Hace más de medio siglo, el pintor norteamericano Andy Warhol acuñó una frase que muy pronto se convirtió en algo así como el primer mandamiento de la cultura de masas. “De ahora en adelante todos, sin excepción, tendrán derecho a sus quince minutos de fama” dicen que dijo el ególatra y excéntrico autor de obras tan célebres y controvertidas como la secuencia de las latas de sopa Campbell´s y el cartel con la imagen multiplicada de Marilyn Monroe.
Ese cuarto de hora sería algo así como la recompensa por la pérdida de la identidad individual en medio de una sociedad uniformada y, peor aún, unánime en su comportamiento por decisión de los grandes centros de poder. En el vestuario, las ideas, los hábitos y las creencias las personas se veían alienadas de sus más caros anhelos como resultado de una concepción de la existencia que podría resumirse en un mandato de tres palabras: Consume y cállate.
Entonces la profecía de Warhol se hizo realidad y todo el mundo salió a cobrar el cheque en blanco de sus quince minutos, sin importar si para lograrlo había que dejar en el camino hasta la propia dignidad. Subir desnudo a la Estatua de la Libertad , sumergirse en las heladas aguas del océano Ártico, encerrarse en una jaula con un león hambriento, hartarse de comida en un concurso para glotones, cantar arias de óperas aunque no se tenga voz ni para entonar un villancico y exhibir ante un auditorio las secuelas de un accidente juvenil son apenas algunos de los recursos utilizados por mortales de todas las edades, géneros y colores para decirle al mundo: “Aquí estoy. Mírenme aunque sea durante quince minutos, es decir, novecientos míseros segundos, que en realidad son bien pocos, comparados con el monto de la eternidad”.
A Warhol lo citaron mucho los expertos en la conducta humana, luego de que un desconocido llamado Mark David Chapman asesinara a tiros a John Lennon, él mismo una de las máximas expresiones de esa sociedad que hizo de la celebridad el resumen de todo posible valor existencial. Según lo que se sigue afirmando hoy, Chapman le disparó a su ídolo no tanto por las obsesiones que le despertaran sus lecturas de El Guardián entre el Centeno, la novela de J.D Salinger, como por su monomanía de volverse tanto o más famoso que el compañero de viaje de Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr.
Si hemos de juzgar por el número de apariciones en las portadas de las revistas y en las pantallas de televisión, el asesino del músico consiguió con creces su cometido. De hecho, cada diciembre se le recuerda en los rituales que los adoradores de Lennon realizan frente al edificio Dakota, como si el sacrificio los hubiera convertido en una sola persona. Hace poco volvió a los titulares cuando se anunció su posible liberación, lo que provocó la santa ira de los fanáticos del autor de “Across the universe”.
Hoy, cincuenta años después de las declaraciones de Warhol y a tres décadas del asesinato de Lennon, miles de habitantes del planeta luchan por aproximarse a esa eternidad de oropel ofrecida por la industria del espectáculo, a la que no escapan asuntos considerados elevados en otras épocas, como el arte y la literatura. Para lograr el cuarto de hora que los redima del carácter amorfo de la masa están dispuestos a todo: incluso a inmolarse en ese incierto altar armado con tapas de revistas y reflectores de televisión, que ha terminado por suplantar a la simple, anónima, silenciosa e impagable vida de todos los días.
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