- 2009, Danvers,
Massachusets) en su tetralogía de novelas tituladas Corre Conejo, El regreso de Conejo, Conejo es rico y Conejo en Paz. Cada una de ellas abarca
una década en la vida del protagonista y de quienes lo rodean: la del cincuenta
en años de la posguerra, la de los sesenta con sus revueltas sociales y su obsesión por las drogas, la del setenta
con el tránsito a formas más despiadadas y sutiles del
capitalismo, hasta llegar a los noventa cuando el desplome de la Unión
Soviética dejó a los Estados Unidos sin el gran enemigo y, por lo tanto,
huérfanos de aquel ilusorio sentido de unidad nacional que marcó los años de
la Guerra Fría.
En realidad no es necesario leer las novelas de Updike en el orden en que fueron publicadas. Bien visto, ese es
apenas un formalismo editorial. Lo importante es seguir el camino de los personajes
que gravitan en la órbita vital de Harry, como si se tratara de satélites desamparados atados a la fuerza
gravitacional de un planeta enloquecido.
Ya se trate de jóvenes o viejos, esos personajes están marcados por dos
características: la exasperación sexual y un arribismo social que se alimenta
de sí mismo. Esas dos fuerzas no los dejan dormir en paz. En busca de alguna
forma de sosiego unos buscan las drogas de evasión en los sesenta o las que los
conectan con el frenesí de los tiempos en los ochenta y noventa. Otros especulan
en los mercados como quien juega a la rueda de la fortuna. En el entretiempo
despliegan todos los trucos de la seducción, en una especie de carnaval que los
deposita en la orilla del tiempo más fatigados que el día anterior y con un
regusto amargo en la boca. Entretanto, los que ya quedaron fuera del juego se
van a vivir al sur, a esa Florida de playas, de clínicas geriátricas y de
tratamientos para conservar la poca salud que les resta.
Por lo visto, tantos años no les proporcionaron ni una pizca de sabiduría y
templanza. Por eso miran la televisión y acarrean sus cuerpos como fardos por
los campos de golf. Después de la carrera por hacerse a un lugar en el mundo,
según reza el evangelio de las clases medias, aguardan la muerte con el aire
irresoluto de quien apenas si se atreve a mojar los pies en el agua del mar. A
estas alturas, no les sobraría echarle un vistazo a aquella sentencia que el emperador
Marco Aurelio garrapateó en sus cuadernos:
Qué bueno es, cuando tienes
ante ti carne asada o algún alimento similar, imprimir en tu mente que es el
cadáver de un pez o el cadáver de un ave o de un cerdo, y de nuevo, que el vino
de Falerno no es más que jugo de uvas y tu túnica de borde púrpura es
simplemente el pelo de una oveja empapada en la sangre de un molusco. Y en la
relación sexual, que no se trata más que de la fricción de una membrana y de un
chorro de mucosa expulsado.
Pero no hay sabios en las novelas de Updike. Sólo desesperados que luchan
con lo que tienen a mano para mantenerse en pie sobre la cubierta de un barco
que zozobra: su propio país en manos de los políticos, de los tiburones de las
finanzas, de la industria del espectáculo y de los televangelistas que prometen
la redención a sus feligreses, mientras
tratan de poner al propio pellejo a salvo de un escándalo financiero o sexual.
El comienzo del juego
Mientras viaja hacia el sur pisando a fondo el acelerador en medio de su
larga noche Conejo recuerda o al
menos trata de recordar. Su historia personal son hilachas, fogonazos de tiempo
que a lo mejor acaban de surgir ahora mismo y nada tienen que ver con lo que la
gente llama su pasado. ¿Quién le dice que Janice, Nelson, Pru, Judy y Roy
existen realmente a esta hora y en algún lugar? A decir verdad, ni siquiera
puede probar que el mismo exista esta noche, en esta autopista, con la voz de Connie
Francis susurrando estribillos dulzones en la radio y con la vía láctea desdibujándose
al fondo del firmamento. Recuerda que
una noche, durante uno de esos viajes de matrimonios cansados al Caribe, hubo intercambio
de parejas. Esa vez sodomizó a Thelma,
que después se convertiría en su amante. Lejos de que la imagen le provoque placer,
una punzada en el pecho le recuerda que al final del cuerpo de la mujer había
un vacío y una negrura fría que hoy lo vuelven a dejar sin aliento.
La historia de toda vida es una sucesión de imágenes inconexas en un
caleidoscopio a las que sólo la muerte puede poner fin, parece repetir todo el
tiempo el narrador de la novela. Harry, por ejemplo, debe hacer grandes
esfuerzos para remontarse a los días en que él y Janice se enamoraron - ¡Qué
extraña suena esa expresión, ahora que su mujer dice odiarlo ante el tamaño de
la afrenta recibida!- Afrenta, dijo,
como si los seres vivos no
llevaran años apareándose en respuesta a
un mandato de la vida.
Pero bueno, sí, el recuerdo dice que un día Janice y él se enamoraron, que
más tarde tuvieron dos hijos: Nelson, que los hizo padecer lo suyo con sus robos
continuos en el negocio familiar- la concesionaria de Toyota heredada del viejo
Springer, su suegro, que le echó una mano cuando perdió su empleo en la
imprenta y lo encausó por el camino de la riqueza- y Becky, la pequeña que
murió ahogada en la bañera, y los dejó cociéndose en un fuego eterno de acusaciones
y remordimientos.
En la radio la voz ebria de Sinatra canta que siempre seremos Extraños en la noche y lo devuelve de
golpe al momento en que Janice abandonó la casa para irse a vivir una aventura sexual
con el griego Charlie Stavros, para entonces
hombre de confianza del viejo Springer. En una especie de retorcida
compensación, Conejo llevó a vivir a
la casa a Jill, una hippy adolescente,
y a Skeeter, un negro adicto a las sensaciones fuertes y comprometido en las
luchas por los derechos civiles.
Para adquirir algo de consistencia, toda vida necesita de un tiempo y de un espacio que la hagan creíble. Asideros, les
dicen. Como esos mojones con que los
viajeros se orientan en el camino. En las
novelas de Updike esos mojones se materializan en forma de símbolos culturales.
La música es uno de ellos: los crooners y las cantantes negras para Conejo, el rock para su hijo Nelson y el
disco en los setentas, con la lujuria electrónica de Donna Summer. En el cine
asistimos en compañía de la familia a una función de 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, éxito de cartelera en
1969, el mismo año de Woodstock, de la llegada a la luna- una promesa echada a perder dos décadas después con
el desastre de la nave Challenger. Para no perder la órbita, en los setenta
tendríamos a E.T y en los ochenta La Sociedad de los poetas muertos, a
Reagan, a Thatcher y unas cuantas de esas invasiones y guerras con que los
Estados Unidos y sus amigos suelen animar la movida mundial.
En esa medida, Updike, igual que Pynchon, D.F. Wallace o Franzen , es un
testigo feroz. Para ellos, el dinero es la sangre que fluye por las
escleróticas arterias de un mundo agotado.
Si dejara de circular todo
desaparecería como activado por un encantamiento, empezando por la orgullosa
civilización humana. Por eso, la sociedad debe estimular el consumo y el
derroche en un incesante movimiento de sístole y diástole: anuncios
publicitarios en las calles, en las fachadas, en las autopistas, en los
moteles, en los estadios, en la televisión, en las revistas, en la radio, en
las iglesias neocristianas y en cuanto sitio resulte disponible. La consigna es
una sola: atragántate hasta que se te obstruya el culo, después ya veremos… si
hay después.
La consecuencia más visible de todo eso es un permanente estado de
crispación. La sensación de haberse quedado atrás. El pensador Herbert Marcurse
llamó a eso La carrera de ratas.
Siempre hay alguien a quien podemos sobrepasar y siempre hay alguien detrás
pisándonos los talones. A esas alturas la única válvula de escape es una
combinación de sexo, drogas y entretenimiento. Por eso el rugido de la masa en
los estadios se parece tanto al gemido
de la bestia en la cama. En realidad hay bien poco de placer en todo eso. Es
más bien un llamado de auxilio a una divinidad que hace rato volvió la vista a
otro lado.
Porque para escritores como ellos y otros de su generación la esperanza es
algo vedado. El sueño americano hace tiempo devino pesadilla. Corea, Vietnam, Cuba, Irán, Irak, Chile son
apenas algunos de los puntos en el cada vez más encogido mapa de la tierra a
los que su país ha llevado la devastación. Juegos de la geopolítica, le llaman
a eso.
La expresión interna de ese universo de pesadilla es el Sida, el crack, la
violencia en las calles, los barrios a los que no se puede entrar, como si se
tratara de otro país. Conejo, su
familia y el resto de la población se mueven con un andar de sonámbulos que
sólo parece encontrar algo de paz cuando se sientan frente a la pantalla de televisor… donde asisten al desfile de guerras, drogas, delirios sexuales, intrigas y crímenes, pero
esta vez sumergidos en una burbuja que parece volverlos inofensivos.
Bienaventurados los muertos
La saga de Conejo es un viaje de
ida y vuelta del que su huida al sur es apenas el más reciente capítulo.
Convencido de que no hay lugar para la paz entre los vivos recuerda lo que
leyó, escuchó o vio alguna vez en una película: todo el tiempo caminamos sin darnos cuenta sobre los huesos de nuestros
antepasados (Ando sobre rastrojos de
difuntos, escribió el poeta español Miguel Hernández). Poseído por esa pequeña
dosis de clarividencia evoca a su hija Becky ahogada en la bañera; a sus
padres, a los padres de Janice; a Jill, la joven hippy muerta en el incendio de
la casa donde la había alojado; a Skeeter
, esa curiosa mezcla de chulo, iluminado y drogadicto. Pero sobre todo
piensa en Annabelle, algo así así como un alma en pena: pudo y no pudo haber
sido su hija engendrada con una ya envejecida amante llamada Ruth. Conejo ya no tendrá tiempo de saber si
esa muchacha a la que vio apenas un par de veces es hija de sus entrañas.
Y entonces, de golpe, lo asalta una visión: estamos hechos de tan extraña
materia que nuestro hijo muerto es ya un antepasado. Él también puede estar muerto y nadie lo ha
notado… o a lo mejor si pero hicieron la vista gorda para no destruir su mundo
de ilusión. Pudo haber muerto, por ejemplo, en Vietnam, si hubiese ido a la
guerra, pero a esta hora de la madrugada es mejor hacer alto en el camino y descansar
en algún motel para curarse de las ilusiones.
Una película porno podría ser un buen ancla para fijarse a los bordes de
la realidad.
Estados Unidos coge todo y
no da nada, como un agujero negro, sentencia el empresario japonés que visita la concesionaria Toyota para
revisar los vacíos dejados por los robos continuos de Nelson. John Updike se ha especializado en
escudriñar los entresijos más ocultos de ese agujero. De regreso, los vuelve de
revés para mostrárnoslos en forma de novelas. Pensando en la muerte de su
amante Thelma, aquejada de la enfermedad del Lupus, el narrador
reflexiona: La enfermedad de Lupus- que significa Lobo- es como una metáfora de los
tiempos, una de las enfermedades de inmunodeficiencia en las que el cuerpo se
ataca a sí mismo, los anticuerpos atacan su propio tejido, en una especie de
odio a uno mismo.
Y eso sucede- continúa, Porque sin
Dios que nos anime y nos convierta en ángeles todos somos basura. Basura,
el resumen de la sociedad de consumo, un mundo donde la gente no compra cosas porque
las necesite. Las compra porque están más
allá de lo que necesita, le dice Nelson a su padre en uno de sus escasos
raptos de comunicación.
¿Qué pasó con el sueño de los padres fundadores? ¿Adónde fue a parar eso de
Y justicia todos? ¿Y lo de la
fraternidad y la igualdad? Se preguntan los narradores y personajes de las
novelas de Updike, Pynchon, Wallace y
todos los demás.
Desde luego, nadie puede dar respuesta. Todo el mundo está sumido en la
confusión. Cada quien enganchado a su propia adicción, empezando por la
violencia en la vida real o en la ficción. En
América siempre hay un majara que dispara para que su nombre salga en los
periódicos, dice alguien en uno de esos diálogos en los que las palabras
decisivas parecen venir desde lo alto.
En Corre Conejo, la primera
novela de la saga, Harry sale un día de su casa a comprar cigarrillos y no
regresa. Una repentina fuerza lo empuja a abandonar el hogar conformado por
Janice y el pequeño Nelson. Luego de su vuelta en El regreso de Conejo es Janice la que se va en pos de vaya uno a
saber qué ilusiones en las que el sexo es apenas un pretexto. En Conejo es rico y Conejo en paz es Nelson quien, al modo de un animal acorralado,
huye hacia delante arrasando lo que encuentra a su paso, empezando por sus pequeños
hijos. En las novelas de Updike todos huyen, como huimos todos en el mundo del
capitalismo tardío.
Ya ni siquiera perseguimos nada. La huida se ha convertido en un fin en sí
mismo. Despojados de todo sentido trascendente de la vida olvidamos que hubo un
tiempo en que valores tan simples como la compasión constituían el soporte de toda
existencia. Es la compasión que Conejo ya
no espera. El chico negro con el que jugaba al baloncesto lo ha dejado abandonado
luego de sufrir un segundo ataque cardiaco mientras
intentaba encestar una pelota de baloncesto por primera vez en muchos años.
Quizá era el tanto de su vida pero ya no tendrá tiempo de saberlo.
Estamos en las páginas finales de Conejo
en Paz. Las viejas calles de Brewer donde nació y creció, donde se ilusionó
y perdió la fe son algo cada vez más borroso. Una neblina suspendida sobre su cuerpo abandonado en el asfalto de
la cancha. Como en las viejas sabidurías mayas, la sangre de Harry Amstrong
parece haber alcanzado al fin el lugar de su quietud. Una desastrada cancha de baloncesto en una
barriada negra empobrecida. Como una última revelación, una suerte de
recompensa divina por la suma de desaciertos que ha sido su vida enhebra una
admonición : Ríete de los curas, pero
ellos tienen la palabra que necesitamos escuchar, las que han hablado los
muertos.
¿Puede alguien imaginar un final
mejor?
PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=A134hShx_gw
Maravillosa crítica de una de las grandes tetralogías literarias del siglo XX, Tavito. Un abrazo desde Londres. Juan Carlos.
ResponderBorrarBueno, mi querido Juanito. Tú que eres mi dealer literario sabrás por qué lo dices.
BorrarUn abrazote y hablamos.
Gustavo