“Yo no soy bobo para hacer la fila en el banco”. “No soy boba para no ser capaz de conducir el carro mientras hablo por celular”. “Como si fuera bobo para ponerme a pagar impuestos”. “Acaso soy bobo para no tumbarme ese billete, si me dieron papaya”. “Usted si es muy boba, que cruza por el puente peatonal” “¿Es que me cree bobo, que voy a ir hasta el paradero de buses?” Podríamos agotar el espacio de esta columna y nos sobrarían frases para condensar las muchas variantes de esa retorcida visión del mundo que los colombianos hemos convertido en una suerte de código ético al revés. Por lo visto, palabras tan esenciales para la convivencia como respeto y responsabilidad desaparecieron de nuestro diccionario nacional, si es que estuvieron alguna vez. Con razón uno de los poemas que aprendimos a recitar en la escuela primaria lleva el título apenas comprensible de “Simón el Bobito”. Claro: en la inconfundible cadencia de los versos de Pombo reside al parecer la clave de uno de los componentes de nuestra identidad colectiva.
Vistas las cosas de esa manera, se trata de ser avispados, o de tener “picardía”, según la ilustrativa frase del hoy presidente de Colombia, cuando se le cuestionó acerca de sus prácticas políticas. En ese tono, no solo es bien recibido, sino que además es envidiable n o respetar a quien tomó su turno en la fila antes que yo. Reduciría los niveles de autoestima ponerse a pensar en los riesgos que representa para la propia vida y para los demás hablar por teléfono mientras se conduce un automóvil, o hasta una motocicleta, como puede constatarlo cualquier observador que recorra las calles. Ni qué decir del pago de los impuestos, obligación que no asociamos con las exigencias que todo el tiempo estamos haciéndoles al Estado y la sociedad. Pero nada supera a la ligereza con que los depredadores de los recursos públicos justifican sus trapisondas: “ Si no lo hago yo, lo hace otro”, sentencian los ladrones de cuello blanco, con el aire beatífico que algunos filántropos utilizan para hacer públicos sus actos de beneficencia.
Pero la lista sigue. Resulta claro que utilizar un puente peatonal o abordar el bus en el paradero correspondiente es síntoma inequívoco de retraso mental. Y no hablemos de los que replican que no son bobos para bajarle volumen a la música cuando los vecinos imploran un poco de tranquilidad: si no puede dormir o descansar es asunto suyo, no mío, que, como pueden ver, pertenezco al reino de los avispados.
¿De dónde nos viene ese perverso legado? Algunos afirman que lo heredamos de las prácticas coloniales, cuando las gestiones ante los representantes de la corona engendraron una interminable lista de corruptelas que enriquecieron a los intermediarios. Otros apuntan a una educación religiosa fundada en la hipocresía, cuya máxima de oro está resumida en la frase aquella de “El que peca y reza empata”. Un sector nos recuerda que, como el fuego y el pánico, el ejemplo cunde y que esa manera de obrar es el reflejo que nos devuelve el espejo de las instituciones que constituyen el soporte colectivo, vale decir: la iglesia, la familia, el Estado y la escuela. El problema reside en que cada una de esas percepciones justifica el estado de cosas, antes que cuestionarlo. “Así son las cosas y así es el mundo, mijito”, recitaban los abuelos con esa resignación que veces era sabiduría y otras era la cara misma de la derrota.
Por lo pronto, si deseamos de veras cambiar en algo esa manera de instalarnos en la existencia que hace del cinismo, el atajo y la bravuconada las únicas cartas de presentación, podríamos empezar convirtiendo el elogio de la bobada en un punto de partida para pintar de otro color esta cara de marrullerías y triquiñuelas que hoy le presentamos al mundo.
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