“ Nuestros indicadores al final del semestre demuestran que hicimos una buena gestión”. La frase, así suelta, no implica novedad alguna: es lugar común en esas reuniones donde las empresas hacen balances y saldan sus cuentas. Lo singular reside en que fue pronunciada por Javier Álvarez, para entonces técnico del equipo de fútbol Once Caldas, horas antes de jugar el partido definitivo por la final del fútbol colombiano, un curioso campeonato en el que basta con hilvanar una seguidilla de tres partidos buenos para alzarse con los títulos, aunque no se haya hecho mucho en el resto del certamen.
¡Coño! ¡De modo que el fútbol ahora es un asunto de indicadores y no de gambetas, goles y belleza! Exclamó mi vecino, el poeta Juan Carlos Aranguren, con su español de los Andes contagiado por largas estadías en el Caribe.
- Pues si, le dije. Desconcertado por su asombro ante una noticia tan vieja. Desde que a los entrenadores les dio por salir a la cancha de corbata, como si en lugar de un partido, estuvieran asistiendo a un comité de gerencia, ya se podía adivinar lo que nos correría pierna arriba.
Pero el hombre, tozudo como es, no acababa de convencerse. Insistí en que no había nada de qué asombrarse. Al fin y al cabo, quienes amamos el fútbol- el deporte, aclaro, no el tinglado de mafiosos en el que acabó por convertirse su entorno- llevamos más de una década intentando digerir las declaraciones de Álvarez, un señor que se expresa como si su dialecto particular fuera el resultado del cruce entre un pastor evángelico y uno de esos tecnócratas proclives a sustituir los argumentos por una sucesión de cuadros diseñados en power point. Tratando de consolar al autor del poema “Erato” le expliqué que los indicadores, como su nombre lo indica, no indican nada, salvo lo que aparece en los cuadros de indicadores. Nada nos dicen del camino recorrido, como tampoco de los descubrimientos y mucho menos de las dichas y desventuras. Lejos están de contarnos algo sobre lo ricos o irremediablemente empobrecidos que volvimos de nuestras andanzas. Pero Juan Carlos no dio su brazo, o mejor, su pie a torcer. Mencionó al Ballet Azul y las cosas que hicieron Di Stéfano y Pedernera juntos. Con los ojos humedecidos recordó a Garrincha y su único partido en Barranquilla. Me obligó a jurar que recordaba las atajadas de Otoniel Quintana en los años setentas . Dibujó en el aire el gol que le anotó Pelé a Checoslovaquia en el mundial de México.
Todo era inútil. Tratando de llevarlo a los terrenos de un sano escepticismo, le dije que a Maradona no lo expulsaron del mundial de 1994 por meter perico, pues eso todo el mundo lo sabía, empezando por los gringos que organizaron el torneo, sino por rebelarse ante los mercachifles de la Fifa , que los obligaban a jugar los partidos a medio día, en pleno verano del hemisferio norte, para cumplir con los jugosos contratos pactados con las cadenas de televisión europeas. Le repetí que cada magnate de dudosa reputación es propietario de un equipo, así en Europa como en América. Cité los nombres de Abramóvich, Berlusconi, Florentino Pérez, la familia Macri y Joan Laporta.
Como ustedes lo habrán adivinado, todo resultó inútil. Como única respuesta, el hombre vaciaba su botella de ron a un ritmo cada vez más peligroso mientras, a modo de letanía, repetía la frase a la que esta columna le debe su título.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: