La historia es simple. Cansada de lidiar con
el talante insondable de los humanos, tiró la toalla. Después de romper media
docena de corazones y de ser vapuleada por
otros tantos la mujer decidió mudarse al reino animal: vive en compañía
de un perro, un gato y un novillo,
en una pequeña parcela ubicada junto a “Un río de aguas diáfanas que se
precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos”. No se exasperen, que
ya lo dijo alguien citando a otro alguien: En literatura, lo que no es
autobiografía es plagio.
Pues bien, hace
un par de meses, a su perro , que ostenta un nombre de banda de rock, le
diagnosticaron una enfermedad
degenerativa de los huesos que lo mantiene sumido en unos dolores atroces para
los que no bastan varias dosis cada vez
más fuertes de opiáceos.
Así la
encontré una tarde de domingo. Debatiéndose entre la certeza de sus afectos hacia Pink Floyd y el carácter
irreversible de su dolencia. En otras
palabras, mi amiga empezaba a hacer su curso intensivo en el arte del dolor.
Porque de
eso tratan el dolor físico y moral: De un lento y tortuoso
aprendizaje de la muerte. Eso que el escritor Juan Carlos Onetti llamaba Los adioses. Es tan grande la fuerza que nos empuja a
aferrarnos a la vida que solo el dolor en sus muchas formas y
presentaciones puede ayudarnos en la
tarea de desasirnos. Ustedes dispensarán
que los asalte con asuntos tan lúgubres, pero alguien tiene que compartir
conmigo la honda punzada de impotencia
que produce la agonía de un animal
enfermo. Los humanos disponemos al menos
de la palabra y en no pocas ocasiones
tenemos la oportunidad de ese patético
ejercicio que es el arrepentimiento. Pero los seres como Pink solo pueden mirarnos desde el
fondo de unos ojos en los que no hay un resquicio más para la desesperación.
De modo que me tocó pronunciar las palabras
que ella se negaba a decirse en
sus noches de insomnio : Que solo una sobredosis letal de analgésicos podía poner a su compañero de viaje lejos del
alcance de la bestia que lo
atormentaba en lo más profundo de sus huesos.
La vida, la
naturaleza, son tramposas y sabias. Para garantizar su reproducción por los siglos de los siglos se
inventaron un señuelo tan placentero como el sexo. ¿Se imaginan lo que podría
suceder con toda criatura viviente si
el apareamiento fuera un asunto desagradable? Me temo que no estaría
relatando este cuento ni ustedes leyéndolo. Asegurada la multiplicación vienen los desencantos, los divorcios y los
crímenes pasionales. Pero eso ya es otra
cosa: En todo caso, nada que preocupe a madre natura. Además, para eso se inventaron los licores y los
poetas: para paliar los efectos devastadores del ardid. Nada como Julio Jaramillo
y el ron Viejo de Caldas para curar los
desengaños.
Enamorados de la vida con todo y sus
latigazos, nos resistimos a abandonarla. Así que la muy aviesa no tiene una opción distinta a la de retomar el control. Nada más
peligroso que un mortal remiso en un
planeta superpoblado. Lo supo Robert
Malthus: la lubricidad de la
especie y los suministros de alimentos no se llevan bien. Más temprano que tarde alguien se encontrará con
la panza vacía y tratará de asaltar a
su vecino.
Es aquí donde
entran a jugar las leyes del equilibrio: Cada momento de placer lleva implícita
su dosis de dolor. Y no porque exista una especie de entidad perversa encargada de distribuir los pesos en
la balanza. Nada de eso. Es solo que, hasta hoy, no se ha ideado un método mejor
para convencernos de que es hora de
abandonar la fiesta. Lo saben los santones que intentan suspender los
ciclos del mundo sensorial y con ellos
la rueda de las dichas y los tormentos. Lo conocen bien los fumadores de opio
instalados justo en la frontera donde empieza
la inconsciencia. Pero sobre todo, lo saben a esta hora mi amiga y su
perro, o el perro y su amiga, asomados al abismo de su ineludible extinción uno y enfrentada a una
de las caras de su soledad, la otra. Ambos a su manera iniciándose en esa
suprema forma del conocimiento que es el
arte del dolor, tan cercano como vive a las fuentes del placer.
Leyéndote "mounstruo" dan ganas de pegarse un tiro o beberse un litro de ron.
ResponderBorrarPero soy muy cobarde para hacer lo primero.
Un beso
YO
Bajo cualquier circunstancia,"Mongoloide", es mejor beberse el litro de ron. Siempre queda la posibilidad de un beso, una canción, un poema, un gol, un crepúsculo o cualquiera otra cosa que lo redima a uno de la desazón. Para muestra, la canción Más de cien mentiras, del poeta Joaquín Sabina, cuyo enlace les comparto.
ResponderBorrarBesos,
Yo
http://www.youtube.com/watch?v=WZ1hVTWOxv8
Un placer, su breve y dolorosa reflexión, si me permite el oxímoron, amigo Gustavo. Por alguna razón me hace recuerdo a un cuento acelerado del rocambolesco y siempre lúcido Boris Vian: “los perros, el deseo y la muerte”, que ya no recuerdo muy bien pero que gira en torno a un taxista y una mujer terrible que se estampan contra un árbol en una noche alocada. Su texto lleva a plantearse qué sería de nosotros, si viviéramos más de la cuenta, por encima de los cien años como promedio, a medio camino entre el aburrimiento y el tedio. Sin la presencia de dolor, no tendría sentido aferrarse a la vida y no entraría en acción, aquello que la naturaleza provee incesantemente para controlar la especie,-aparte de las enfermedades- eso que llamamos darwinismo social.
ResponderBorrarDolor, muerte, transformación. Hace unos días vi en televisión un maravilloso documental sobre la pugna entre Darwin y su esposa Emma por cuestiones religiosas (él perdió la fe, por supuesto) y el terrible golpe de la muerte de Annie, la hija favorita de Charles, justo en el momento en que él desarrollaba la idea central de la supervivencia de los más aptos. En una escena conmovedora, Darwin, todavía con la imagen de Annie a su lado, se echa en un prado para estudiar in situ las batallas de supervivencia de los insectos (la misma batalla que su hija acababa de perder) y en un instante, de repente, resuelve sacarse la careta que ha llevado tantos años y desafiar el desprecio y la ira de los biempensantes y los cristianos más dogmáticos, entre ellos su esposa. El ya no iba a la iglesia, pero aún no había publicado sus teorías. El documental sugiere que el dolor por la muerte de un ser querido te da tanto (o casi) como te quita. Es difícil tragarlo, pero…
ResponderBorrarNo quiero ni maginar tanta duración, apreciado José: Tanto tiempo en este mundo resulta un abuso. A propósito: Como la vida es, en esencia, una gran bromista : Resulta cuando menos curioso lo mucho que han durado algunos escritores consagrados a lo largo de su obra a señalar y cuestionar su carácter insensato y absurdo.Verbigracia : Emile Cioran, Ernesto Sábato.
ResponderBorrarQuizás no haya enseñanza más profunda en este mundo que la prodigada por las pérdidas, mi querido don Lalo : Es en el vacío que dejan, pero también en la estela de descubrimientos que cada ser va trazando a su paso por el mundo, donde se encuentran algunas de las claves que nos permiten conocernos a nosotros mismos.
ResponderBorrarEl dolor manifestado de dos maneras, el físico y el emocional, por decirlo de algún modo. También hay otro entre el perro y la mujer que es similar: la imposibilidad, digamos, del animal, suponiendo cierta conciencia, de no poder manifestarse, usar un lenguaje común para dar a comprender lo que siente; y de la mujer, por no poder interpretar al perro, no poder reconocer con su lenguaje qué es lo que sucede para poder ayudar. ¿También hay dolor en la ausencia del lenguaje, cómo sería en el amor? Abrazos Gustavo.
ResponderBorrarLa expresión " Me quedé sin palabras" es por demás lapidaria, apreciado Eskimal. Claro que, en el fondo, a todos nos hacen falta palabras para expresar lo esencial. De ahí la necesidad del arte en todas sus manifestaciones.
ResponderBorrarTe felicito por tu blog Eres un gran creador del arte de tus letras
ResponderBorrarAbrazos desde el otro lado de la Luna
Mil gracias a la corresponsal enlunada.
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