lunes, 24 de febrero de 2025

Licencia para dañar

 




En sentido estricto, toda vida está tejida con los hilos de la fábula, es decir de una trama de mentiras refinadas. La personalidad misma, ese rostro que exhibimos ante el mundo, es una invención urdida por una serie de factores: la tradición, la familia, la escuela, la cultura y, en los tiempos que corren, por los medios de comunicación.

No sé si ustedes se han detenido a reflexionar sobre el sentido de la palabra avatar en el mundo digital. Si en las viejas religiones el avatar era una de las manifestaciones de la divinidad, hoy es una identidad ficticia, un recurso utilizado para que no reconozcan al emisor o, al menos, para   hacerse a la idea de que no lo reconocen.

El asunto es sencillo: si al avatar nadie puede identificarlo, en la práctica puede hacer y decir lo que quiera, incluso cosas que lesionen a los demás y causen daños irreparables, asunto que debe ser de preocupación para todo código ético. Y aquí empieza el gran problema: por definición, con el rostro escondido no puede haber debate, diálogo o discusión dignos de ese nombre. Y bien sabemos que esas nociones constituyen la esencia de la convivencia, de la vida civil.

El ser humano siempre ha escondido su rostro, por miedo, por juego o conveniencia. Lo hacen el perseguido, el seductor o el asaltante de caminos. Por eso el juez, el cura o cualquier otro detentador de poder abominan del embozado. ¡Dé la cara! Le exigen al posible culpable. Como bien saben los consumidores de Internet, en la red casi nadie da la cara.  Por eso mismo, todos señalan, acusan, insultan, emplazan, calumnian: es casi una reacción instintiva garantizada por la impunidad. “Comer prójimo”, le dicen a eso en el lenguaje coloquial

Bueno es precisarlo: ni internet ni las redes sociales inventaron las mentiras, ni los engaños ni las calumnias.  De hecho, alentaban en el corazón humano desde el comienzo de los tiempos. Basta con darse un paseo por la obra de Shakespeare, de Homero o por las páginas del Antiguo Testamento para constatarlo. Lo que si ha conseguido el mundo digital es acrecentar la capacidad de multiplicación y, por lo tanto, de la velocidad. Una vez pronunciada o emitida, toda palabra, toda imagen, se vuelven inasibles. El fenómeno de los memes es apenas una de las muestras: todavía está humeante lo que antes se llamaba “El suceso” ( un siniestro, un partido de fútbol, un crimen, un premio, un escándalo de corrupción) y en cuestión de segundos el mundo está inundado  de imágenes acompañadas de textos ( ¿ o es al revés?) que lo reducen todo a un guiño, a una sonrisa y que pase el siguiente.

Desde luego, a semejante velocidad nadie puede ni quiere detenerse   a pensar: la sensación de vértigo, de quedarse atrás, de perderse la última novedad, resulta abrumadora. Justo ahí surge la paradoja: por no perderse nada el consumidor acaba por perderlo todo, empezando por su propia capacidad de juicio.




Recuperar esa capacidad de juicio, de valoración crítica, se volvió por eso cuestión de vida o muerte. El ser humano la necesita para no disolverse en el vacío, para reconocerse y reconocer a los otros en su justo valor, descubriéndose a su vez en ellos. De ahí que resulte tan perturbadora y significativa la decisión de los grandes magnates del mundo virtual (Elon Musk y Mark Zuckerberg para empezar), de eliminar todas las limitaciones tecnológicas que permitían validar como veraz o falsa la información que la gente pone a circular en las redes.

Como siembre, se invocan nobles causas para justificar los despropósitos, en este caso, el respeto a la libertad de expresión. Según esa retorcida visión del mundo, si alguien arruina la vida del prójimo o de una comunidad entera con una información falaz nada ni nadie podrá impedirlo: está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión.

Cruzado ese límite, toda legislación resulta inútil. Desaparecidas las fronteras y velados los rostros, aunque lo quisiera, difícilmente una autoridad podría identificar, juzgar y menos condenar al responsable: en cuestión de segundos puede cambiar de avatar y así sucesivamente hasta disolverse en la tierra de nadie. Internet es el paraíso de “El hombre de las mil caras”




En el fondo de todo alienta, claro la codicia. Como sucede con la licencia para el porte de armas, la licencia para dañar vende y los consumidores se multiplican por millones a un ritmo tal que ya la expresión “en un abrir y cerrar de ojos” se volvió tan obsoleta como los memes de hace cinco minutos. Por eso Musk, Zuckerberg y sus compinches se frotan las manos contemplando cómo el universo de sus apetitos se ensancha a un ritmo que ni el más agudo de los físicos teóricos pudo anticipar.

Es ese escenario el que explica que cada vez lleguen con más facilidad al gobierno individuos que parecen acabados de escapar de un manicomio. Unas cuantas mentiras que exasperen bien adentro los miedos y expectativas de la gente bastan y sobran para armar un programa de gobierno a la medida. Si lo dudan, pregúntenle a Trump cuánto le debe a Musk y, por si acaso, pregúntenle a este último como logró hacerlo tan fácil.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=PXYeARRyDWk

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: