Para Juan Carlos Pérez
Como todos los humanos mi vecino,
el poeta Aranguren, huía de algo y se dirigía hacia algo cuando llegó a Pereira en 1994, proveniente de su
Santa Marta natal.
Al finalizar el mundial de fútbol de Estados Unidos, que nos dejó para el
recuerdo un fracaso deportivo y un deportista muerto, el hombre empacó en su maleta
un par de pantalones de dril, las obras completas de Marcel Proust, una provisión de ron blanco calculada
para durar un año y un paquete de
marihuana Santa Marta Gold, con el que esperaba curarse sus nostalgias del mar
Caribe.
Dice que tomó el volante de su
Land Rover, que para entonces ya era viejo
y escapó de las que consideraba tres plagas exclusivas de la costa: los
mafiosos, los turistas y las reinas de belleza... solo para encontrárselas
multiplicadas en su tierra de acogida, porque bien sabemos que esos especímenes
son legión, como los demonios del Antiguo Testamento.
Dejé para el final lo más
importante: Aranguren viajó en compañía de Nicanor, un armadillo entonces niño que rescató a
puñetazo limpio de las garras de unos gringos contrabandistas de animales. Lo
alimentó con yucas, ahuyamas y plátanos que
a veces empapaba de dosis prudentes de ron blanco cuando necesitaba de
su conversación silenciosa para aliviarse de los recuerdos del viento de la
Sierra Nevada, lo único que echaba de
menos en su refugio de La Gramínea, una
vereda situada a media hora del centro
urbano de Pereira.
Conocí al poeta y a Nicanor en
una de las mesas de la biblioteca pública Ramón Correa Mejía, cuando funcionaba
en el edificio de la antigua estación del ferrocarril, a un costado del parque
Olaya Herrera.
El primero leía en jornadas de
tiempo completo las novelas de Robert Musil y James Joyce, los tratados de
Mircea Eliade sobre historia de las
religiones y los poemas puros y diáfanos de Odysseas Elytis. El segundo dormitaba
una siesta eterna escondido en una mochila arahuaca que, por alguna razón insondable,
nunca fue requisada por los gendarmes encargados de cuidar la biblioteca.
A lo mejor admiraban la paciencia de ese
animal capaz de aguardar horas y horas mientras su amigo leía con una voracidad solo posible en los
desesperados.
Una tarde de tragos, Aranguren me
soltó de golpe el secreto que lo asaltaba en la alta noche: de tanto visitar la
biblioteca, Nicanor llegó a ser la única
criatura viviente capaz de comprender la teoría de los números transfinitos, la
misma que condujo a la locura a su
autor, un cruce entre místico, poeta y matemático llamado Georg Cantor.
Traigo todo esto a la memoria
porque, aparte de sabio, Nicanor resultó ser un armadillo longevo. Acaba de morir
de viejo en su madriguera de La Gramínea. Desolado y ebrio, el poeta Aranguren golpeó a mi puerta a las tres de la
madrugada para comunicarme la noticia.
Incontables mujeres pasaron por
su cama, pero solo el armadillo
permaneció en su sitio, inconmovible
ante las protestas de algunas,
que abandonaron a su dueño acusándolo de depravado , zoofílico y cosas
peores. Ustedes dispensarán, pero con su
muerte, de manera inexplicable una parte de
mi vida también acaba de
despojarse de sentido y no me quedó otro remedio que sentarme a escribir esta elegía.
Esta noche descorcharé una botella de mi mejor malbec y brindaré a la memoria de Nicanor, el más paciente y fiel de los armadillos, testigo de lecturas y amores, experto en números transfinitos y partícipe en vaya uno a saber cuántas confidencias.
ResponderBorrarEmotiva historia, y a pesar de ser una elegía ciertamente me alegró el día, amigo Gustavo, sobre todo en estos días que una parte de los bolivianos estamos de luto por la suerte de nuestro país y por lo que se nos viene como futuro ominoso. Este entrañable animalito (‘quirquincho’ le decimos en la zona andina y ‘tatú’ le llaman en el oriente), acá hasta hace poco se lo cazaba para usar su caparazón como cubierta de charangos y especialmente para el carnaval de Oruro se fabricaban matracas con su piel para el baile de la Morenada que artesanos aymaras no tenían ningún inconveniente en sacrificarlos (y después viene el canciller aymara con el cuento de la vida armoniosa y respeto a la Pachamama). Desgraciadamente casi han sido exterminados, apènas quedan.
ResponderBorrarSalud , mi querido don Lalo : un buen bourbon estará bien. Según las cosmogonías de varios pueblos indígenas, la historia cifrada del universo está escrita en la caparazón de algunas especies de armadillos. Imagínese entonces de qué tamaño será el duelo.
ResponderBorrarUn abrazo grande.
Gustavo
Apreciado José : en Nariño, una provincia colombiana limítrofe con Ecuador también exterminaban armadillos para hacerse instrumentos musicales, lo que que lleva implícito un terrible simbolismo : el dolor y la muerte como precios a pagar por la belleza.
ResponderBorrarLástima hombre, al menos estaría bien cebadito como para que sus días terminaran en un sudado de gurre...
ResponderBorrarCamilo.
Ja, Ja. Ya nos adelantamos Camilo : solo que la receta fue distinta.
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