jueves, 23 de agosto de 2012

Entre conjuros y talismanes




Cuando escucho el estribillo de ese comercial experimento la vieja conocida sensación de deja vu. Ustedes también están familiarizados con ella: Esto lo he visto  o  sentido antes. Quienes creen en la reencarnación ven en ello una prueba de sus vidas pasadas. Los más escépticos  confirmamos una antigua sospecha: El mundo no para de dar vueltas en redondo, como un animal ansioso.
En fin. El mensaje en cuestión dice así: “Hay ciertas cosas que el dinero no puede comprar. Para todo lo demás existe Master Card". No me van a negar que hay algo de místico en una persona capaz de depositar todas sus esperanzas en una  tarjeta de crédito. Basta  contemplar el aire extático  de algunos consumidores cuando la introducen por la ranura y digitan  su clave. La clave. Los cabalistas hebreos lo llaman el Tetragrammaton, es decir las cuatro letras que forman el nombre secreto de Dios. He visto a muchos poner los ojos en blanco, como si en  lugar de  un pasaporte a la esclavitud  redimible en cuotas mensuales tuvieran en sus manos las llaves del paraíso.
Fue la expresión del rostro de un amigo al utilizar su tarjeta para pagar un  boleto de avión la que me condujo a indagar en  viejos libros, hasta encontrar  una frase parecida a la del comercial en un  texto sobre   los mitos y leyendas del rey Arturo. “Aquél que saque esta espada de esta piedra y  de este yunque, será rey de toda  Inglaterra” ¿Les suena familiar?  De no ser así les ruego me disculpen. Ya lo dijo un escritor latinoamericano: “También los paranoicos tienen enemigos”.
En mi  interpretación, el truco no puede ser más evidente. Buenos hijos de la revolución industrial, los primeros publicistas no tardaron en descubrir el camino para   exacerbar de una vez y para siempre los apetitos de  los consumidores, esa versión laica de los antiguos feligreses de las iglesias. Se trataba de apelar  a los estadios primarios de la mente humana, cuando los anhelos se materializaban  y los peligros se neutralizaban pronunciando la  frase mágica y esgrimiendo el objeto tocado por la gracia. Este último podía ser una vara,  una piedra, una cruz o   una espada. En nuestros días, más asépticos al  fin y al cabo, esos objetos  se ofrecen  plastificados y están asegurados- otra palabra cargada de sentidos- por un código de barras. Además, los conjuros vienen con música incorporada. Esto último es  esencial. El  individuo con capacidad adquisitiva o de endeudamiento es devuelto de golpe, por obra  y gracia de un estribillo pegajoso,  a los tiempos cuando los más viejos lo adormecían con cuentos de hadas y lo enviaban de viaje a  las praderas del sueño. Solo que  en nuestro caso  las propagandas le encienden los deseos y lo mandan de peregrinación a los pasillos del centro comercial.
De modo que, varios miles de años después, el Homo  sapiens  sigue en el reino de los talismanes y conjuros.  “Señora, no le quite años  a su vida: póngale vida a sus años”, predicó un publicista guatemalteco con ínfulas de poeta y cantante. Acto seguido, varias empresas de cosméticos y cientos de grupos de la tercera edad hicieron suya la frase y salieron a recorrer los caminos con el absurdo propósito de demostrar que ni la edad, ni el envejecimiento ni la muerte existen si se tiene a mano una buena  provisión de fórmulas mágicas  para reavivar la pasión y cremas para  esconder las  arrugas. Una vez más, los adultos jugamos  a seguir siendo niños para  no enfrentar el lado más devastador de la realidad. Además ¿ A cuento de qué preocuparse si todas nuestras tribulaciones pueden ser resueltas con una simple llamada al vendedor de   productos por catálogo? Si ustedes se han fijado,  esas empresas han conseguido traducir  el perdido espíritu religioso al mundo de los negocios. Las comisiones son bienaventuranzas. Las transacciones  son conversiones. Los  ahorros son indulgencias. La pobreza es un castigo divino por no atender el evangelio del consume y cállate. Nada de preocupaciones entonces. La derrota y el fracaso han sido abolidos. Y como gran banda sonora  de esa puesta en escena de la dicha terrenal disponemos de un arsenal completo de conjuros y talismanes. Como el mensaje  dirigido a las muchachas en flor a través de Internet con imágenes en tres dimensiones y música de saxofón: “Eres joven, eres bella, eres única y mereces lo mejor . Por  ejemplo: Un   hombre capaz de cambiar su reino  por un  Ferrari para llevarte   a tu disco favorita”¿Quieren más?

5 comentarios:

  1. Por lo visto (y gracias por el dato, resultado de sus lúcidas pesquisas), estimado Gustavo, no es casualidad que el Pin de mi tarjeta de débito lleve una clave de 4 dígitos. Si hasta las alarmas de las casas llevan la misma cifra, ahora que lo recuerdo. Yo, afortunadamente nunca he calificado para ser un potencial cliente de la tarjeta de crédito, ese invento del demonio que esclaviza a mucha gente, a titulo de dotar de supuesto glamour a quien lo posea. (he visto alguna vez sacar la dichosa tarjeta a algún conocido, con un aire de solemnidad de rey a la hora de pagar en cualquier sitio, como si el objeto fuera una varita mágica).
    Y hablando de espíritu religioso, hace poco leí un excelente articulo que apareció en El Boomerang, (si la memoria no me falla) en el que hablaba del pastor evangélico como una estrella de televisión. Exponía el caso de esa industria boyante conocida como “Pare de Sufrir”, el cual, acorde a las tecnologías, en sus conocidos shows de fe, ya no pasa el arcaico cepillo de misa, sino un aparatito portátil conocido como lector de tarjetas, ¿le suena?

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  2. ¡No me diga que Pare de sufrir también anduvo por Bolivia!, por lo visto es toda una multinacional. Alguna vez, buscando información para un reportaje, estuve a punto de ser linchado por una horda de sus legionarios ¿El pecado? Tomar una fotografía en el momento en que una supuesta " poseída" por los mil demonios se contorsionaba en el escenario del local que, no por casualidad, fue alguna vez sede de un teatro en mi ciudad, Pereira.
    Volviendo al asunto de la presenta entrada, al menos con las tarjetas débito uno no puede gastarse lo que no tiene, apreciado José.

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  3. Esto de las frases y los códigos es algo vocacional, apreciado Gustavo. Se nos pega y ya no suelta. Yo todavía uso el número simplificado del primer teléfono que tuvo mi familia como código para el acceso a mil sitios diferentes, y una de las frases que tengo adheridas es “a la derecha de su pantalla, señora”, que el periodista/relator argentino Horacio Aiello popularizó en los años 70, cuando comenzaba el auge de las transmisiones televisadas del fútbol. Si piensas un poco, eso de “a la derecha (o izquierda) de la pantalla, señora”, es estúpido o condescendiente, pero el hombre la tenía que repetir todo el tiempo porque de lo contrario el público la echaba de menos. Lo mismo con la estúpida pregunta “¿qué gusto tiene la sal?” que era el latiguillo del cómico Carlitos Balá, y vaya uno a saber cuántos de Cantinflas. En la historia inglesa es famoso el terrible reclamo de Ricardo III durante la batalla de Bosworth: “Un caballo, mi reino por un caballo”. Por supuesto que no consiguió el caballo y perdió su reino y su vida. Hace unos días, al difundirse las fotografías del príncipe Harry en pelotas, por Londres corrió un chiste: “Un taparrabos, mi reino por un taparrabos”, pero sospecho que no hará tanta historia como lo del caballo.

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  4. Je. Muy simpáticas sus anécdotas, mi querido don Lalo. A pro pósito, a pesar de lo repetido y predecible de la situación, siempre resulta entre gracioso y absurdo cuando uno llega a un lugar empapado de lluvia hasta los cojones y el primer interlocutor que se cruza en su camino le pregunta, como si le resultara insólito "¿Se mojó?". Supongo que ese es el código obligado en esos casos.

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  5. De hecho, mi estimado Gustavo, Pare de sufrir es la secta de moda en Bolivia, no tiene ni una antiguedad de cinco años y ya tiene un público fervoroso. Es impresionante la cantidad de dinero que manejan, todos los dias, muy de mañana me topo con sus programas hasta en dos canales de television, amen de que tienen oficinas atractivas en lugares céntricos. Bien sabemos que aparecer en Tv. no es barato. Me imagino que su experiencia debió ser aterradora.

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