lunes, 20 de diciembre de 2010

El cuarto de hora


Hace  más de medio siglo, el pintor norteamericano Andy Warhol acuñó una frase que  muy pronto se convirtió en algo así como el primer mandamiento de la  cultura de masas.  “De ahora en adelante  todos, sin excepción, tendrán derecho a sus  quince minutos de fama” dicen que dijo el ególatra y excéntrico autor de obras tan célebres y controvertidas como la secuencia de las latas de sopa Campbell´s  y  el cartel con la imagen multiplicada  de Marilyn  Monroe.
Ese cuarto de hora sería algo así como la recompensa por la pérdida de la identidad individual en medio de  una sociedad uniformada y,  peor aún, unánime en su comportamiento por decisión de los grandes centros de poder. En el vestuario, las ideas, los hábitos y las creencias las personas se veían alienadas de sus más caros anhelos como resultado de una  concepción de la existencia  que podría resumirse en un mandato de tres palabras: Consume y cállate.
Entonces la profecía de Warhol se hizo realidad y todo el mundo salió a cobrar el cheque en blanco de sus quince minutos, sin importar si para lograrlo había que dejar en el camino hasta la propia dignidad. Subir desnudo  a la Estatua de la Libertad, sumergirse en las heladas aguas del  océano Ártico, encerrarse en una jaula con un león  hambriento, hartarse  de comida en un concurso para glotones, cantar  arias de óperas aunque no se tenga voz ni para entonar un villancico y exhibir ante un auditorio las secuelas de un accidente juvenil son apenas algunos de los recursos  utilizados por  mortales de  todas las edades, géneros y colores para decirle al mundo: “Aquí estoy. Mírenme aunque sea durante quince minutos,  es decir, novecientos míseros segundos, que en realidad son bien pocos, comparados con el monto de la eternidad”.
A  Warhol lo citaron mucho los expertos en la conducta humana, luego de que un desconocido llamado Mark David Chapman  asesinara  a  tiros a John Lennon, él mismo una de las máximas  expresiones de esa sociedad  que hizo de la celebridad  el resumen de todo posible valor existencial. Según lo que se sigue afirmando hoy, Chapman le disparó a su ídolo no tanto por las obsesiones que le despertaran sus lecturas de El Guardián entre el Centeno, la novela de J.D Salinger, como por  su monomanía de volverse tanto o más famoso que el compañero de viaje de Paul McCartney, George Harrison y  Ringo Starr.
Si hemos de  juzgar por  el número de apariciones en las  portadas de las revistas  y en las pantallas de televisión, el asesino del  músico consiguió con creces su cometido. De hecho, cada diciembre se le recuerda en los rituales que los adoradores de Lennon  realizan frente al edificio  Dakota, como si el sacrificio los hubiera convertido en una sola persona. Hace poco volvió a los titulares cuando se anunció su posible liberación, lo que provocó la santa ira de los fanáticos del autor de “Across the universe”.  
Hoy, cincuenta años después de las declaraciones de Warhol y  a tres décadas del asesinato de Lennon, miles  de  habitantes del planeta    luchan por aproximarse  a esa eternidad de oropel ofrecida por la industria del espectáculo, a la que no escapan asuntos considerados elevados en otras épocas, como el arte  y la literatura. Para  lograr el cuarto de hora que los redima del  carácter amorfo de la masa están dispuestos a todo: incluso a inmolarse en ese incierto altar  armado con tapas de revistas y reflectores de televisión, que ha terminado por suplantar a la simple, anónima, silenciosa e  impagable vida de todos los días.

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