Desde que se alzó sobre sus patas traseras, el Homo Sapiens no ha hecho nada distinto a moverse de un lugar a otro de la tierra. A veces invasor y a veces invadido. En alguna ocasión descubridor y en otras descubierto. Siempre movido por el mismo viejo consejo que alienta la ruta de los protagonistas del seriado de televisión Viaje a las estrellas: “Curiosidad, mister Spock. Insaciable curiosidad”.
En ese constante intercambio los hombres han forjado lenguajes, edificado mitologías, diseñado herramientas, concertado negocios y, en últimas, han gestado el más definitivo de todos sus inventos: la cultura, principio y fin de todo lo demás.
Sin embargo, en la era de los viajes y las comunicaciones, para millones de seres humanos es cada vez más difícil moverse, a pesar de que con su fuerza de trabajo y su inventiva siguen sosteniendo las grandes economías del mundo. Son los inmigrantes que atraviesan todos los días la frontera entre México y Estados Unidos, para trabajar en sectores productivos que se hundirían sin su aporte. Son los miles de africanos que cruzan el Mediterráneo e bordo de frágiles embarcaciones que muchas veces naufragan en mitad del recorrido. Son los latinoamericanos que van de un lugar a otro aferrados a la promesa implícita en el desarrollo de los países más prósperos de su propio continente o, en el peor de los casos, de los menos pobres. Para ellos, la palabra ilegal o la expresión “sin papeles” constituye cada vez más, si ruedan con suerte, la certeza de su confinamiento en prisiones donde el concepto de derecho se esfumó hace rato. Pero si las cosas no van su favor, su condición puede llevar implícita una sentencia de muerte, como le sucedió al casi centenar de indocumentados centroamericanos masacrados por las mafias del narcotráfico hace apenas unos meses, bien pocos por lo demás, aunque muy pronto nos hayamos olvidado del asunto.
La lógica es atroz: en la sociedad de la democracia y el libre mercado pueden circular las mercancías, el dinero y la información, pero no pueden hacerlo las personas que los producen. Y no pueden, porque ni siquiera son los países- entendido este concepto en su sentido clásico- los que determinan quien circula y quien no. Son las grandes corporaciones las que imponen una lógica determinada por la calidad y la cantidad de mano de obra que requieren en un momento dado. Para regular esos flujos los estados- es decir, los amanuenses del mercado- han decidido que todo inmigrante que no disponga de sus documentos en el momento de ser abordado por las autoridades podrá ser tratado como un delincuente.
Y estamos hablando de sociedades que, sin excepción se formaron y crecieron gracias al aporte, ya no de individuos, si no de pueblos enteros que llegaron a sus territorios con los más diversos pretextos. Por necesidad o por exceso, los llamados “bárbaros” es decir, los extranjeros, acabaron asentándose en sociedades decadentes o a punto de extinguirse que gracias a ese nuevo aliento pudieron dejar su impronta en la historia.
Estos son otros tiempos, dirán los más pragmáticos y tienen razón: los tiempos siempre son otros. Pero hoy, cuando se celebra de manera protocolaria el Día Internacional para las Migraciones, no sobra preguntar qué han hecho estados como el nuestro para mejorar en algo la situación de varios millones de nacionales en el exterior y sus familias en el país, ahora que las fronteras se cierran cada vez más para los andariegos.
Felicidades desde España, don Gustavo. La vigencia de su artículo evidencia que, al día de hoy, el asunto se ha agravado... Con su permiso, lo referiré dentro de la Pedagogía Andariega que ando predicando por estos lares de la Andalucía que habito. Un saludo cordial.
ResponderBorrarIsidro García Cigüenza.