Buen publicista
como es, aparte de genial caricaturista,
Matador citó una vez para
promocionar su empresa una famosa frase atribuida a Albert Einstein:“La imaginación es más importante que el
conocimiento”. Años más tarde el escritor , periodista y profesor
universitario Edison Marulanda la retomó para aludir a una de las facetas mágicas de la radio: su
capacidad para convertir el relato en un
desafío a la imaginación del oyente. A diferencia de la televisión, que nos
convierte de facto en espectadores sumisos, la radio obliga a la participación
de quien escucha.
Hasta allí las
cosas funcionan: la imaginación como estímulo
inicial es de hecho el punto de
partida para muchas acciones humanas, desde la
seducción amorosa hasta la
conquista del espacio. Sin su ayuda serían imposibles las grandes empresas económicas, la creación
artística, las escuelas filosóficas o el desarrollo científico. Pero
por si sola , sin la
participación del resto de las facultades humanas, se convierte en mero
fantasear; no reemplaza al conocimiento.
Como todas las frases célebres, la del forjador de la Teoría de la Relatividad vive en
permanente riesgo de ser sacada del contexto en el que fue formulada. Algunos biógrafos de Einstein nos cuentan que su
postulado nació de la observación
de los pasajeros en las estaciones del
tren y su relación con los ocupantes de
los vagones en movimiento. En la mente
de un hombre como Einstein, formada tanto en la física práctica como en la
especulación teórica, la imagen obró a modo de un detonante. Pero la teoría no se formuló para
explicar ese hecho. El físico pensaba más en la precariedad de los
instrumentos diseñados por la evolución
para observar el universo. En su recorrido mental precisó de un vasto
conocimiento y manejo del legado forjado
desde la antigüedad por físicos, astrónomos, filósofos y
matemáticos para llegar a ella.
Poco dados
a asumir los riesgos del
conocimiento, entre ellos los de la equivocación permanente y las
preguntas siempre renovadas, los humanos gustamos de coleccionar frases de
hombres famosos para resolver con
ellas nuestros pequeños o grandes dilemas cotidianos. Apócrifas o no, esas
sentencias funcionan a modo de comodín capaz de aclarar todas las dudas sin
importar las circunstancias. Por eso se venden los libros de frases célebres.
En ese sentido se parecen mucho a esas
plantas con improbables propiedades mágicas que
se ponen de moda durante un tiempo y luego desaparecen del mercado
dejando a su paso una estela de enfermos frustrados. Repasemos unas cuantas: la Uña de gato, el Noni, el
Confrey o la más reciente Moringa. Según sus pregoneros tomadas en infusión lo curaban todo: desde el
cáncer extremo hasta la decepción amorosa. Pues bien, para millones de personas
las frases famosas cumplen esa función:
les sirven para responder a todas las preguntas difíciles sin correr el riesgo de resolverlas desde su propia experiencia del mundo. Por
eso mismo son tan apetecidas por los autores de manuales de auto superación.
Desde los antiguos vedas hasta líderes
políticos como Winston Churchill, pasando por
Platón, Buda, Marx , Jesucristo o Groucho Marx, esas antologías les dan
legitimidad a sus discursos plagados de
lugares comunes. Al estar rodeadas del
aura mágica otorgada por el prestigio de
quienes las habrían pronunciado no dejan lugar a dudas. Y estas
últimas son, bien lo sabemos , la clave
de todo posible camino hacia el
conocimiento.
Para muestra
tomemos una de las más citadas: “Pienso,
luego existo”. Así a secas, sin los argumentos que la soportan, la
sentencia de Descartes es entendida por
muchos como la prueba de que basta con
poseer los mecanismos de la mente para alcanzar la plenitud del ser. La comprensión
del mundo sería así poco menos que un acto reflejo. Pero si la asumimos como desafío, es decir, con
el convencimiento de que necesitamos primero aprender a pensar para
conocernos y descubrir el universo nos
encontramos de repente no ante un punto
de llegada sino de partida . En lugar de una puerta clausurada de por vida se
despliegan ante nosotros muchas puertas que demandan ser abiertas. Y para eso,
para abrirlas, por fortuna nadie ha descubierto hasta ahora una receta mágica.
Es cierto. Las frases célebres de personas famosas (aunque esto es redundante, porque no hay frases célebres de barrenderos o porteras) deben gran parte de su éxito a la facilidad que tienen para servir a dos patrones. Para seguir con Einstein, está la conocida “Dios no juega a los dados con las leyes del universo”, muy citada como prueba de que el físico creía en Dios como cualquier buen vecino, cuando en realidad lo más que se le podía atribuir era un panteísmo instintivo: eso de los dados era un recurso para refutar a los partidarios de la teoría cuántica, que ponían el acento en las probabilidades en vez de la certeza absoluta. Y ya en un terreno más familiar, el de la política, conviene recordar que hasta los genios tienen pronunciamientos que admiten diferentes lecturas. Valga como ejemplo cuando Einstein, el padre de la ecuación energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado, que inauguró la era atómica, escribió a Oppenheimer , el partero de la Bomba, para decirle que era imprescindible una autoridad universal suficientemente poderosa para prevenir la proliferación nuclear y la probable hecatombe que resultaría, a lo cual Oppenheimer contestó que la existencia de un gobierno federal no impidió la guerra de Secesión en Estados Unidos. Muchos historiadores han destacado la fragilidad intelectual de la respuesta de Oppenheimer, ya que de ella sólo se desprende que esa autoridad “no era suficientemente poderosa” para impedir la guerra, algo que daría la razón a Einstein, a quien él se proponía refutar. Y si no he abusado de tu paciencia, podemos recordar, ya que estamos en el siglo 19, que el gran liberador de los esclavos, Lincoln, era partidario hasta muy pocos meses, tal vez semanas, antes de la aprobación de la ley de emancipación, de mandar los esclavos al África para librarse de ellos. De esto no se dice ni pío en la película de Spielberg. Dicho esto, sigo admirando tanto a Einstein como a Lincoln.
ResponderBorrarBueno, mi querido don Lalo. En las películas de Spielberg casi nunca se dice nada, aunque algunas se presenten revestidas de pretensiones sociológicas y políticas. Con las llamadas frases célebres sucede como con las formas de las nubes y las piedras: uno ve en ellas lo que quiere ver. O mejor dicho, lo que a sus prejuicios les interesa ver. Tengo un amigo teólogo y bohemio que interpreta la conocida sentencia de Marx "La religión es el opio del pueblo" en un sentido positivo y favorable para la iglesia. El hombre dice que el autor de El Capital reconoce en la frase el papel de la religión como paliativo de las desdichas humanas. Jesuita al fin y al cabo.
ResponderBorrarDeliciosa lectura, amigo Gustavo. Yo soy poco dado a recordar frases célebres, pero tengo una, atribuida al gran Groucho Marx: “Inteligencia militar son dos términos opuestos”, o algo así, si no estoy mal. Pues cada vez que voy al centro de mi ciudad, mayoritariamente paso por la calle donde está el Estado Mayor, y desde la ventanilla de un cualquier vehículo se puede leer claramente en el vestíbulo de su edificio, en letras grandes y doradas, la leyenda “Casa del Pensamiento Militar”. E inevitablemente recuerdo todas las guerras que nuestro país ha perdido con los vecinos y no puedo evitar reprimir una sonrisa, que sin duda me alegra el día. Por otro lado, esto de las recetas mágicas es una industria boyante (es increíble las horas de publicidad en Tv), el noni está de moda para curar mil dolencias y no es barato en nuestro país ya que llega importado. Cómo son las cosas, que hasta se tiene un hotel llamado Noni en la región tropical de Cochabamba, y cuya publicidad garantiza una buena curación además de una paradisiaca estadía.
ResponderBorrarA propósito de Groucho, le tengo esta, apreciado José. En trance de seducir a la esposa de su vecino, el hombre le suelta así sin más:" Señora Briggs. Conozco y aprecio a su marido desde hace muchos años. Y sé que lo que es bueno par él es bueno para mi".
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